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– No existe en el mundo -dijo- nadie capaz de sacar punta en un día a todas las plumas que tú estropeas en una hora. Rellenar un pliego tras otro, y todo para que al final el tendero haga con ellos cucuruchos para la canela, el jenjibre o la pimienta.

– Si no escribo hoy vuestras asignaciones -explicó Eglofstein-, mañana no cobraréis, pues el tesorero no paga nada sin mi autorización.

Proseguimos nuestra marcha, andando por el centro de la calle para mantenernos alejados de las casas, pues la nieve fundida chorreaba de los tejados. Un gato jugaba al sol del mediodía con un troncho de col, haciéndolo rodar de un lado para otro. Dos gorriones se peleaban, chillando y con el plumaje erizado, por un grano de maíz. A cada paso la nieve fundida nos salpicaba las botas.

Al llegar a la esquina del callejón nos cerró el paso una mula que, con todos los arreos llenos de campanillas y las crines adornadas y trenzadas con cintas de colores, se revolcaba en un charco de nieve para librarse de su albarda. A su lado, el arriero, ora cubriéndola de maldiciones, ora colmándola de halagos, intentaba convencerla de que se levantase; tan pronto se despachaba a garrotazos con la bestia como le arrimaba al hocico un puñado de hojas secas de maíz; la llamaba ahora tesoro de su vida y al cabo de un momento engendro de Satanás; en fin, hacía todo lo posible, por las buenas y por las malas, para conseguir que el animal siguiera andando. Nosotros contemplamos la escena divertidos, mientras la mula hacía tan poco caso de los esfuerzos de su amo como si se tratase de la tos de una pulga o de las protestas de un piojo.

De improviso Donop lanzó una exclamación de sorpresa, y vimos a la Monjita pasar veloz por la calle transversal sin advertir nuestra presencia.

En una mano llevaba un cesto, y en la otra el abanico con el que jugaba sin cesar. Sobre los hombros llevaba la mantilla, y en el cabello una fina redecilla de seda. Viéndola arremangarse las faldas y andar de puntillas para esquivar los charcos, me pareció por un instante ver pasar furtivamente a mi lado a la difunta Françoise-Marie, enfadada porque ya hacía tanto tiempo -¡ay!, más de un año- que yo no iba a verla.

– Ahora se va a su casa -dijo Eglofstein-, y le lleva a su padre los restos de la mesa del coronel. Creo que lo hace todos los días.

Abandonamos al maldiciente propietario de la terca mula y empezamos a seguir a paso lento a la Monjita.

Nos felicitamos de que el azar hubiera puesto en nuestro camino a la hermosa amante del coronel, y resolvimos subir al taller de pintura de su padre y, bajo pretexto de contemplar los cuadros y quizá comprar algún arcángel o apóstol, dar un impulso a nuestros propósitos con la Monjita.

Únicamente Brockendorf desconfiaba de aquel plan, y durante todo el camino no hizo más que soltar reproches y amenazas.

– Os lo digo de antemano -gruñó-. No pienso comprar ningún san Epifanio ni Porciúnculo, aunque me lo dejen por dos cuartos. No doy más por el retrato de un santo que por un puñado de hojas de calabaza. Esta vez no me pasará como en Barcelona, cuando por causa de una cara bonita tuve que acompañaros a aquella mísera taberna y beberme luego yo solo las cuatro botellas de vino barato del Cabo porque a vosotros se os antojó hacerle la corte a la sobrina del tabernero.

Entramos en el taller de don Ramón de Alacho, mientras Brockendorf seguía gruñendo y calificándose a sí mismo de necio redomado por haber venido con nosotros.

A través de la puerta abierta echamos una mirada a la otra estancia. Allí estaba la que buscábamos. Había echado la mantilla sobre el respaldo de una silla y estaba poniendo a la mesa fuentes con asado frío, pan, mantequilla y queso. Don Ramón de Alacho surgió de detrás de uno de sus cuadros, se inclinó del modo ridículo que ya conocíamos y pareció asombrado de vernos en su casa.

Le explicamos que habíamos venido para adquirir algunos de sus cuadros, y él nos dio la bienvenida muy complacido y con palabras corteses.

– Están en su casa. Quédense cuanto les plazca y acomódense a su gusto.

Había dos personas más en la estancia, dos figuras realmente singulares. Un joven de rasgos simplones se hallaba en pie, rígido, con los flacos brazos alzados en gesto suplicante hacia el techo de la estancia, como un serafín de piedra. Era evidente que las mangas del sayal le venían muy cortas y no le llegaban más allá de los afilados codos. Una vieja que estaba sentada a su lado en un escabel se retorcía las manos como en plena desesperación; su rostro mostraba una expresión de dolor petrificado; la mujer movía incesantemente la cabeza de un lado a otro, como un somormujo.

Don Ramón acercó a rastras dos de sus cuadros:

– Aquí ven ustedes -nos explicó- a san Antonio, y a su alrededor más de una docena de diablos, algunos de los cuales han tomado la forma de gatos y otros la de murciélagos. -Dejó el cuadro en el suelo y nos mostró el segundo-: Este cuadro representa a san Clemente en el momento de hacer un milagro: cura a un enfermo del bazo tocándolo con un pie.

Brockendorf contempló con toda atención a san Clemente, que estaba representado con los símbolos de la dignidad papal.

– Si eso es un milagro -afirmó al cabo de un momento-, entonces yo también soy un santo, y no lo he sabido hasta ahora. He hecho muchas veces milagros como ése. A veces no hay nada mejor que un buen puntapié para devolver la salud a los que están pachuchos.

– Es un buen trabajo, y será suyo si me paga los gastos del lienzo y la pintura y un poquito más.

Don Ramón fue sacando, uno tras otro, el resto de sus cuadros, y pronto estuvimos rodeados por todo un concilio de padres de la Iglesia y mártires, de apóstoles y penitentes, de papas y patriarcas, de profetas y evangelistas que, sosteniendo en sus manos patenas, cálices, misales, incensarios, crucifijos y custodias, nos miraban seria y solemnemente, con gesto severo, como si hubieran adivinado las profanas intenciones que nos habían conducido al seno de su santa asamblea.

El pintor ofreció al capitán Brockendorf la mártir toledana Leocadia. Estaba retratada sobre fondo azul, con una túnica roja sembrada de estrellas, y tenía entre las manos un libro abierto.

– Reconocerán ustedes en esta santa -explicó don Ramón- los rasgos de mi hija, que está aquí al lado, sentada a la mesa, preparando un emparedado con carne fría y queso. Al señor coronel le gusta la buena cocina, y es generoso. No demasiado queso, hija mía, ya sabes que mata el sabor del asado, que es más fino. A todas las santas, y también a la Virgen, las pinto con la cara de mi hija. -Don Ramón puso en el suelo a la mártir Leocadia, junto al resto de los cuadros, y continuó-: Si van ustedes a la iglesia de Nuestra Señora del Pilar, verán en el muro de la derecha, detrás de la segunda columna, un retrato de la hermana seráfica Teresa pintado por mí. También esa santa tiene los rasgos de la cara de mi hija; es más, el parecido es muy grande. Y como la santa lleva en ese retrato el hábito de las carmelitas reformadas, la gente de la ciudad llama a mi hija «la Monjita», aunque en el bautismo recibió el nombre de Paulita.

Brockendorf contemplaba los retratos de los santos con una atención y detenimiento que me asombraron.

– ¿Tiene usted también -preguntó por fin- algún cuadro de santa Susana?

– Es ésta, si se refiere usted a la santa que fue decapitada en tiempos del emperador romano Diocleciano por haber rehusado tomar por esposo al hijo de dicho emperador.

– De eso no sé nada -afirmó Brockendorf-. Me parece que no estamos hablando de la misma santa Susana.

– No conozco a ninguna otra santa que lleve ese nombre -exclamó el pintor, irritado-. Ni Laurentius Surius, ni Petrus Ribadeira, ni tampoco Simeón Metaphrastes, Johannes Trithenius y Sylvanus de Lapide la mencionan. ¿Quién es esa Susana, dónde vivió, dónde sufrió la muerte y qué papa la beatificó?

– ¿Cómo? -preguntó Brockendorf indignado-. ¿Es posible que no conozca usted a santa Susana? Me deja pasmado. Es aquella santa que fue sorprendida por dos judíos mientras se bañaba. La historia la conoce todo el mundo.