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Con qué ferocidad sopla hoy el viento, golpeando con sus grandes puños suaves e ineficaces los cristales de la ventana. Es la clase de tiempo otoñal, tempestuoso y despejado, que siempre me ha encantado. El otoño me parece estimulante, al igual que se supone que la primavera lo es para los demás. El otoño es época de trabajar, en eso coincido con Pushkin. Oh, sí, Alexander y yo, los dos octubristas. Pero una renitencia general se ha apoderado de mí, algo de lo más antipushkiano, y no puedo trabajar. Pero no me levanto de la mesa, y muevo los párrafos como las fichas de un juego cuyas reglas he olvidado. La mesa es pequeña y alargada y tiene adosada un saliente muy poco de fiar; la señorita V. me la subió aquí en persona y me la presentó con cierta tímida intencionalidad. Cruje, mesita de madera, cruje. También está mi silla giratoria de capitán de barco, igual que la que tuve en algunos lugares alquilados en los que vivimos hace años, Anna y yo, incluso gruñe de la misma manera cuando me reclino hacia atrás. La obra en la que estoy supuestamente enfrascado es una monografía sobre Bonnard, un proyecto modesto en el que llevo atascado más años de los que puedo contar. Le considero un grandísimo pintor, y ya hace tiempo que comprendí que no tengo nada original que decir de él. Novias-en-el-baño, solía llamarlo Anna, con una risa socarrona. Bonnard, Bonn’art, Bon’nargue. No, no puedo seguir creando, sólo garabatear como ahora.

En cualquier caso, a lo que hago tampoco lo llamaría crear. Crear es un término demasiado grande, demasiado serio. Los creadores crean. Los grandes crean. En cuanto a los que somos medianías, no existe palabra que resulte lo bastante modesta para describir lo que hacemos y cómo lo hacemos. No acepto diletancia. Los diletantes son los aficionados, mientras que nosotros, la clase o género de la que hablo, no somos nada si no somos profesionales. Fabricantes de papel pintado como Vuillard y Maurice Denis fueron tan diligentes -he aquí otra palabras clave-como su amigo Bonnard, pero la diligencia no es nunca suficiente. No somos gandules, no somos holgazanes. De hecho, somos frenéticamente enérgicos, a espasmos, pero estamos libres, fatalmente libres, de lo que podría denominarse la maldición de la perpetuación. Acabamos las cosas, mientras que para el creador de verdad, como el poeta Valéry, creo que fue él, afirmó, la obra nunca se acaba, sino que se abandona. Una hermosa viñeta del Musée du Luxemburg nos muestra a Bonnard con un amigo, era Vuillard, desde luego, si no me equivoco, al que manda distraer al guarda del museo mientras él abre su caja de pinturas y retoca un fragmento de un cuadro suyo que lleva años colgado allí. Los auténticos trabajadores mueren todos en medio de una zozobrosa frustración. ¡Tanto que hacer, tanto que queda sin hacer!

Au. De nuevo ese escozor. No puedo evitar preguntarme si es el presagio de algo serio. Las primeras señales de lo de Anna fueron de lo más sutiles. Este último año me he vuelto todo un experto en cuestiones médicas, y no es para sorprenderse. Por ejemplo, sé que el hormigueo en las extremidades es uno de los primeros síntomas de esclerosis múltiple. La sensación que tengo es de hormigueo, sólo que más aguda. Es una quemadura, o una serie de quemaduras, en el brazo, o en la nuca, o incluso una vez, de manera memorable, en la parte superior del nudillo del dedo gordo del pie derecho, que me hizo ponerme a saltar sobre una pierna por la habitación entre lastimeros mugidos de pesar. El dolor, o pinchazo, aunque breve, es a menudo intenso. Es como si me sometieran a una prueba de signos vitales; de signos de percepción; de signos de vida.

Anna solía reírse de mi actitud hipocondríaca. Doctor Max, me llamaba. ¿Cómo está hoy el doctor Max, no se encuentra muy bien? Tenía razón, desde luego, siempre he sido un quejica, montando un número a la menor punzada o dolor.

Ahí está ese petirrojo, cada tarde llega volando de alguna parte y se posa en el acebo que hay junto al cobertizo del jardín. Observo que es aficionado a hacer las cosas de tres en tres, saltar de una ramilla superior a otra inferior y luego a otra inferior, donde se detiene y silba tres veces su nota aguda y enérgica. Todas las criaturas tienen sus hábitos. Del otro lado del jardín el gato picazo del vecino se acerca como una pantera, sigiloso, sin hacer ruido. Vigila, pajarito. Habría que cortar la hierba, una vez más será suficiente, por este año. Debería ofrecerme voluntario. Lo pienso y enseguida lo hago, en mangas de camisa y con unos pantalones arrugados, trastabillando tras la segadora empapado en sudor, con tallos de hierba en la boca y las moscas zumbando a mi alrededor. Es curioso lo a menudo que me veo estos días como de lejos, como si fuera otra persona y haciendo cosas que sólo otra persona haría. Cortar el césped, desde luego. El cobertizo, aunque en ruinas, es realmente bonito si lo miras con buenos ojos, el viento y la lluvia han dejado la madera de un gris plateado y sedoso, como el asa de un utensilio gastado, un azadón, pongamos, o una fiel hacha. El viejo Novias-en-el-baño habría captado exactamente la textura, el sereno matiz, el brillo. Duuud diiid dii.

Claire, mi hija, me ha escrito para preguntarme cómo me va. Nada bien, lamento decir, mi inteligente Clarinda, nada bien. No me llama porque le he advertido que no pienso contestar ninguna llamada, ni siquiera las suyas. Tampoco es que haya ninguna llamada, pues sólo ella sabe adonde me he ido. Qué edad tiene ahora, veinteyalgo, no estoy seguro. Es muy inteligente, bastante intelectual. Aunque no guapa, eso lo admití hace mucho tiempo. No puedo fingir que no sea una decepción, pues esperaba que fuera otra Anna. Es demasiado alta y recia, tiene el pelo color ladrillo, áspero e indomable, y le cruza toda la cara, llena de pecas, de una manera que no le favorece nada, y cuando sonríe exhibe la encía de arriba, reluciente y de un rosa blanquecino. Con esas piernas ahusadas y ese gran culo, ese pelo, y sobre todo el cuello tan largo -eso al menos lo heredó de su madre-, siempre me hace pensar, un tanto abochornado, en el dibujo de Alicia de Tenniel cuando ésta le da un mordisquito a la seta mágica. No obstante, mi hija es valiente y saca todo el provecho que puede de ella y del mundo. Tiene esa actitud compungida, tristemente humorística y patosa que es común a tantas chicas poco agraciadas. Si fuera a aparecer aquí ahora, entraría majestuosamente y se desplomaría en el sofá y entrelazaría las manos entre las rodillas lo más abajo posible hasta el punto de que los nudillos casi tocarían el suelo, frunciría los labios e hincharía las mejillas y diría ¡Puaj! e iniciaría una letanía de cómicas desgracias que le han ocurrido desde la última vez que nos vimos. Querida Clare, mi dulce niña.

Me acompañó cuando bajé a Ballyless por primera vez, después de ese sueño, el sueño en el que volvía a casa andando por la nieve. Creo que le preocupaba que se me hubiera pasado por la cabeza ahogarme. No debe de saber que soy un cobarde. La excursión hasta Ballyless me recordó los viejos tiempos, pues a ella y a mí nos encantaban las excursiones. Cuando ella era niña y no podía dormir por las noches -desde el principio padeció insomnio, igual que su papá-, le envolvía en una manta y la metía en el coche y conducía por la carretera de la costa durante millas junto al mar a oscuras, canturreándole todas las canciones de las que me sabía la letra, lo que, lejos de darle sueño, le hacía dar palmas con un placer no del todo irrisorio y gritar pidiendo más. Una vez, tiempo después, nos fuimos juntos de vacaciones en coche, los dos solos, pero fue un error, por entonces ella era una adolescente y rápidamente se aburrió de las viñas, los castillos y mi compañía, y me estuvo dando la lata de manera estridente y sin interrupción, hasta que cedí y la llevé a casa antes de lo previsto. La excursión a Ballyless no resultó mucho mejor. Era un día de otoño suntuoso, oh, realmente suntuoso, todos los cobres y oros bizantinos bajo un cielo Tiepolo de azul esmaltado, la campiña toda petrificada y vítrea, más que ella misma parecía su propio reflejo en la quieta superficie de un lago. Era un día de esos en los que, últimamente, el sol es para mí el grueso ojo del mundo que me mira con sumo deleite mientras yo me retuerzo en mi tristeza. Claire llevaba un gran abrigo de ante color pardo que en el calor del coche emitía un hedor leve pero inconfundiblemente a carne que me incomodaba, aunque no me quejé. Siempre he padecido lo que creo debe de ser una sensibilidad demasiado aguda a los aromas que emanan de la concurrencia humana. O quizá padecer no sea la palabra adecuada. Me gusta, por ejemplo, el olor marronoso del pelo de las mujeres cuando reclama un lavado.

Mi hija, una solterona maniática -ay, estoy convencido de que nunca se casará-, generalmente no huele a nada, al menos que yo haya notado. Ésta es otra de las numerosas cualidades que la diferencian de su madre, cuyo hedor a animal, para mí la fragancia a estofado de la vida misma, y que ni el perfume más fuerte podía disimular, fue lo primero que me atrajo de ella, hace tantos años. Ahora, misteriosamente, en mis manos hay trazas del mismo olor, su olor, no puedo librarme de él, por mucho que me las retuerza. En sus últimos meses olía, en sus mejores momentos, a la farmacopea.

Cuando llegamos me maravilló que hubiera muchas cosas del pueblo que yo recordaba que siguieran allí, aunque sólo fuera para los ojos que supieran dónde mirar, es decir, los míos. Era como encontrar una antiguo amor tras cuyos rasgos abotargados por la edad aún se pueden discernir claramente los delicados rasgos que un antiguo yo amó tanto. Pasamos junto a la desierta estación de tren y llegamos como un bólido al pequeño puente -¡todavía intacto, todavía en su sitio!-, y mi estómago, al llegar a lo alto, hizo esa recordada y repentina subida y bajada, y ahí estaba todo delante de mí, la carretera de la colina, y la playa al fondo, y el mar. No me detuve en la casa, sino que apenas disminuí la velocidad al pasar por delante. Hay momentos en que el pasado posee una fuerza tan poderosa que parece que podría aniquilarte.