– Pues a mí -dijo Brockendorf- me desaparecieron hace dos días dos botellas de clarete y una de borgoña. Busqué bien por la casa y las encontré ocultas debajo de la cama de mi patrona. En este caso, al menos, Salignac no tiene culpa alguna. Hay que ir siempre al fondo de las cosas. Aparte de esto, ese clarete es la cosa más miserable, floja y aguada del mundo, y si lo bebo es porque no tengo otra cosa.
No lejos de nosotros, en el bastión a medias construido, se oyeron brutales maldiciones y exabruptos. Se trataba de Günther, que había llegado por fin y estaba espoleando a los granaderos para que aceleraran el trabajo.
De inmediato Brockendorf prorrumpió a gritos:
– ¡Günther! -exclamó-. ¡Ven aquí, hombre! ¡Ven a hablarnos de la miel que su boca guardaba para ti!
Günther vino hacia nosotros, hosco y malhumorado. Me echó una mirada maligna porque tenía que sustituirme en el servicio y se buscó un sitio seco para sentarse.
Brockendorf se plantó en jarras delante de él.
– ¿Qué te dijo? No nos lo ocultes. ¿Te dijo que volvieras pronto? ¿Que serías el preferido en su alcoba?
– Me dijo que tú eras el más tonto, el más charlatán y el más borracho -replicó Günther, venenoso, y le dio una patada a un ratón de campo que yacía en la zanja, muerto por la pala de uno de nuestros granaderos.
Vi que el capitán Eglofstein fruncía el ceño, disgustado, pues no soportaba que hubiera discusiones cuando nuestros hombres andaban cerca. Por su parte, Brockendorf, con su sonrisa de oreja a oreja, preguntó, más halagado que ofendido:
– ¿Es verdad? ¿Te habló de mí? ¿De verdad?
– Sí. Dijo que te iba a poner de espantajo en su huerto, para que no le entren las liebres -contestó Günther con sarcasmo y maldad.
– ¡Günther! -terció Eglofstein-. Me gustaría que hablases de Brockendorf con más respeto. Tú aún no sabías sostener un sable cuando él ya estaba en el regimiento.
– No he venido aquí para recibir lecciones -dijo Günther cortante.
– Pues la verdad es que no te irían mal unas lecciones de urbanidad -afirmo Eglofstein-. Siempre estás rezongando, siempre estás pinchando…
Günther se levantó de un salto.
– Mi capitán -exclamó acalorado y en tono tajante-. El coronel me trata de usted. Bien puedo exigir de usted la misma cortesía.
Eglofstein lo miró con los ojos muy abiertos.
– Günther -dijo con toda tranquilidad-, vuelve a sentarte. Tu impertinencia es tan grande que me desarma.
– ¡Basta, no aguanto más! -gritó Günther, ronco por la ira-. Usted va a retirar sus injurias o…
– ¿O qué? Continúe.
– O -exclamó Günther tomando aliento- tomaré mi satisfacción de una manera que le hará a usted indigno de seguir llevando un uniforme de oficial.
Donop y yo quisimos mediar, pero ya era tarde.
– Está bien -dijo Eglofstein con calma-. Usted lo ha querido. -Se dio la vuelta y, en tono sosegado, ordenó a su asistente, que estaba cerca de nosotros remendando un saco de arena vacío-: ¡Martin! Para mañana a las seis un par de pistolas y un café caliente.
Nos estremecimos, pues sabíamos que Eglofstein hablaba en serio. Su pulso era tan seguro empuñando la pistola como manejando un sable. En el curso del último año había matado en duelo a dos adversarios y le había partido el brazo de un tiro a un tercero.
Günther palideció, pues aunque en la batalla demostraba pasablemente su hombría, enfrente de una pistola dirigida hacia él se convertía en un cobarde. Se dio cuenta de que su ira y su mal humor lo habían conducido a una situación delicada y se las arregló para salir del paso.
– Puede usted tener la seguridad -le dijo a Eglofstein en tono helado- de que acudiré a la cita con mucho gusto, donde y cuando a usted le plazca.
– Entonces sólo resta fijar las condiciones -repuso Eglofstein.
– Desgraciadamente -prosiguió Günther-, Soult ha prohibido los duelos en presencia del enemigo. No puedo hacer otra cosa que reservar el arreglo de este asunto para un momento más oportuno.
Callamos, pues Günther tenía razón. En efecto, el mariscal Soult había hecho llegar hacía algún tiempo dicha orden a todos los oficiales de su cuerpo de ejército. Eglofstein se mordió los labios y se dio la vuelta para marcharse. Pero Brockendorf no estaba conforme con aquel desenlace.
– ¡Günther! -dijo-. A mí todo este asunto no me incumbe, y Eglofstein no me ha nombrado su padrino. Pero a mi parecer los guerrilleros están en calma, no disparan y no se mueven, no actúan como enemigos, y por eso entiendo que…
– Los guerrilleros -dijo Günther- sólo esperan la próxima señal del marqués de Bolibar para atacar las fortificaciones. El domingo dio la primera, y si, como supongo, la próxima llega hoy o mañana, yo seré el primero en dar aquí la cara.
No pude menos que admirar la desvergüenza de Günther. Ambos sabíamos que el marqués de Bolibar estaba muerto, ambos sabíamos quién había dado la señal de la paja mojada. Pero me aguantó la mirada con toda tranquilidad, pues sabía muy bien que yo guardaría silencio.
Eglofstein se encogió de hombros y le lanzó una breve mirada llena de desprecio.
– En ese caso -propuso Brockendorf-, mi consejo es que ante todo nos volvamos a casa y nos sentemos a la mesa. ¿A qué esperamos? En el mesón de La Sangre de Cristo dan hoy tortilla con tocino frito y para empezar un caldo de repollo. Vamos.
Cogió a Eglofstein del brazo y nos fuimos todos, dejando el bastión a las órdenes de Günther.
Cuando llegamos a la luneta Mon Coeur, situada algo más arriba, Eglofstein se detuvo de pronto, me cogió por el hombro y señaló el lugar que acabábamos de dejar.
– ¡Miradlo, al muy fanfarrón, bravucón y cobarde! -exclamó, dejando desbordar su ira largo rato contenida-. Hace un momento se moría de miedo y ahora quiere demostrarnos las agallas que tiene.
Vimos a Günther yendo de un lado a otro, con aire fanfarrón, por encima del parapeto, como si quisiera ofrecer un blanco a las balas de los guerrilleros. Pero sabía tan bien como nosotros que las balas de los mosquetes españoles no llegaban tan lejos, y que los guerrilleros no utilizarían la artillería antes de recibir la señal del marqués.
– ¡Ojalá -exclamó Eglofstein agitando indignado el puño-, ojalá al marqués de Bolibar se le ocurriera dar la señal justo en este momento!
Eglofstein, divirtiéndose con esa idea, se rió solo.
– ¡Diablos! ¡Eso sí que sería divertido! Ver a Günther bajando de un salto del parapeto a la zanja, más ligero que una rana tirándose a la charca.
Seguimos andando.
– A propósito, ¿dónde está el órgano del marqués? -preguntó Donop incidentalmente.
– En el convento de San Daniel -respondió Brockendorf-. En la misma sala en la que hemos instalado un taller para fabricar pólvora y llenar bombas. Esta noche estoy yo de guardia en el taller. Si quieres, puedes pasarte por allí y probar si tiene buenas octavas.
La asamblea de los santos
Acalorados por el vino, salimos del mesón a la calle, y apenas nos habíamos puesto los capotes cuando nos enredamos en una discusión acerca de cómo íbamos a pasar la tarde. Donop dijo que estaba cansado y que se iba a casa a leer y a dormir un poco. Brockendorf propuso que Eglofstein, quien algunas semanas antes había cobrado por mediación del banco Durand de Perpiñán una parte de su herencia, hiciera de banca para jugar al faraón. Pero Eglofstein se excusó aduciendo que no tenía tiempo, que tenía que ir a su despacho, por lo menos una hora, para ventilar los asuntos ordinarios del día.
Brockendorf se enfadó y no nos ocultó que tenía una opinión muy baja de las tareas de un oficial adjunto, empezando por las que tenían que ver con la escritura.