Nos los quedamos mirando, Rose y yo, ella apretando contra sí las cosas que acababa de recoger, y yo tan sólo allí de pie, no sé en qué estaba pensando, no recuerdo que pensara nada. Hay veces así, no muchas, en las que la mente simplemente se vacía. Ahora ya estaban lejos, los dos, tanto que ya no eran más que dos pálidos puntitos entre el cielo pálido y el mar más pálido, y luego los dos puntitos desaparecieron. Después de eso todo acabó muy rápidamente, me refiero a lo que pudimos ver. Una salpicadura, un poco de agua blanca, más blanca que toda la que nos rodeaba, y luego nada, el mundo indiferente envolviéndolo todo.
Hubo un grito, y Rose y yo nos volvimos para ver a un hombre grande de cara roja, con el pelo gris y muy corto, que bajaba las dunas hacia nosotros, levantando mucho las rodillas con aire aturullado a través de la arena resbaladiza con una prisa cómica. Llevaba una camisa amarilla y unos pantalones caquis y zapatos de dos tonos y blandía un palo de golf. Puede que lo de los zapatos me lo haya inventado. No obstante estoy seguro de lo del guante que llevaba en la mano derecha, la que sujetaba el palo de golf; eran de color marrón claro, sin dedos, y el dorso era todo agujeritos, no sé por qué me llamó especialmente la atención. No dejaba de gritar que alguien debería ir a buscar a los guardias. Parecía en extremo furioso, y gesticulaba con el palo en el aire como un guerrero zulú agitando su clava. ¿Zulús, clavas? Quizá quiera decir azagaya. Su caddy, mientras tanto, en lo alto del montículo, un mequetrefe demacrado y sin edad, enfundado en una chaqueta de tweed abrochada hasta arriba, contemplaba la escena que transcurría a sus pies con una expresión sardónica, apoyado despreocupadamente sobre la bolsa de golf con los tobillos cruzados. Junto a él apareció un joven musculoso con un ajustado bañador azul, no sé de dónde salió, pareció materializarse del aire, y sin más preámbulos se sumergió en el mar y nadó rápidamente, con brazadas rígidas y expertas. En ese momento Rose caminaba arriba y abajo por la orilla, tres pasos hacia un lado, parada, giro, tres paso al otro lado, parada, giro, como la pobre demente Ariadna a la orilla de Naxos, [13] todavía apretando contra el pecho la toalla, el libro y el gorro de baño. Al cabo de un rato regresó el aspirante a salvavidas, y avanzó hacia nosotros a grandes zancadas, saliendo del mar sin olas con esa entorpecida chulería del nadador, negando con la cabeza y resoplando. Era imposible, dijo, era imposible. Rose soltó un grito, una especie de sollozo, y negó rápidamente con la cabeza, y el jugador de golf la fulminó con la mirada. Entonces todos menguaron a mi espalda, pues yo estaba corriendo, intentando correr, a lo largo de la playa, en dirección a la calle de la Estación y los Cedros. ¿Por qué no atajé, a través de los jardines del Hotel Golf, hasta la carretera, donde caminar habría sido mucho más fácil?
Pero yo no quería que caminar fuera más fácil. No quería llegar allí donde iba. A menudo, en mis sueños, regreso allí de nuevo, caminando dificultosamente por esa arena que cada vez opone más resistencia, hasta el punto que parece que mis pies están hechos de una pasta informe y quebradiza. ¿Qué sentía? Sobre todo, creo, una especie de sobrecogimiento, sobrecogimiento ante mí mismo, es decir, por haber conocido a dos criaturas vivas que, de manera repentina y asombrosa, ahora estaban muertas. Pero ¿creía yo que estuvieran muertas? En mi mente estaban suspendidas en medio de un enorme espacio luminoso, verticales, los brazos entrelazados y los ojos muy abiertos, mirando gravemente delante de ellas hacia unas ilimitables profundidades de luz.
Ahí estaba por fin la verja verde de hierro, el coche en la gravilla, y la puerta principal, completamente abierta como casi siempre. En la casa todo estaba tranquilo y silencioso. Me movía por las habitaciones como si fuera un ser de aire, un espíritu flotante, un Ariel liberado y desconcertado. Me encontré a la señora Grace en la sala. Se volvió hacia mí, se llevó una mano a la boca, la luz lechosa de la tarde a su espalda. Todo es silencio, a excepción del amodorrado zumbido del verano que llega de fuera. En ese momento Carlo Grace entró diciendo:
– Maldita sea, parece que… -Y se interrumpió, y nos quedamos en silencio, por fin, los tres.
¿Era eso lo que había que hacer?
De noche, y todo tan callado, como si no hubiera nadie, ni siquiera yo. No puedo oír el mar, que en otras noches ruge y gruñe, ahora cercano y estruendoso, ahora lejano y tenue. No quiero estar solo así. ¿Por qué no te me has aparecido como un fantasma? Es lo menos que esperaba de ti. ¿Por qué este silencio día tras día, noche tras interminable noche? Es como una niebla, este silencio tuyo. Primero fue una mancha en el horizonte, al minuto siguiente estábamos en medio de ella, cegatos y trastabillando, agarrándonos mutuamente. Empezó el día después de la visita al señor Todd, cuando salimos de la clínica para ir a parar al aparcamiento desierto, todas aquellas máquinas perfectamente allí alineadas, tersas como marsopas y sin emitir ningún ruido, y ni la menor señal de la joven ni del ruido de sus tacones altos. Luego nuestra casa conmocionada en su propio silencio, y poco después los silenciosos pasillos de los hospitales, los pabellones insonoros, las salas de espera, y luego la última habitación de todas. Mándame tu fantasma. Atorméntame, si quieres. Entrechoca tus cadenas, arrastra tu sudario por el suelo, aplícate como una banshee, [14] lo que sea. Me gustaría tener un fantasma.
Dónde está mi botella. Necesito mi botella de bebé crecidito. Mi calmante.
La señorita Vavasour me lanza una mirada de compasión. Me estremezco bajo su mirada. Conoce las preguntas que quiero formularle, las preguntas que me muero por expresar desde que vine aquí sin haber tenido el valor de decirlas. Esta mañana, cuando me vio formularlas de nuevo en silencio, negó con la cabeza, casi con amabilidad.
– No puedo ayudarle -dijo, sonriendo-. Ya debe saberlo.
¿Qué quiere decir con debe? Sé tan poco de todo. Estamos en la sala, sentados en el mirador, como tantas otras veces. Fuera el día es frío y luminoso, el primer día realmente invernal que hemos tenido. Todo esto en el presente histórico. La señorita Vavasour está zurciendo lo que me parece, de manera sospechosa, uno de los calcetines del coronel. Tiene un utensilio de madera en forma de gran champiñón sobre el que extiende el talón para zurcir el agujero que hay en él. Me parece relajante observarla llevar a cabo esta tarea intemporal. Necesito descanso. Es como si tuviera la cabeza llena de algodón húmedo, y hay un sabor ácido a vómito en mi boca del que no pueden librarme ni todas las tazas de té lechoso ni todas las mojadas de tostada finamente cortada de la señorita Vavasour. Además, tengo un morado en la sien que me palpita. Me siento delante de la señorita avergonzado y contrito. Más que nunca me siento como un delincuente juvenil.
Pero menudo día fue ayer, menuda noche, y, ¡cielos!, menuda mañana después. Todo comenzó de manera bastante prometedora. Resultó que, irónicamente, era la hija del coronel quien se suponía que tenía que venir, junto con Hubby y los niños. El coronel intentó aparentar indiferencia, haciéndose el gruñón -«¡Esto va a ser una invasión!»-, pero a la hora del desayuno las manos le temblaban tanto de la emoción que dejó la mesa trémula y las tazas repiqueteando contra los platillos. La señorita Vavasour insistió en que la hija y la familia del coronel se quedaran a comer, que prepararía pollo, y le preguntó qué tipo de helado les gustaba a los niños.
– Oh, vamos -vociferó el coronel-, ¡de verdad, no es necesario!
Sin embargo, era evidente que estaba profundamente emocionado, y por un momento se le humedecieron los ojos. Me moría de ganas de ver por fin a su hija y al machote de su marido. Empero, la perspectiva de los niños me intimidaba un poco; me temo que, en general, los niños hacen aflorar al Gilles de Rais [15] que hay en mí.
La visita debía llegar a mediodía, pero sonó la campana de las doce, y llegó y pasó la hora de comer, y ningún coche se paró en la verja, ni se oyeron los gritos de alborozo de los Pequeños. El coronel caminaba arriba y abajo, una muñeca atrapada en la otra mano a su espalda, o se colocaba detrás de la ventana, el hocico hacia fuera, y sacaba uno de los puños de la manga y se llevaba un brazo a la altura del ojo y miraba con reproche el reloj. La señorita Vavasour y yo estábamos sobre ascuas, no nos atrevíamos a hablar. El aroma a pollo asado en la casa parecía una pulla despiadada. Era ya plena tarde cuando sonó el teléfono del vestíbulo, sobresaltándonos a todos. El coronel colocó la oreja en el auricular como un sacerdote desesperado en el confesionario. El diálogo fue breve. Procuramos no oír lo que decía. Entró en la cocina y se aclaró la garganta.
– El coche -dijo sin mirar a nadie-. Se ha estropeado. -Estaba claro que le habían mentido, o que nos mentía a nosotros. Se volvió hacia la señorita Vavasour con una sonrisa desolada-. Siento lo del pollo -dijo.
[13] Cuando Teseo fue a Creta para dar muerte al Minotauro, Ariadna se enamoró de él y le dio el famoso hilo, gracias al cual encontró la salida del laberinto. Teseo se llevó a la muchacha, pero, según la tradición más común, la abandonó, dormida, en la isla de Naxos, donde la encontró el dios Dioniso y la hizo su esposa. Richard Strauss recrea el episodio en su breve ópera
[14] En la mitología irlandesa, un ser sobrenatural que gime bajo las ventanas de las casas donde alguien va a morir.
[15] Gilles de Rais, que en 1428 pasó a ser el mariscal de Rais, procedía de una de las más nobles, ricas e influyentes familias de la sociedad feudal de la época. Se le atribuyen numerosas violaciones y asesinatos de niños, que llevó a cabo con total impunidad. Bataille lo hizo entrar en la Historia del Mal al dedicarle su libro