Le animé a salir a tomar una copa conmigo, pero se negó. Dijo que se sentía un poco cansado, que de repente tenía un poco de dolor de cabeza. Se fue a su habitación. Qué pesados sonaron sus pasos en la escalera, con qué suavidad cerró la puerta de su dormitorio.
– Vaya por Dios -dijo la señorita Vavasour.
Me fui solo al Bar del Embarcadero y cogí una castaña. No era mi intención, pero la cogí. Era una de esas tardes de otoño de sonido lastimero, veteadas de los rayos del último sol del día, que parecen el recuerdo de lo que, en algún momento del remoto pasado, hubiera sido el resplandor de mediodía. Horas antes la lluvia había dejado en la carretera charcos que eran más pálidos que el cielo, como si el final del día muriera en ellos. Hacía viento y los faldones de mi abrigo me revoloteaban por las piernas como si fueran mis Pequeños, suplicándole a su papá que no fuera al pub. Pero fui. El Bar del Embarcadero es un local tristón presidido por un enorme televisor que está a la altura del de la señorita V. Panorámico, permanentemente en marcha pero sin sonido. El dueño del bar es un tipo lento, gordo y fofo, de pocas palabras. Tiene un nombre peculiar, que ahora no recuerdo. Bebí coñacs dobles. Algunos momentos de la tarde permanecen en mi memoria, vagamente luminosos, como postes de luz en la niebla. Recuerdo que provoqué una discusión, o dejé que me provocaran, con un viejo del bar, y que alguien mucho más joven, su hijo, quizá, o su nieto, me reprendió, y que le empujé y amenazó con llamar a la policía. Cuando el dueño intervino -Barragry, ése es su nombre-, también intenté empujarle, embistiéndole desde el otro lado de la barra con un grito ronco. La verdad es que yo no soy así, no sé qué me pasó, quiero decir, aparte de lo que me pasa normalmente. Al final me calmaron y me retiré malhumorado a una mesa del rincón, bajo el televisor mudo, donde me senté farfullando para mí y suspirando. Esos suspiros ebrios, burbujeantes y trémulos, cómo llegan a parecerse a los sollozos. La última luz de la tarde, lo que pude ver de ella a través del cuarto superior sin pintar de la ventana del pub, era de un furioso tono marrón-morado que me pareció conmovedor y perturbador, es el mismísimo color del invierno. No es que yo tenga nada contra el invierno, de hecho, es mi estación favorita, junto con el otoño, pero ese año, el resplandor de noviembre parecía un presagio de algo más que el invierno, y mi estado de ánimo era de amarga melancolía. Con la intención de aliviar la pesadumbre de mi corazón pedí más coñac, pero Barragry me lo negó, con buen tino, como ahora reconozco, y salí violentamente del local con furiosa indignación, o intenté salir violentamente, pero lo cierto es que me tambaleé, y regresé a los Cedros y a mi propia botella, que cariñosamente he apodado el Pequeño Cabo. Por las escaleras me encontré al coronel Blunden y charlé un rato con él, no sé exactamente de qué. Ya era de noche, pero en lugar de quedarme en mi habitación y meterme en la cama me coloqué la botella bajo el abrigo y volví a salir. De lo que pasó después de eso sólo guardo intermitencias de recuerdos irregulares y mal iluminadas. Recuerdo que estaba de pie al viento, bajo el brillo tembloroso de una farola, esperando alguna revelación trascendental y general, y que de pronto perdí interés en ella antes de que llegara. Luego me encontré en la playa, en la oscuridad, sentado en la arena con las piernas asomando delante de mí y la botella de coñac, vacía ahora o casi, acunada en mi regazo. Parecía haber luces en el mar, a gran distancia de la costa, que cabeceaban y se mecían, como las luces de una flota pesquera, pero debo de habérmelo imaginado, pues no hay barcos de pesca en esas aguas. A pesar del abrigo tenía frío, pues su grosor no era suficiente para proteger mis partes traseras de la gélida humedad de la arena en la que estaba sentado. Sin embargo no fueron la humedad y el frío lo que me hizo esforzarme para ponerme en pie, sino la determinación de acercarme a esas luces e investigarlas; puede que incluso se me pasara por la cabeza meterme en el mar y nadar hasta llegar junto a ellas. Fue al borde del agua, de todos modos, donde perdí pie, caí y me golpeé la sien con una piedra. Me quedé allí echado no sé cuánto tiempo, perdiendo y ganando el conocimiento, incapaz o sin ganas de moverme. Fue una suerte que la marea estuviera en reflujo. No me dolía, ni siquiera estaba muy afectado. De hecho, me parecía bastante natural estar despatarrado allí, en la oscuridad, bajo un cielo tempestuoso, observando la tenue fosforescencia de las olas mientras avanzaban con entusiasmo sólo para volver a retirarse, como una bandada de ratones inquisitivos y timoratos, y el Pequeño Cabo, al parecer tan borracho como yo, rodaba arriba y bajo sobre la playa de guijarros, con un chirrido, y oyendo el viento sobre mi cabeza soplar a través de los invisibles huecos y embudos del aire. Debí de quedarme dormido, o puede que incluso me desmayara, pues no me acuerdo de que el coronel me encontrara, aunque él insiste en que yo le hablé de manera bastante sensata, y le permití que me ayudara a levantarme y me llevara de vuelta a los Cedros. Es lo que debió de ocurrir, me refiero a que yo debía de estar un tanto consciente, pues seguramente él no habría tenido fuerzas para ponerme en pie sin ayuda, y mucho menos para transportarme desde la playa hasta la puerta de mi dormitorio, llevándome a la espalda, ni tampoco para arrastrarme de los talones. Pero ¿cómo supo dónde encontrarme? Parece ser que en nuestro coloquio en las escaleras, aunque coloquio no sea la palabra, pues según él prácticamente sólo hablé yo, comenté largo y tendido el hecho bien conocido, bien conocido y un hecho según yo, de que ahogarse es la muerte más apacible, y cuando a última hora comprendió que no me había oído regresar, y temiendo que pudiera estar ebrio e intentara acabar con mi vida, decidió que debía ir a buscarme. Estuvo explorando la playa largo rato, y estaba a punto de abandonar la búsqueda cuando el reflejo de la luna o de alguna estrella cayó sobre mi silueta, supina sobre ese litoral de guijarros. Cuando tras muchas eses y muchas pausas en las que me explayé sobre numerosos temas, llegamos por fin a los Cedros, él me ayudó a subir las escaleras y me llevó a mi habitación. De todo esto sólo sé lo que él me contó, pues, como he dicho, de ese titubeante anábasis no recuerdo nada. Posteriormente, cuando ya estaba en mi habitación, me oyó vomitar con gran estrépito -no sobre la alfombra, sino por la ventana, al patio trasero, me tranquiliza decir-, y luego al parecer me derrumbé pesadamente, por lo que decidió entrar en mi habitación, y ahí me descubrió por segunda vez esa noche, hecho un guiñapo, como suele decirse, al pie de la cama, inconsciente y, eso juzgó, urgentemente necesitado de atención médica.
Me desperté a una hora temprana de la mañana aún oscura, en una extraña y turbadora escena que al principio creí una alucinación. El coronel estaba allí, de punta en blanco como siempre, de tweed y sarga de caballería -no se había acostado-, paseando ceñudo por la habitación, y también, algo mucho más inverosímil, estaba la señorita Vavasour, quien, resultó, también había oído, o más probablemente sentido en los huesos de la vieja casa, el estrépito que causé al desplomarme tras el episodio de vómito en la ventana. Llevaba su batín japonés, y el pelo recogido bajo una de esas redecillas que no había visto desde que era pequeño. Estaba sentada en una silla, un poco apartada de mí, contra la pared, de lado, en la misma posición que la madre de Whistler, las manos entrelazadas en el regazo y la cara gacha, de modo que las cuencas de sus ojos parecían dos pozos de vacía negrura. Una lamparita, que yo pensé que era una vela, estaba encendida en una mesa a su lado, derramando un tenue globo de luz sobre la escena, que en su conjunto -una composición en círculo, tenuemente iluminada, de mujer sentada y hombre que pasea-, podría haber sido un estudio nocturno de Gericault o De la Tour. Perplejo, y abandonando todo esfuerzo por comprender lo que sucedía ni por qué esos dos estaban ahí, volví a quedarme dormido, o volví a desmayarme.
A mi siguiente despertar las cortinas estaban abiertas y era pleno día. La habitación tenía un aspecto castigado, como avergonzado, pensé, y todo estaba pálido y sin rasgos, como la cara matinal sin maquillar de una mujer. Fuera, un cielo uniformemente blanco estaba inmóvil y enfurruñado, aparentemente a no más de un metro o dos de altura por encima del tejado de la casa. Vagamente, los sucesos de la noche regresaron lentamente, para mi vergüenza, a mi confusa conciencia. A mi alrededor la ropa de cama estaba retorcida y zarandeada como después de una orgía, y había un fuerte olor a vómito. Levanté una mano y una punzada de dolor me atravesó la cabeza cuando mis dedos encontraron la pulposa hinchazón de mi sien, allí donde había golpeado contra la piedra. Fue sólo entonces, con un sobresalto que hizo crujir la cama, cuando me fijé en el joven que estaba sentado en mi silla, inclinado hacia delante, con los brazos cruzados sobre el escritorio, que leía un libro abierto sobre la carpeta de cuero encima de la que escribo. Llevaba gafas de montura de acero y tenía la frente alta, de un pelo ralo de color inconcreto. Sus ropas tampoco tenían ningún rasgo especial, aunque la impresión general que me producían era de pana gastada. Al oír que me movía levantó sin prisa los ojos de la página, volvió la cabeza hacia mí y me miró, bastante tranquilo, e incluso sonrió, aunque sin alegría, y me preguntó cómo me sentía. Estupefacto -seguramente ésta es la palabra-, me esforcé por incorporarme, lo que pareció bambolearme, como si el colchón estuviera lleno de algún líquido espeso y viscoso, y le lancé lo que pretendía ser una mirada imperiosamente interrogativa. No obstante, él siguió mirándome con calma, sin inmutarse. El médico, dijo, haciendo que sonara como si no hubiera ninguno más en el mundo, había venido a verme antes, mientras había perdido el sentido -creo que dijo perdido el sentido, pero sólo entendí claramente perdido, y por un momento me pregunté, de manera alocada, si no habría estado de nuevo en la playa, sin darme cuenta-, y había dicho que al parecer yo sufría una conmoción cerebral combinada con una fuerte pero temporal intoxicación etílica. ¿Al parecer? ¿Al parecer?