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– Rose -dijo en un tono traviesamente engatusador-, oh, Rose, ¿qué te pasa?

Rose, que de nuevo había vuelto la cara de manera resuelta hacia los campos que había a lo lejos, emitió un bufido líquido de no-risa.

– ¿Qué me pasa? -gritó, alzando la voz sobre la última palabra y desbordándola sobre sí misma-. ¿Qué me pasa?

Se sonó la nariz con indignación con el borde de un pañuelo, que ahora formaba una bola, y acabó con una sorbición de nariz que le sacudió el pelo. Incluso desde ese ángulo me di cuenta de que la señora Grace estaba sonriendo y mordiéndose el labio. Detrás de mí, a lo lejos, se oyó un silbido. El tren de la tarde procedente del pueblo, una locomotora negra mate y media docena de vagones verdes de madera, avanzaba a trompicones hacia nosotros a través de los campos como un juguete grande y enloquecido, expulsando anillos bulbosos de humo blanco y espeso. La señora Grace avanzó sin hacer ruido y con la punta del dedo tocó el hombro de Rose, pero ésta apartó el brazo en un gesto violento, como si el tacto la quemara. Una ráfaga de viento aplastó la camisa de la señora Grace contra su cuerpo y le marcó claramente los gruesos contornos de sus pechos.

– Oh, vamos, Rosie -dijo de nuevo en tono engatusador, y esta vez consiguió acercar una mano a la parte interior del codo de la chica, y con una serie de tirones suaves, la hizo volverse, aunque Rosie seguía rígida y reacia, y juntas echaron a andar bajo los árboles. Rose avanzaba trastabillando, hablando y hablando, mientras la señora Grace mantenía la cabeza gacha, como antes, y parecía incapaz de decir palabra; por su caída de hombros y por la manera en que arrastraba los pies sospeché que estaba reprimiendo el impulso de echarse a reír. De las trémulas palabras de Rose, que le salían a hipidos, capté amor y tonta y señor Grace, y de las respuestas de la señora Grace sólo un gritado ¿Carlo?, seguido de un chillido de incredulidad. De repente el tren había llegado, y el tronco que yo tenía entre las rodillas se puso a temblar; cuando la locomotora pasó, miré dentro de la cabina y vi claramente el blanco de un ojo que me miraba bajo una frente reluciente y ennegrecida de humo. Cuando me volví hacia ellas, las dos habían parado de andar y estaban cara a cara en medio de las altas hierbas, la señora Grace sonriendo con la mano en el hombro de Rose, y ésta, con las fosas nasales bordeadas de rosa, hurgando en sus ojos llorosos con los nudillos de ambas manos, y entonces el humo del tren me llegó violentamente a la cara y no vi nada, y cuando se disipó, las dos habían dado media vuelta y volvían a subir el sendero que llevaba a la casa.

Así que era eso. Rose estaba enamorada del padre de los niños que tenía a su cargo. Era la historia de siempre, aunque no sé cómo podía calificarla yo de «historia de siempre», siendo tan joven. ¿Qué pensé, qué sentí? Recuerdo con toda claridad el pañuelo abullonado en las manos de Rose y la filigrana azul de sus incipientes venas varicosas en la parte posterior de las pantorrillas desnudas y fuertes de la señora Grace. Y la locomotora a vapor, naturalmente, que se había detenido en la estación con un ruido metálico, y ahora borboteaba y jadeaba y lanzaba chorros de agua hirviente de sus partes inferiores fascinantemente intrincadas, como si esperara impaciente a volver a ponerse en marcha. ¿Qué son los seres vivos, comparados con la perdurable intensidad de los simples objetos?

Cuando Rose y la señora Grace hubieron desaparecido, me bajé del árbol, operación más difícil que subirse, y pasé en silencio por delante de la casa silenciosa e invisible y bajé la calle de la Estación en la lustrosa luz color peltre de la tarde vaciada. El tren había salido de la estación y ahora ya estaba en otra parte, en una parte completamente distinta.

Naturalmente, enseguida le conté a Chloe mi descubrimiento. Su reacción no fue en absoluto la que yo esperaba. Cierto que al principio pareció afectada, pero rápidamente asumió un aire escéptico, e incluso pareció irritada, quiero decir irritada conmigo, por habérselo contado. Desconcertante. Yo había supuesto que saludaría mi relato de la escena bajo los árboles con una risa de satisfacción, lo que a su vez me habría permitido tratar el asunto como una broma, y en lugar de eso ahora debía contemplarlo bajo una luz más seria y sombría. Una luz sombría, imaginaos. Pero ¿por qué una broma? ¿Porque la risa, para los jóvenes, es una fuerza neutralizadora y atenúa los terrores? Rose, aunque casi tenía el doble de edad que nosotros, seguía en este lado del abismo que nos separaba del mundo de los adultos. Ya era bastante horrible tener que pensar en ellos, los verdaderos adultos, sus aventurillas furtivas, pero la posibilidad de que Rose tonteara con un hombre de la edad de Carlo Grace -esa tripa, esa abultada entrepierna, ese pecho peludo con sus reflejos grises- era algo que apenas cabía en una sensibilidad tan delicada, tan inmadura como era aún la mía. ¿Le había declarado su amor al señor Grace? ¿Él le había correspondido? Las imágenes que pasaban ante mí de la pálida Rose reclinada en el tosco abrazo de su sátiro me excitaban y alarmaban en la misma medida. ¿Y qué pasaba con la señora Grace? Con qué calma había recibido la atropellada confesión de Rose, con qué despreocupación, divertida, incluso. ¿Por qué no había arañado los ojos de la chica con sus relucientes garras bermellonas?

Y luego estaban los amantes propiamente dichos. Cómo me maravillé ante la facilidad, la pura desfachatez con que habían disimulado todo lo que había entre ellos. La misma indiferencia de Carlo Grace me parecía ahora la marca de una mente criminal. ¿Quién, sino un seductor despiadado, se reiría de ese modo, y tomaría el pelo, y sacaría la barbilla y se rascaría rápidamente la barba entrecana que había debajo haciendo ese sonido rasposo con las uñas? El hecho de que en público no le prestara más atención a Rose del que le prestaba a cualquiera que se cruzara en su camino era sólo otra señal de su astucia y habilidad en el disimulo. Rose sólo tenía que entregarle el periódico, y él sólo tenía que cogérselo, para que a mi mirada atentamente vigilante le pareciera que estaba teniendo lugar un intercambio clandestino e indecente. La actitud amable y tímida de Rose cuando estaba en presencia de él era la de una monja deshonrada, ahora que yo conocía su vergüenza secreta, y en los rincones más profundos de mi imaginación veía las imágenes de la forma de ella, pálida y titilante, unida a él en toscas y borrosas cópulas, y oía los apagados gritos de él y los apagados gemidos de ella compartiendo el clandestino placer.

¿Qué le había impulsado a confesar, y a contárselo a su amada esposa, encima? ¿Y qué pensó la pobre Rosie la primera vez que sus ojos se posaron en el slogan que Myles garabateó con tiza en los postes de la verja y sobre el sendero que salía de ella -RV ama a CG-, con el acompañamiento del dibujo rudimentario de un torso femenino, dos círculos con puntos en el centro, dos curvas para los costados, y, debajo, un paréntesis que encerraba una breve raja vertical? Cómo debió de sonrojarse, oh, cómo debió de encenderse. Pensó que era Chloe, y no yo, quien de alguna manera lo había descubierto. De todos modos, por extraño que parezca, no fue Chloe quien vio incrementado su poder sobre Rose, sino al contrario, o eso pareció. El ojo de la institutriz tenía ahora una luz nueva y más acerada cuando caía sobre la chica, y ésta, para mi sorpresa y perplejidad, parecía amedrentada bajo esa mirada, actitud que nunca le había visto. Cuando pienso en ellas así, una con un destello en la mirada y la otra acobardada, no puedo sino imaginar que lo que ocurrió el día de la extraña marea fue, de alguna manera, consecuencia del desvelamiento de la pasión secreta de Rose. Después de todo, ¿por qué iba yo a ser menos susceptible que cualquier otro escritor de melodramas a la exigencia del relato de un hábil giro que lo concluya?

La marea se adentró en la playa hasta el pie de las dunas, como si el mar desbordara sus límites. En silencio contemplamos el firme avance del mar, sentados en fila, los tres, Chloe, Myles y yo, la espalda apoyada en las grises tablas descamadas de la cabaña en desuso del encargado del campo de golf, que estaba junto al primer tee. Habíamos estado nadando, pero habíamos tenido que salir, pues esa marea imparable, sin olas, lo hacía difícil, y también la manera calma y siniestra en que seguía avanzando. Todo el cielo era de un neblinoso blanco, y el sol un disco plano de oro pálido pegado allí en medio, inmóvil. Las gaviotas bajaban en picado, chillando. El aire estaba en calma. No obstante, recuerdo claramente cómo cada brizna de barrón -así se llamaban las plantas que sobresalían de la arena a nuestro alrededor- había inscrito un semicírculo perfecto delante de sí misma, lo que sugiere que soplaba viento, o al menos brisa. Quizá eso fue otro día, el día en que observé que la hierba marcaba la arena de ese modo.