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– No estoy muy bien -dice-, y eso va a misa.

A la hora de comer ha comenzado a llevar bufanda. Se vuelve hacia su plato con aire apático y recibe cualquier intento de frivolidad con una mirada conmovedora y doliente que cae fatigosa con acompañamiento de un leve suspiro que es casi un lamento. ¿He descrito el fascinante cromatismo de su nariz? Cambia de tono con la hora del día y a la menor variación del tiempo, pasando de un pálido lavanda a borgoña y luego a un intensísimo morado imperial. ¿Es eso rinofima, me pregunto de repente? ¿Son éstas las famosas flores del ponche del doctor Thomson? La señorita Vavasour no se acaba de creer sus quejas, y me lanza una mirada sardónica a sus espaldas. Creo que cada vez pone menos interés en sus intentos de cortejarla. Con ese chaleco amarillo vivo que lleva, siempre con el botón de abajo puntillosamente desabrochado, y las puntas abiertas sobre su pequeña barriga, se le ve tan concentrado y circunspecto como esas estrafalarias y emplumadas aves macho, los pavos reales o los faisanes, que se pavonean con chulería a distancia, ansiosos porque les miren pero aparentando indiferencia, mientras la gallina de sosos colores picotea desinteresada la gravilla en busca de comida. La señorita V. esquiva sus tímidas y torpes atenciones con una mezcla de irritación y nerviosa incomodidad. Por las miradas ofendidas que él le lanza, conjeturo que anteriormente ella le dio pie a albergar esperanzas, que fueron inmediatamente barridas cuando yo llegué para ser testigo de su locura, y que ahora ella está enfadada consigo misma y deseosa de que yo me convenza de que lo que él podría haber tomado como coqueteo en realidad no era más que una muestra de la cortesía profesional de una casera.

A menudo, cuando ya no sé en qué ocupar el tiempo, me pongo a compilar las actividades diarias de la jornada típica del coronel. Se levanta temprano, porque no duerme bien, y mediante expresivos silencios y encogimientos de hombros con los labios apretados nos insinúa un caudal de pesadillas de campos de batalla que le provocarían insomnio a un narcoléptico, aunque tengo la impresión de que esos malos recuerdos que le acechan no proceden de las lejanas colonias sino de algún lugar más cercano a su ciudad natal, como por ejemplo los caminillos y las carreteras secundarias llenas de cráteres de South Armagh. [7] Desayuna solo, en una mesita situada en un rincón de la chimenea de la cocina -no, no recuerdo que hubiera ninguna chimenea-, pues la soledad es el estado en que prefiere compartir lo que denomina a menudo y de manera solemne la comida más importante del día. La señorita Vavasour se alegra de no importunarle, y le sirve sus lonchas de tocino, los huevos, y la morcilla en un sardónico silencio. El coronel guarda su propia provisión de condimentos, frascos sin etiquetar de viscosas sustancias marrones, rojas y verde oscuro, que distribuye sobre su comida con la meticulosidad de un alquimista. También hay un unto que se prepara él mismo, y que llama zambombazo, una pasta de color caqui en la que hay anchoas, curry en polvo, mucha pimienta y otras cosas inidentificables; curiosamente, huele a perro.

– Es lo mejor para limpiar la talega -dice.

Tardo un poco en comprender que esa talega de la que habla a menudo, aunque nunca en presencia de la señorita V., es el estómago e inmediaciones. Siempre está muy atento al estado de la talega.

Después del desayuno viene el paseo matinal, que emprende haga el tiempo que haga bajando por Station Road y siguiendo el camino del Acantilado, pasando por el Bar del Embarcadero, para regresar dando un rodeo por las casitas que hay junto al faro y la Gema, donde se para a comprar el periódico de la mañana y un paquete de los caramelos de menta que chupa todo el día, cuyo olor ligeramente repugnante invade toda la casa. Camina con un paso vivo que, estoy seguro, pretende hacer pasar por un porte militar, aunque la primera mañana que le vi ponerse en marcha observé con sorpresa que a cada paso su pie izquierdo describe una breve curva lateral, exactamente igual que mi padre, fallecido hace ya mucho. Durante las dos primeras semanas de mi estancia aquí, aún le traía a la señorita Vavasour, al volver de esas marchas, un pequeño obsequio, nada rebuscado, nada amariconado, un ramillete de hojas rojizas o unas ramillas, nada que no pueda presentarse meramente como un objeto de interés horticultural, que colocaba sin más comentarios sobre la mesa de la sala, junto a los guantes de jardinería de la señorita V. y su gran manojo de llaves. Ahora vuelve con las manos vacías, exceptuando su periódico y sus caramelos de menta. Es obra mía; mi llegada ha puesto fin a la ceremonia de los ramilletes.

El periódico le ocupa el resto de la mañana, lo lee de la primera a la última página, reuniendo información, sin que se le pase nada por alto. Se sienta junto al fuego de la chimenea del salón, donde el reloj que hay sobre la repisa marca un ritmo vacilante, geriátrico, y se detiene a la media y a los cuartos para emitir una campanada solitaria, enferma, metálica, pero cuando llega el momento de dar la hora mantiene lo que parece un silencio reivindicador. El coronel tiene su butaca, el cenicero de cristal para su pipa, su caja de cerillas Swan Vestas, su escabel, su revistero. ¿Se fija en esos broncíneos rayos de sol que cruzan los cristales emplomados del mirador, el ramo desecado de hortensias azul marino y de un suave marrón sangre que ocupa la parrilla de la chimenea, donde todavía no ha hecho falta encender el primer fuego de la estación? ¿Se ha dado cuenta de que el mundo que le relata el periódico ya no es el que conoció? A lo mejor, en estos días, todas sus energías, al igual que las mías, se dedican al esfuerzo de no fijarse en nada. Le he pillado santiguándose furtivamente cuando de la iglesia de piedra que hay en la calle de la Playa nos llega la llamada del ángelus.

A la hora de comer el coronel y yo nos las hemos de arreglar por nuestra cuenta, pues la señorita Vavasour se retira cada día a su habitación entre mediodía y las tres, para dormir, leer o trabajar en sus memorias, nada me sorprendería. El coronel es un rumiante. Se sienta a la mesa de la cocina en mangas de camisa y con un jersey sin mangas pasado de moda, masticando un sandwich mal hecho -un trozo masacrado de queso o un pedazo de fiambre entre dos topes para puerta untados con su pasta, o embadurnados de la salsa más picante de Colman, o a veces las dos cosas si le parece que necesita una buena sacudida-, e intenta entablar amagos de conversación conmigo, como un astuto comandante de campo que busca un saliente entre las defensas enemigas. Se atiene a los temas neutrales, el tiempo, deportes, carreras de caballos, aunque me asegura que no es de los que apuestan. A pesar de su retraimiento, su necesidad es patente: teme las tardes, esas horas vacías, al igual que yo temo las noches de insomnio. No acaba de calarme, le gustaría saber qué hago realmente aquí, yo, que podría estar en otra parte si quisiera, o eso cree él. ¿Quién, pudiendo permitirse ir al soleado Sur -«El sol es el único médico para los dolores y achaques», opina el coronel-, iría a los Cedros a llorar la muerte de alguien? No le he hablado de los viejos tiempos, de los Grace, de todo eso. Tampoco es que todo eso sea una explicación. Me levanto para marcharme -«Trabajo», digo solemnemente- y me lanza una mirada desesperada. Incluso mi silenciosa compañía es preferible a su habitación y a su radio.

Menciono fortuitamente a mi hija y reacciona con gran entusiasmo. Él también tiene una hija, casada, con un par de pequeñas, dice. Un día de éstos vendrán a visitarlo, la hija, el marido -que es ingeniero- y las niñas, que tienen siete y tres años. Tengo la premonición de que ahora me enseñará las fotos, y claro, saca la cartera de un bolsillo de atrás y ahí están, una joven coriácea con un gesto de insatisfacción que no se parece en nada al coronel, y una niña con un vestido de fiesta que por desgracia sí se parece. El yerno, sonriente en la playa con el bebé en brazos, es inesperadamente guapo, un tipo sureño de hombros anchos con un tupé engominado y ojos amoratados: ¿cómo consiguió pillar la ratonil señorita Blunden a un hombretón como ése? Otras vidas, otras vidas. De repente, no sé por qué, son demasiado para mí, la hija del coronel, su marido, sus hijas, y le devuelvo rápidamente las fotos, negando con la cabeza.

– Oh, lo siento, lo siento -dice el coronel, aclarándose la garganta avergonzado.

Cree que hablar de su familia despierta en mí recuerdos dolorosos, pero no es eso, o no sólo eso. Estos días debo tomar el mundo en dosis pequeñas y mesuradas, me estoy sometiendo a una especie de cura homeopática, aunque no estoy seguro de qué pretende arreglar esta cura. Quizá estoy aprendiendo a vivir otra vez entre los vivos. Practicando, quiero decir. Pero no, no es eso. Estar aquí no es más que una manera de no estar en otra parte.

La señorita Vavasour, tan diligente a la hora de cuidarnos en otros aspectos, se muestra caprichosa, por no decir displicente, en la cuestión no sólo del almuerzo, sino de las comidas en general, y la cena, especialmente, suele ser una impredecible refacción. Cualquier cosa puede aparecer sobre la mesa, y así es. Esta noche, por ejemplo, nos ha servido arenques ahumados con huevos escalfados y col hervida. El coronel, sorbiendo por la nariz, ha esgrimido ostentosamente sus frascos y los ha movido como si fuera un experto trilero. Ante estas mudas protestas por parte del coronel, la reacción de la señorita Vavasour es, invariablemente, de una aristocrática distracción que linda con el desdén. Después de los arenques nos ha servido peras de lata alojadas en el interior de una sustancia tibia, gris y arenosa que, si no me fallan los recuerdos de la infancia, creo que era semolina. Semolina, por favor. Mientras engullíamos esa pasta, sin más sonido que los golpes de la cuchara contra el plato, de repente me vi como una especie de cosa simiesca grande y morena hundida en esa silla, o no como una cosa, sino como nada, un agujero en la habitación, una ausencia palpable, una oscuridad visible. Fue muy extraño. Vi la escena como desde fuera de mí mismo, el comedor medio iluminado por dos lámparas corrientes, la fea mesa con las patas salomónicas, la señorita Vavasour mirando a ninguna parte y el coronel encorvado sobre su plato y mostrando un lado de su dentadura postiza superior mientras masticaba, y yo, esa forma grande, oscura y confusa, como la forma que, en una sesión de espiritismo, nadie ve hasta que no se revela el daguerrotipo. Creo que me estoy convirtiendo en mi propio fantasma.

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[7] Una de las zonas de Irlanda de Norte más castigadas por el conflicto anglo-irlandés. (N. del T.)