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Después de cenar la señorita Vavasour quita la mesa con unos pocos movimientos ampulosos y elegantes -es demasiado buena para estas tareas de poca monta-, mientras el coronel y yo nos quedamos sentados en una vaga angustia, escuchando cómo nuestros organismos hacen lo que pueden para afrontar los insultos a que acaban de ser sometidos. A continuación, de una manera solemne, la señorita V. encabeza la comitiva rumbo a la sala de televisión. Es una pieza triste, mal iluminada, que posee una atmósfera casi subterránea, y que siempre está húmeda y fría. También el mobiliario posee un aire subterráneo, al igual que las cosas que a lo largo de los años han acabado ahí tras haber habitado lugares más luminosos. Un sofá forrado de chintz se extiende como aterrado, abriendo los dos brazos y con los cojines hundidos. Hay una butaca tapizada a cuadros, y una mesita de tres patas con una planta polvorienta dentro de una maceta que creo es una aspidistra auténtica, una especie que no había visto desde hace no sé cuánto tiempo, si es que la había visto alguna vez. El piano vertical de la señorita Vavasour, la tapa cerrada, está apoyado contra la pared del fondo, como si apretara los labios, resentido con el llamativo rival que tiene delante, una poderosa Prixilate Panoramic de color gris plomo hacia la cual su propietaria muestra una mezcla de orgullo y recelo un tanto avergonzado. En ese aparato miramos las comedias, prefiriendo las más amables que se repiten desde hace veinte o treinta años. Nos sentamos en silencio, y el público enlatado ríe por nosotros. La temblorosa luz de colores que emana de la pantalla juega sobre nuestras caras. Estamos extasiados, absortos como niños. Esta noche había un programa sobre un lugar de África, la Planicie del Serengeti, creo, y sus grandes rebaños de elefantes. Qué animales tan asombrosos son, seguramente un vínculo directo con una época muy anterior a la nuestra, cuando bestias aún más grandes que ellos rugían y arrasaban la selva y los pantanos. Tienen un aire melancólico, aunque también se les ve como divertidos en secreto, como si nosotros les hiciéramos gracia. Deambulan plácidamente en fila india, la punta de la trompa de uno delicadamente enroscada en la risible cola de cerdo del primo que va delante. Los jóvenes, más peludos que sus mayores, trotan alegremente entre las patas de sus madres. Si uno se pusiera a buscar entre las criaturas de nuestro mundo, o al menos entre las que viven en tierra firme, cuál es la más opuesta a nosotros, seguramente nos daríamos cuenta de que son los elefantes. ¿Cómo hemos permitido que sobrevivieran tanto tiempo? Esos ojillos tristes y perspicaces parecen invitarte a coger un trabuco. Sí, a meterles una enorme bala ahí en medio, o dentro de una de esas absurdas orejotas lacias. Sí, sí, exterminad a todos los salvajes, cortad el árbol de la vida hasta que sólo quede el tocón, y luego, amorosamente, acuchilladlo también. Acabad con todo.

Puta, maldita puta, cómo has podido dejarme así, revolcándome en mi propia inmundicia, sin nadie que me salve de mí mismo. Cómo has podido.

Hablando de la sala de la televisión, de repente me doy cuenta, no entiendo cómo no se me ha ocurrido antes, de obvio que es, que lo que me recuerda, lo que me recuerda toda la casa, si a eso vamos, y que debe de ser la causa por la que, para empezar, vine aquí a esconderme, es a las habitaciones alquiladas que mi madre y yo habitamos, nos vimos obligados a habitar, a lo largo de mi adolescencia. Cuando mi padre se fue, mi madre se vio obligada a buscar trabajo para mantenernos y pagar mi educación, aunque ésta no fuera nada del otro mundo. Nos trasladamos a la gran ciudad, ella y yo, donde pensó que encontraría más oportunidades. No tenía ninguna preparación, había dejado la escuela pronto, y había trabajado poco tiempo de dependienta antes de conocer a mi padre y casarse con él para poder separarse de su familia, pero a pesar de todo estaba convencida de que en alguna parte la esperaba el puesto ideal, un trabajo de primera, el que ella y sólo ella podía llevar a cabo, pero, para su frustración, nunca lo encontró. De modo que rodamos de un lugar a otro, de pensión en pensión, llegando siempre a nuestras nuevas residencias entre la llovizna de una invernal tarde de domingo. Eran todas parecidas, esas habitaciones, o al menos lo son en mi recuerdo. Había una butaca con el brazo roto, el linóleo marcado de pústulas, la achaparrada cocina negra de gas, huraña en su rincón, oliendo aún a las frituras de los anteriores inquilinos. El retrete estaba al final del pasillo, con un asiento de madera astillada y una gran mancha de óxido marrón al fondo de la taza, y a la cadena le faltaba la anilla de tirar. El olor del pasillo era como el olor de mi aliento cuando respiraba una y otra vez dentro de mis manos ahuecadas para saber lo que sentiría alguien que se ahoga. La superficie de la mesa en la que comíamos tenía un tacto pegajoso por fuerte que mi madre la frotara. Después de tomar el té, mi madre quitaba la mesa y extendía el Evening Mail sobre la mesa, bajo el débil resplandor de una bombilla de sesenta vatios, y pasaba una horquilla por las columnas de ofertas laborales, dando un golpecito a cada oferta, y murmurando furiosa bajo la barba: «Imprescindible experiencia previa…, se piden referencias…, se exige título universitario… ¡Bufl» Luego estaba el grasiento mazo de cartas, las cerillas divididas en montoncitos iguales, el cenicero de hojalata rebosante de colillas, el cacao para mí y el vaso de jerez de cocinar para ella. Jugábamos al old maid, al gin rummy, a los corazones. Después había que desplegar el sofá cama y extender la sábana bajera de olor agrio, y la manta que colgaba vertical de un lugar del techo, a un lado de su cama, para que ella tuviera un poco de intimidad. Yo me echaba y me quedaba escuchando, en una cólera impotente, sus suspiros, sus ronquidos, las entrecortadas ventosidades que emitía. Me parecía que una noche sí y una no me despertaría y la oiría llorar, un nudillo apretado contra la boca y la cara enterrada en el almohadón. Rara vez mencionábamos a mi padre, a menos que se retrasara con el giro postal mensual. Mi madre era incapaz de pronunciar su nombre; era Gentleman Jim, o Su Señoría, o, cuando estaba hecha una furia o había bebido demasiado jerez, Phil el Flautista o incluso el Violinista Pedorro. Su idea era que mi padre estaba disfrutando de un gran éxito, por ahí, un éxito que cruelmente se negaba a compartir con nosotros, como debería haber hecho y merecíamos. Los sobres que traían los giros postales -nunca una carta, sólo una tarjeta por Navidad o por mi cumpleaños, inscrita en esa elaborada caligrafía de la que siempre había estado tan orgulloso- llevaban matasellos que incluso todavía, cuando estoy por ahí y los veo en algún poste indicador en las carreteras que con su trabajo ayudó a construir, me provocan unos sentimientos confusos entre los que hay una pegajosa tristeza, cólera o su secuela, una curiosa añoranza que es nostalgia, nostalgia de otro lugar en el que nunca he estado. Watford. Coventry. Stoke. Él también debió de conocer las deprimentes habitaciones, el linóleo en el suelo, la cocina de gas, los olores del pasillo. Luego llegó la última carta, enviada por una desconocida -¡Maureen Strange, así se llamaba!-, que anunciaba tengo que comunicarle una tristísima noticia. Las amargas lágrimas de mi madre fueron de rabia y de pena.

– ¿Quién es esta -gritó-, esta Maureen? -La hoja de papel, de bordes azules, le temblaba en la mano-. ¡Maldito sea -dijo a través de los dientes apretados-, maldito sea el cabrón!

En mi imaginación, lo veo por un instante, en el chalet, de hecho, de noche, regresando por la puerta abierta, en medio de la espesa luz amarilla de la lámpara de parafina, lanzándome una mirada extrañamente socarrona, casi sonriendo, una mancha de luz procedente de la lámpara le brilla en la frente, y a su espalda, más allá del vacío de la puerta, la oscuridad aterciopelada e insondable de la noche de verano.

Lo último, cuando las cadenas de televisión están a punto de sumirse en su programación nocturna, inaceptablemente chabacana, el televisor se apaga con contundencia y el coronel se toma una infusión que le prepara la señorita Vavasour. Me dice que odia ese brebaje -«¡Ojo, ni una palabra!»-, pero que no se atreve a rechazarlo. Ella insiste en que le ayudará a dormir; él está tristemente convencido de lo contrario, aunque no protesta, y apura la taza con una expresión de condenado a muerte. Una noche le convencí de que me acompañara al Bar del Embarcadero a tomar una copita, pero fue un error. Mi compañía le puso nervioso -no le culpo, yo también me puse nervioso- y estuvo jugueteando con su pipa y su jarra de cerveza negra, y continuamente apartaba el puño de la chaqueta para mirar el reloj. Los pocos habitantes del pueblo que había nos miraban ceñudos, y pronto nos marchamos y regresamos a los Cedros en silencio, bajo el tremendo cielo de estrellas de octubre, y la luna que vuela y las nubes deshilachadas. Casi todas las noches bebo hasta quedarme dormido, o lo intento, con media docena de vasos hasta el borde de una enorme botella del mejor Napoleón, que guardo en mi cuarto. Supongo que podría ofrecerle una copita, pero mejor que no. La idea de una charla con el coronel hasta altas horas de la madrugada sobre la vida y cuestiones semejantes no me seduce. La noche es larga y mi paciencia corta.