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¿Por qué soportaba sus caprichos, su prepotencia? Nunca fui de los que sufren fácilmente, y siempre procuré tomarme la revancha, incluso con mis seres amados, sobre todo con los seres amados. Mi paciencia, en el caso de Chloe, se debió, creo, al poderoso instinto protector que sentía hacia ella. Dejad que os lo explique, es interesante, creo que es interesante. Lo que operaba en este caso era una sutil y exquisita diplomacia. Puesto que ella era la que yo había elegido, o la que me había elegido, para prodigarle mi amor, había que conservarla lo más perfecta posible, espiritualmente y en sus actos. Era imperativo que la salvara de ella misma y de sus defectos. La tarea recaía sobre mí de manera natural, puesto que sus defectos eran sus defectos, y no se podía esperar que ella esquivara sus efectos perniciosos por su propia voluntad. Y no sólo había que salvarla de esos defectos y de sus consecuencias para su comportamiento, sino que también había que impedir que ella los supiera, en la medida en que eso me resultara posible. Y no hablo sólo de sus defectos activos. La ignorancia, la falta de discernimiento, su fatua autocomplacencia, esas cosas también había que enmascararlas, y rechazar sus manifestaciones. El hecho, por ejemplo, de que no supiera que en mis afectos la había antecedido su madre, de entre todas las mujeres, hacía que yo la viera como una persona lastimosamente vulnerable. Y fijaos en que la cuestión no es que ella sucediera a su madre, sino que no lo supiera. Si de algún modo llegaba a averiguar mi secreto, probablemente se sentiría humillada en su propia estima, se consideraría una necia por no haberse dado cuenta de lo que yo sentía por su madre, e incluso sentiría la tentación de verse como una segundona con respecto a su madre por haber sido mi segunda opción. Y eso yo no podía permitirlo.

Por si da la impresión de que me estoy presentando bajo una luz demasiado benévola, me apresuro a decir que mi preocupación e interés en la cuestión de Chloe y sus limitaciones no era sólo en su provecho. Su autoestima era de mucho menor importancia que la mía propia, aunque esta última dependía de la primera. Si ella se veía a sí misma con alguna imperfección, causada por la duda o por sentirse estúpida o por su falta de perspicacia, mi interés por ella también quedaría afectado. De manera que no debía haber confrontación, ni fulgurantes revelaciones, ni revelación de terribles verdades. Podía zarandearla por los hombros hasta que le castañetearan todos los huesos, podía arrojarla al suelo disgustado, pero no debía decirle que había amado a su madre antes que a ella, que olía a galletas rancias, o que Joe, del Prado, había hecho un comentario sobre el tono verde de sus dientes. Mientras yo caminaba dócilmente junto a su arrogante figura, mi mirada cariñosa y cariñosamente angustiada caía en la coma rubia que formaba su pelo en la nuca, o en las grietas finísimas de la parte posterior de sus rodillas de porcelana, y me sentí como su llevara dentro de mí un frasco del material más preciado y más delicadamente combustible. No, nada de movimientos repentinos, ni uno.

Había otra razón por la que no había que permitir que un excesivo conocimiento de sí misma, o, de hecho, de mí, la manchara o la contaminara. Era su diferencia. En ella yo había tenido mi primera experiencia de la absoluta otredad de los otros. No resulta excesivo decir -bueno, sí lo es, pero lo diré de todos modos- que en Chloe el mundo se manifestó para mí por vez primera como una entidad objetiva. Ni mi padre ni mi madre, ni mis maestros, ni los demás niños, ni la propia Connie Grace, nadie había sido tan real de la manera en que lo era Chloe. Y si ella era real, entonces, repentinamente, yo lo era. Ella fue, creo, el verdadero origen de la conciencia de mí mismo. Antes había existido una sola cosa y yo era parte de ella; ahora estaba yo y todo lo que no era yo. Pero también aquí hay una torsión, una singular complejidad. Al separarme del mundo y hacerme ser consciente de mí mismo al quedar separado, me expulsó de la idea de la inmanencia de todas las cosas, y esas cosas me incluían a mí, en las cuales había morado hasta entonces, más o menos en una bendita ignorancia. Antes yo tenía una casa, y ahora vivía a la intemperie, en el calvero, sin refugio a la vista. No sabía que ya nunca volvería a entrar a través de esa puerta cada vez más angosta.

Nunca supe cuál era mi situación con ella, ni qué clase de trato debía esperar que me prodigara, y eso era, sospecho, lo que en gran parte me atraía de ella, tal es la naturaleza quijotesca del amor. Un día que paseábamos por la playa, en la orilla del agua, buscando una concha especial de color rosa que necesitaba para hacerse un collar, de repente se detuvo y se volvió hacia mí, y, sin hacer caso de los bañistas que estaban en el agua ni de los que estaban de picnic en la arena, me agarró de la pechera de la camisa, me acercó a ella de un tirón y me besó con tanta fuerza que mi labio superior quedó aplastado contra mis incisivos y sentí el sabor de la sangre, y Myles, detrás de nosotros, soltó su risita en la garganta. Al cabo de un momento me apartó de ella con altivo desdén, al parecer, y siguió andando, ceñuda, su mirada, como antes, moviéndose escrutadora por la orilla, donde la arena blanda y apelmazada inhalaba con avidez la invasión de cada ola intrusa aspirándola con un suspiro. Miré ansioso a mi alrededor. ¿Y si mi madre hubiera estado allí, o la señora Grace, o Rose, incluso? Pero a Chloe no parecía importarle. Todavía recuerdo la granulosa sensación mientras la suave pulpa de nuestros labios era aplastada entre nuestros dientes.

Le gustaba lanzar desafíos, pero le irritaba que se los aceptaran. Una misteriosa mañana, temprano, con nubes de tormenta en el lejano horizonte y el mar plano y de un brillo agrisado, yo estaba de pie delante de ella, Sumergida en el agua templada hasta la cintura, y a punto de tirarme de cabeza y nadar entre sus piernas, si ella me lo permitía, cosa que a veces ocurría.

– Venga, rápido -me dijo apretando los ojos-, acabo de hacer un pipí.

No pude por menos que hacer lo que me pedía, un aspirante a caballerete como era yo. Pero cuando volví a salir a la superficie me dijo que yo era desagradable, y se metió en el agua hasta la barbilla y se alejó nadando.

Era propensa a desconcertantes arrebatos de violencia. Recuerdo una tarde de lluvia que estábamos solos en la sala de los Cedros. El aire era húmedo y gélido y nos rodeaba el triste olor a hollín y a cortinas de cretona de los días de lluvia. Chloe acababa de llegar de la cocina y se estaba acercando a la ventana y yo me levanté del sofá y me dirigí hacia ella, supongo que para intentar abrazarla. Inmediatamente, cuando me acercaba, se paró, levantó la mano, y formando un arco corto y rápido me soltó una bofetada en plena cara. Fue un golpe tan repentino, tan completo, que pareció la definición de algo pequeño, único y vital. Oí rebotar el eco en un rincón del techo. Nos quedamos un momento inmóviles, yo con la cara apartada, y ella dio un paso hacia atrás, y soltó una carcajada, y a continuación hizo un puchero mohíno y acabó de ir hacia la ventana, donde recogió algo de la mesa y lo miró con un ceño furioso.

Hubo un día, en la playa, en que le dio por meterse con un chaval de la ciudad. Era una tarde gris y borrascosa, hacia el final de las vacaciones, y ya flotaban en el aire levísimas notas de otoño, y estaba aburrida y de mal humor. El chaval de la ciudad era pálido, tembloroso, con un bañador negro que le estaba anchísimo, el pecho cóncavo y los pezones hinchados y descoloridos por el frío. Los tres lo acorralamos detrás de una escollera de cemento. Él era más alto que los gemelos, pero yo era aún más alto, y como estaba dispuesto a impresionar a mi chica, le solté un buen empujón y lo derribé contra la pared cubierta de cieno verde, y Chloe se plantó delante de él y en su tono más imperioso exigió saber su nombre y qué estaba haciendo allí. Él se acercó a ella lentamente, perplejo, incapaz de comprender, al parecer, por qué le habíamos elegido ni qué queríamos de él, cosa que, por supuesto, nosotros tampoco sabíamos.

– ¿Y bien? -gritó Chloe, las manos en las caderas y dando golpecitos con el pie en la arena. Él le sonrió vacilante, más avergonzado que amedrentado. Dijo, en un murmullo, que había venido a pasar el día, con su madre, en tren-. Oh, ¿así que tu mami, eh? -dijo Chloe con sorna, como si ésa fuera la señal para que Myles diera un paso al frente y le soltara un sopapo a un lado de la cabeza con la mano plana, lo que produjo un ¡toc! impresionantemente sonoro-. ¿Lo ves? -dijo Chloe con una voz chillona-. ¡Esto es lo que te pasa por hacerte el listillo con nosotros!