– Dieciocho años.
– ¿Y ya está enamorado? ¡Que Dios se apiade de usted!
La oí reír en voz baja, divertida, y sentí que la ira y la vergüenza se apoderaban de mí. Pues ella sin duda no era mayor que yo.
– La felicito por estar de tan buen humor -dije-. Pero conviene que sepa que estoy acostumbrado a tomar por la fuerza lo que se me niega a causa de mi juventud.
La Monjita dejó de reír inmediatamente.
– ¡Joven! -fue su respuesta-. Eso no le proporcionaría a usted gloria alguna, pues, aunque no soy un hombre, sé muy bien cómo defenderme. Pero ahora basta de todo esto.
Eglofstein me lanzó una mirada terrible.
– El teniente Jochberg ha querido hacer una broma -dijo, mientras me daba una patada en la espinilla por debajo de la mesa-. Cállate, burro, que nos lo vas a estropear todo -me susurró-. Créame, Monjita, nunca llegaría a dejarse ir hasta el punto de emplear la fuerza contra una dama.
– Una confesión de amor -afirmó la Monjita – ha de ser tierna y cariñosa, esa es la costumbre. Pero este caballero, a mi parecer, ha sido muy poco cortés.
– ¡No dobles la espalda! -exhortó don Ramón a su José de Arimatea-. El personaje bíblico al que representas no era jorobado.
– ¡No, no soy tierno! -exclamé-. No soy cariñoso. Pues la amo de tal manera…
– ¡Si no paras de tragar saliva, de toser, de bostezar y de rascarte, no voy a acabar nunca! -exclamó don Ramón enojado-. Quédate quieto de una vez tal como te he enseñado.
– … de tal manera, que sólo encuentro palabras insensatas para decirle lo que le tengo que decir.
– Es usted muy joven -dijo la Monjita -. Y en el amor el noviciado es muy duro. Pero sin duda ya aprenderá usted la manera de tratar a las mujeres cuando tenga algunos años más.
La miré y me di cuenta de que ya no sentía rabia, sino sólo asombro, porque aquella mujer tenía la voz de Françoise-Marie y con esa voz me dirigía palabras tan frías, tan extrañas, tan hostiles como aquéllas.
Pero entonces el capitán Brockendorf tomó las riendas del asunto en mi lugar, firmemente decidido a resolverlo prontamente y conforme a sus deseos.
– ¿Por qué -le preguntó sin ambages- nos niega usted la pequeña gentileza que tan fácilmente, tan a menudo y de tan buena gana le concede al coronel?
– Sus palabras son una ofensa.
– ¿Una ofensa? ¡Oh, no, de ningún modo! En nuestro país no es ofensa, sino costumbre, pedir a las mujeres esa clase de cosas.
– Pues en el mío -replicó tajante la Monjita – es costumbre negarlas.
– Pero bueno, ¿qué diantre -exclamó Brockendorf, impaciente, pues la cosa no tomaba el curso deseado por él-, qué diantre ve usted en nuestro coronel? No es ni joven ni guapo. Confiéselo: no hay nada en él que pueda gustar a una muchacha joven. Es tiránico y está amargado y lleno de manías. Además tiene la gota, y cada vez que entro en su dormitorio lo encuentro lleno de cajas de pildoras pequeñas y grandes.
– ¡Y yo que pensaba que eran ustedes amigos suyos! -dijo la Monjita, en voz baja y desconsolada.
– ¿Amigos suyos? Con los amigos se comparte el último trago de aguardiente, el último mendrugo de pan. Pero no es mi amigo el que me esconde lo mejor que tiene y se lo guarda para él solo. Si eso es amistad, la cacerola vieja de mi patrona es un copón de oro.
– ¿Y no teme usted que yo le repita todo lo que acaba de decir?
– ¡Hágalo! -dijo Brockendorf brusco y con gesto sombrío-. No hace más de tres meses que dejé muerto a mi último adversario en el campo del honor. Fue en Marsella, cerca de la Porte Maillot. Con pistolas. Y disparamos a seis pasos de distancia.
Se dirigió a nosotros:
– ¿Os acordáis del capitán general Lenormand, el que se sentaba a mi lado cuando yo tenía mi cubierto a la mesa del estado mayor del mariscal Soult, en Marsella?
Ninguno de nosotros sabía nada de aquel duelo. En Marsella no había ninguna Porte Maillot y Lenormand era el apellido de un tendero de la esquina de la Rué aux Ours a quien Brockendorf debía sesenta francos en concepto de comestibles que le había suministrado: foie-gras de oca, jamón y dos botellas de jerez.
Era evidente que Brockendorf se había sacado de la manga aquella historia para asustar a la Monjita. Nosotros simulamos que recordábamos perfectamente el episodio, y Eglofstein salió en su ayuda:
– Pero no se trataba de la amante de Lenormand, sino de su mujer. -Y, como enfrascado en sus pensamientos, añadió-: Cuando una francesa es hermosa, no lo es a medias.
Por unos instantes tuve vivamente ante mis ojos la imagen de la buena Madame Lenormand. Una figura flaca, ya entrada en años y francamente contrahecha, que aparecía cada mañana en nuestro cuartel para reclamar a Brockendorf los sesenta francos; sólo faltaba los domingos, porque solía ir a la iglesia cargada con una bolsa de terciopelo rojo en la que llevaba su devocionario.
La Monjita levantó los ojos hacia Brockendorf con expresión de temor y súplica, y supimos que no hablaría, pues temía por la vida del coronel.
– Además, se va a casar conmigo -dijo.
Brockendorf adoptó una expresión de asombro y empezó a reírse a mandíbula batiente.
– ¡Por los clavos de Cristo! ¿Ya están contratados los músicos? ¿Están amasando ya la tarta de bodas?
– ¿Qué dice usted? ¿Casarse? -exclamó Eglofstein-. ¿Se lo ha prometido?
– Sí. Y le ha dado al señor cura cincuenta reales para los gastos del casamiento.
– ¿Y usted se lo cree? Está muy engañada. Aunque fuera su voluntad casarse con usted, no podría hacerlo, porque su familia, que es de la alta nobleza, jamás lo consentiría.
La Monjita miró por unos instantes, con gesto de consternación, al capitán Eglofstein. Y luego se encogió de hombros, como queriendo decir que sabía bien lo que se podía creer y lo que no. En eso, de detrás del Descendimiento salió don Ramón de Alacho con el pincel en alto goteando pintura azul, y dijo con voz cavernosa:
– De mi hija no tiene por qué avergonzarse ningún conde ni ningún duque. Lleva en las venas sangre pura de cristianos viejos, tanto por la línea paterna como por la materna.
– Mire usted, don Ramón -dijo Brockendorf sesudamente-. No le niego que una vieja carta de nobleza tiene su peso. Pero si en la suya lo único que dice es que son ustedes cristianos viejos… En nuestro país, con un título como ese limpian las mesas los taberneros. Pues en Alemania hasta el más triste zapatero remendón es cristiano viejo.
José de Arimatea alzó horrorizado y con gesto implorante las manos hacia el cielo, la piadosa mujer de Jerusalén sacudió la cabeza con hondo dolor y don Ramón de Alacho se volvió sin decir palabra a su caballete.
Empezaba a oscurecer. Pasaba el tiempo y crecía nuestra impaciencia. Brockendorf juró, entre maldiciones, y lo bastante alto para que lo oyera la Monjita, que ninguno de nosotros se movería de allí antes de que el asunto hubiera quedado resuelto, aunque tuviéramos que esperar de pie hasta el amanecer.
Donop, que hasta entonces no había dejado de hablar a los demás, tomó entonces la palabra:
– Casi parece, Monjita, como si estuviera usted enamorada de ese viejo.
– ¿Y si lo estuviera? -exclamó vehemente. Pero nos pareció como si no quisiera confesarse a sí misma que sólo daba la preferencia al coronel a causa de su rango, su riqueza y su generosidad.
– ¿Y si lo estuviera? -repitió desafiante, irguiendo la cabeza.
– Lo que usted siente por ese viejo no puede ser amor -dijo Donop con calma-. El sentimiento del amor verdadero es otro, y usted todavía no lo conoce. El amor necesita del secreto. Esta noche yo la esperaré temblando de impaciencia, loco de deseo, contando los minutos que me separan de usted. Y cuando se deslice hacia mí secretamente, con el corazón lleno de temor, por el camino descubrirá en su interior el sentimiento del amor como algo nuevo y singular, nunca antes experimentado.