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Donop, que había leído todo lo que los antiguos, desde los tiempos de Aristóteles, consignaran en sus libros, no se cansaba nunca durante estas excursiones de explicar en qué gran medida el paisaje español se ajustaba aún a las descripciones hechas por el romano Lucano en su relato del viaje de Catón a Utica. A su modo de ver, la manera como las mujeres golpeaban la ropa mojada contra las piedras a la orilla de los arroyos seguía siendo la misma después de más de dos mil años; se llevaba una alegría cada vez que nos cruzábamos con un carro de bueyes, pues éstos eran exactamente como los que se veían grabados en el frontispicio de las Geórgicas de Virgilio. Según me aseguró en varias ocasiones, el terreno, según los informes de escritores antiguos, debía de cubrirse en verano de romero, espliego, salvia y tomillo; Donop paraba a cuanto pastor, bracero o leñador encontrábamos por el camino real, pero ello no le aportaba información alguna, pues aunque tenía en su memoria los nombres latinos de aquellas plantas, ignoraba los españoles.

Yo no había vuelto a ver a la Monjita desde aquella noche en que tropezáramos con nuestro coronel en casa del jorobado. Me habían contado que el cura, por orden del coronel, había visitado a la mañana siguiente al padre de la muchacha. Algunas horas después, la calesa se había detenido delante de la casa y había conducido a la Monjita al domicilio urbano del marqués de Bolibar. Pues aquel edificio situado en la Calle de los Carmelitas, sobre cuyo portal campeaban dos pétreas cabezas de sarracenos, había sido elegido como alojamiento por el coronel. En la planta baja se había instalado la guardia, y en el piso superior el despacho de Eglofstein.

Entre los habitantes de La Bisbal, gente modesta y sencilla que se ganaba el pan con el aceite, el vino y el grano, o con trabajos groseros en lana, aquel suceso causó en un principio sorpresa y estupefacción, pero más tarde alegría, pues se sintieron en grado sumo halagados y honrados por la unión de un oficial de tan alta graduación con una muchacha de su ciudad, y concretamente con la Monjita, a quien todos conocían desde la infancia. Y si, con anterioridad a esto, había habido algunos descontentos que, envueltos en sus capas y con los sombreros calados hasta los ojos, nos miraban con desprecio cuando pasábamos y a escondidas nos tildaban de herejes y blasfemos cuyo exterminio de la tierra sería una obra meritoria, ahora en todas partes hallábamos rostros amigables, satisfechos o curiosos. Y el cura, desde el pulpito, les predicaba que las naciones española y alemana eran amigas e incluso, para gloria de ambas, aliadas ya desde los tiempos del emperador Carlos I.

Donop y yo recorríamos a caballo todas las tardes la Calle de los Carmelitas de un extremo al otro, y ante la casa del coronel hacíamos bracear y caracolear a los caballos. Pero ni una sola vez conseguimos ver a la Monjita. Tras las ventanas enrejadas de la casa todo estaba tranquilo, y sólo las monstruosas caras pétreas de los sarracenos nos contemplaban mudas desde lo alto del portal.

El domingo siguiente al día de Navidad, hacia mediodía, Eglofstein vino a recogerme a mi habitación para ir a comer juntos, ya que cuando estábamos acuartelados íbamos todos los domingos a comer a casa del coronel.

Bajando, llegamos a la plaza del mercado, donde nos sumergimos en la aglomeración dominical de las vendedoras, que nos ofrecían huevos, queso, pan y aves, y de los mendigos, que nos tendían, para que las besáramos, sucias imágenes de santos. Pasada la iglesia de Nuestra Señora del Pilar, el enjambre se disolvió. Eglofstein estaba despejado y jovial.

– La cosa va bien. De veras que va mucho mejor de lo que yo esperaba -me contó, mientras caminaba golpeándose con la fusta la caña de las botas-. Ese Tonel es un cordero manso y paciente. Sigue acampado, sin moverse, a la espera de las señales. Y continuará esperando todo el tiempo que a mí me plazca.

Se rió quedamente para sí.

– La casa de la Calle de los Capuchinos está estrechamente vigilada -dijo, más para sí mismo que para mí-. Ese Salignac sabe lo que se hace. Está allí plantado, y a todo aquel que se acerca le echa unas miradas que parecen del mismísimo diablo. Si su excelencia el marqués de Bolibar quiere colarse de rondón para pegar fuego a su paja podrida, tendrá que ser capaz de transformarse en un ratoncillo o en un gorrión.

– El marqués de Bolibar está muerto, ya se lo dije -le interrumpí.

Eglofstein se detuvo y me miró con los ojos muy abiertos.

– ¡Jochberg! -me dijo-. Le tengo por persona inteligente. ¿Qué pasa, ya está usted borracho a hora tan temprana?

Me sentí irritado.

– El marqués de Bolibar está muerto -dije-. Y fue usted mismo quien lo mandó fusilar. ¡Pardiez! ¿Cómo no lo reconocimos de inmediato? ¿Tan ciegos estábamos todos aquella Nochebuena?

– ¿Quiere hacerme creer en serio, Jochberg -gritó Eglofstein-, que aquel asqueroso arriero que le robó a Kümmel sus táleros era un primo del rey de España?

– Lo era, mi capitán. Ahora está enterrado junto a la puerta de la ciudad, bajo la nieve, y su perro todavía anda a todas horas cerca del puesto de guardia, y se pone en pie sobre las patas traseras en cuanto me acerco por allí.

Eglofstein se quedó parado, frunciendo el entrecejo.

– Jochberg -me dijo-, sé que desde siempre ha sido su mayor placer contradecirme para hacerme rabiar. Usted siempre tiene que ser más listo que los demás. Si alguien dice dulce, usted dice amargo; si yo ahora dijera gorrión, usted diría pinzón.

Calló, malhumorado, y seguimos un rato andando juntos.

– Le he interrumpido, mi capitán -dije al cabo de unos momentos, para aplacarlo-. Estaba usted a punto de exponerme sus planes.

– Sí, mis planes -dijo, mientras sus rasgos se suavizaban-. Bueno, ya sabe usted que estamos esperando un cargamento de pólvora, cartuchos y bombas, pues nuestras reservas de municiones se han visto reducidas tras los últimos enfrentamientos. Muy reducidas, Jochberg. Pero el convoy ya ha dejado atrás el pueblo de Zaraizago y estará en La Bisbal dentro de tres o cuatro días.

– Eso si el Tonel no… -tercié yo.

Habíamos llegado al mesón de La Sangre de Cristo, ante cuya puerta se alzaba, al sol del invierno, un san Antonio de madera que goteaba nieve fundida. Ese santo es muy venerado en España, y se le invoca con más frecuencia que a los doce apóstoles juntos.

Eglofstein se detuvo, tomó con la mano el tirador de la puerta y, volviéndose hacia mí, dijo:

– ¿El Tonel? No le queda más remedio que dejar pasar el convoy, pues no puede hacer nada antes de que el marqués de Bolibar le dé la señal quemando la paja. Pero esa señal se la daré yo, dentro de tres o cuatro días, tan pronto como el cargamento esté en nuestras manos. Entonces, quemando la paja, haré salir de la madriguera al Tonel y sus hombres, como los chiquillos de los pueblos hacen salir a los grillos de sus agujeros, y le aseguro que en esta región la guerrilla se acabará para siempre jamás.

Abrió la puerta y gritó hacia el interior de la taberna:

– ¡Brockendorf! ¡Günther! ¿Habéis terminado? Ya conocéis al coronel, si llegáis tarde a la mesa habrá arresto.

Brockendorf y Günther salieron afuera, ambos sonrojados, el uno por el vino y el otro por la emoción del juego. Günther estaba radiante de alegría, y Brockendorf flemático, como siempre que no estaba borracho.

– ¿Quién de los dos le ha ganado las botas al otro? -preguntó Eglofstein-. ¿Habéis jugado a letzte lese? ¿O a dreissig und eins? ¿O a ofenrauschen? ¿O a bück' dich, bauer?

– Hemos jugado a karnüffel -respondió Günther-. Y he ganado yo.

San Antonio tenía en la mano una nota impresa que afirmaba que la concepción de María había sido en verdad inmaculada. Günther se la quitó de la mano y puso en su lugar la sota de oros. Y el santo, paciente y lleno de indulgencia, igual que en su paso por el mundo, sostuvo el naipe entre los dedos.