– Mi coronel -dijo Günther, rompiendo el sobrecogido silencio general^. ¿Me entregáis las cartas para el general d'Hilliers?
Con los hombros apoyados contra la pared y las manos a la espalda, se erguía sonriente. Y entonces caí en la cuenta de que en los últimos minutos no lo había visto en la estancia.
– Ya es tarde -murmuró el coronel-. Ya no podría usted pasar. En una hora los guerrilleros tendrán rodeada la ciudad. El convoy está perdido.
– Muerto el perro, se acabó la rabia -dijo Günther lentamente; en sus ojos brillaban el triunfo y la alegría maligna de un Judas Iscariote-. Jochberg, muchas gracias por tu caballo polaco, pero ya no lo necesito.
– Y lo peor -dijo Eglofstein con gesto sombrío- es que no tenemos más que diez cartuchos por hombre. ¿Todavía sostiene usted, Jochberg, que el marqués de Bolibar está muerto?
Desde el otro lado, desde la pared junto a la que estaba Günther, me llegó, apenas audible, un mensaje que sólo yo capté:
– ¡Las diez de últimas!
Con el rey Saúl a Endor
El martes por la mañana salí de la ciudad para incorporarme a mi puesto en la posición avanzada de San Roque, pues habían empezado los trabajos de reforzamiento de la fortificación y había dos bastiones en forma de media luna, con contraescarpas y anchos fosos, a medio construir. Aquel día las líneas fueron ocupadas por la compañía de Brockendorf y por el medio batallón del regimiento Príncipe Heredero de Hessen, que nos había sido asignado como refuerzo hacía algún tiempo. Mis dragones se encargaban del mantenimiento del orden público, y patrullaban de aquí para allá por las calles.
Al pasar por delante de la casa del prelado, encontré a mi cabo Thiele sentado en el suelo, sujetando entre las rodillas su caldero de campaña, cuyas abolladuras trataba de eliminar con la ayuda de un mazo de madera. Mientras, silbaba la marcha El primo Mathies.
– Mi teniente -me llamó desde el otro lado de la calle-, parece que ayer le hicieron un agujero al infierno y han empezado a salir diablos por todas partes.
Se refería a los guerrilleros. Como yo temía no poder encontrar, en el laberinto de fosos y trincheras, el camino que llevaba al bastión de San Roque, le dije que me acompañara. Se echó el mazo al hombro y, balanceando el caldero, empezó a andar a mi lado.
De un día para otro, la ciudad había cambiado radicalmente de aspecto. A pesar del hermoso tiempo invernal, la plaza del mercado estaba desierta, y por las calles no se veía un aguador, un pescatero, verdulero, arriero o mendigo de los muchos que a aquellas horas se dedicaban ruidosamente a sus menesteres. Los habitantes se escondían en el interior de las casas; sólo de vez en cuando alguna viejecilla de rostro inquieto andaba apurada por la calle, saltando de portal en portal.
Aun así, ruido y movimiento no faltaban. Entre las fortificaciones y la comandancia corrían incesantemente mensajeros a caballo; un cargamento de pólvora nos adelantó con gran rechinar de ruedas, y pasaban mulas cargadas con provisiones y herramientas de zapa. El médico del regimiento de Hessen se había instalado en una hondonada, más allá de la puerta, y allí, recostado en una ambulancia y fumando en pipa, esperaba la llegada de los primeros heridos.
– Las patrullas nocturnas -me informó Thiele mientras caminábamos- ya han tenido una escaramuza. Han enviado a la ciudad, junto con el parte, a tres guerrilleros capturados. Los tres parecía que hubiesen salido directamente del arca de Noé. ¿Por qué será que todos estos guerrilleros tienen cara de mono, de mula o de chivo?
Se quedó pensativo, y al cabo de un momento se dio a sí mismo la explicación de ese singular fenómeno.
– Probablemente -afirmó- sea debido a que les gusta mucho comer maíz y bellotas, cosas que en nuestro país se echan al ganado. Ahora están tranquilos, pero hace una hora los podría haber oído usted berrear de lo lindo. Estaban reunidos alrededor de sus oficiales y cantaban la oración de la mañana, aunque más bien sonaba como un himno al demonio Behemot, que es el patrón de las inmundicias y la comida de los animales.
Escupió al suelo con gesto despreciativo. Entretanto, habíamos alcanzado la luneta rodeada de estacas «Mon coeur». Los granaderos de Hessen estaban dentro de la trinchera, estirados sobre sus alforjas y mochilas. Los dos oficiales de guardia, el capitán conde Schenk zu Castel-Brockendorf y el teniente von Dubitsch, con sus guerreras azul celeste guarnecidas de piel de tigre, conversaban en la boca de la luneta. Les saludé formalmente y ellos me correspondieron con rigidez. Y ello porque entre aquella unidad y la nuestra existía una vieja enemistad, que se remontaba a cierta revista que tuviera lugar en Valladolid, en el curso de la cual el Emperador no se había dignado echar una mirada al regimiento Príncipe Heredero.
Dejamos atrás el reducto y llegamos, pasando por la cortina Estrella, al primer bastión. Allí ordené regresar al cabo Thiele. Encontré a los hombres de Brockendorf enfrascados en la faena, pues aquella parte de la fortificación estaba apenas a medio terminar. Algunos se dedicaban a reforzar los terraplenes con gaviones y fajinas, otros retocaban las troneras, otros construían el tejadillo. Donop, pala en mano, supervisaba la colocación de una mina de demolición, destinada a volar aquella parte de las fortificaciones en caso de que el coronel impartiera orden de ello. Junto a él, en el suelo, estaba su desayuno: pan y una botella de vino, además de un volumen de Polibio sobre el arte de la guerra en la Antigüedad.
– ¡Jochberg! -me llamó, arrimando la pala a la pared-. Puedes volver a tu casa. Günther está hoy de guardia en tu lugar.
– ¿Que Günther está de guardia en mi lugar? -pregunté sorprendido-. Es la primera noticia que tengo de ello.
– El mismo se ha ofrecido -me informó Donop-. Y es a la Monjita a quien le debes el día libre.
Me explicó, entre risas y no sin cierto regodeo, el lamentable transcurso de la visita de Günther a la Monjita, que había tenido lugar el día anterior. Después de la misa de la mañana, con toda puntualidad, Günther se presentó ante la hermosa amiga de nuestro coronel. Se excusó por no haber traído flores. De no haber sido invierno, le dijo, la habría obsequiado con un ramo de rosas, la flor del amor ardiente; de nomeolvides azules, la flor del recuerdo fiel; de espuelas de caballero, que era la flor de san Jorge, y de tulipanes y violetas, que ya no recuerdo lo que significaban.
Luego habló de su amor y de cuan en serio se lo tomaba, y la Monjita mandó traer refrescos y chocolate y le escuchó sonriente, pues las maneras desenvueltas y halagadoras de Günther parecían gustarle. Le preguntó si había estado en Madrid y si era cierto lo que afirmaba su padre, es decir, que en aquella ciudad todas las personas que encontraba uno por la calle eran zapateros ingleses o barberos franceses.
Günther dejó a un lado el tema de Madrid, y empezó a hablar de que el coronel nada deseaba más ardientemente que un hijo y heredero, y que si lo conseguía no dudaría en tomar por esposa a la Monjita.
Al oír esas palabras se iluminaron los ojos de la Monjita. Empezó a preguntar por la difunta esposa del coronel, y si Günther la había conocido. Le pidió que le hablase de ella, pues quería llegar a parecérsele en todo, aunque le quedaba todavía mucho por aprender.
– ¿Qué aprendemos en nuestros libros españoles? -dijo con un suspiro-. Cuándo nació el rey y cuándo lo bautizaron, y con qué princesa se casó y quién organizó el casamiento… y nada más.
Günther volvió al deseo del coronel de tener un hijo. Y, ya que había llegado a una conversación tan íntima con la Monjita, dio un paso más y le manifestó que él mismo podría ayudarle a conseguir semejante dicha, con tal de que ella le dejara hacer a él.
La Monjita lo miró asombrada, pues en un principio no había comprendido lo que Günther quería decir, y él se lo repitió, esta vez sin tapujos.