– Me puse enfermo de rabia. ¿Es que no va a reventar nunca, el condenado? -renegó Brockendorf por lo bajo-. Y a cada momento nos hace salir a la calle a toque de corneta.
– ¡Qué nos vas a explicar! -exclamó Donop-. Tú entraste en el regimiento con el grado de capitán. ¡Pero Jochberg y yo…! Nosotros servimos como cadetes a las órdenes de ese amargado. Era una vida de perros. Manejar todos los días el cepillo y la rasqueta, sacar en carretillas el estiércol de los establos, cargarse a la espalda la ración de avena para ocho días…
El reloj de Nuestra Señora del Pilar tocó las nueve. Donop contó las campanadas.
– Las nueve. No puede tardar.
– Aquí estamos -dijo Eglofstein, apoyando la frente en la mano-. Aquí estamos todos sentados, esperando a una sola Monjita. Y seguro que en esta ciudad no faltan muchachas tan guapas como ella, y aún más. Pero por Dios que mis ojos están deslumhrados, y sólo veo a ésta, a la única.
– Yo no -afirmó Brockendorf, tomando un gran pellizco de rapé-. Yo también veo a las demás. Si el domingo por la noche hubierais venido a verme a mi habitación, habríais encontrado conmigo a una moza de pelo negro y linda figura, y que quedó muy satisfecha con los tres cuartos que le obsequié. Se llamaba Rosina. Pero no por eso subestimo a la Monjita.
Se sopló el polvo de tabaco que le había caído en la manga y continuó:
– Tres cuartos no es mucho. En París, en casa de Frascati y en el Salón des Etrangers, me he gastado mucho más dinero en mujeres.
Una de las velas, a punto de consumirse, vacilaba y crepitaba, y Eglofstein encendió otra.
– ¡Un dineral! -añadió Brockendorf lanzando un suspiro.
– ¡Escucha! -exclamó Donop de repente, agarrándome por un hombro.
– ¿Qué pasa?
– ¿No has oído? Arriba… ¡Ahora otra vez! ¡Arriba, junto al órgano!
– ¡Eso es un murciélago! -gritó Brockendorf-. Pues no va y se asusta de un murciélago, el paleto este… Ahora está colgado en la otra pared. Me parece que estás temblando, Donop. Ya te pensabas que el marqués de Bolibar estaba sentado al órgano, a punto de dar la señal, ¿verdad?
Subió por la escalera de caracol de madera que llevaba al órgano.
– Seguro -dijo Donop- que el marqués de Bolibar conoce algún pasadizo secreto que lleva de su casa al convento. Y cualquier día se asomará allí arriba y dará la segunda señal, igual que dio la primera.
– ¡Pues no va y se asusta de un murciélago…! -exclamó Brockendorf desde arriba. Se puso a manosear la caja y los registros, pero no les extrajo sonido alguno-. ¡Donop! ¡Tú que sabes tocar el órgano, sube aquí! A ver cómo te las compones con todas estas flautas y estos tubos.
– ¡Brockendorf! -ordenó el capitán Eglofstein-. Deja en paz el órgano y baja.
– Me hace gracia pensar -oí desde arriba la voz de Brockendorf, que resonaba en la amplitud del ámbito con un tono sombrío y amenazador-, me hace gracia pensar que si se me ocurriera ahora tocar la canción del ganso de san Martín, o «Margarita, Margarita, se te ve la camisita», allá afuera, en los bastiones, Günther y el Tonel se pondrían a bailar.
Aquella ocurrencia de Brockendorf pareció divertir mucho también al capitán Eglofstein. Reía dándose palmadas en los muslos, y sus carcajadas repercutían en las paredes:
– ¡Ese Günther! ¡El muy engreído! ¡El muy fanfarrón! ¡Me gustaría verle la cara cuando las balas le pasaran de repente silbando por delante de las narices!
Mientras tanto, Donop había subido también las escaleras. Después de echarle una mirada al órgano, se tomó la molestia de describirnos su complicada y misteriosa estructura.
Estaba la cámara de aire, la cañonería, el flautado, los bordones. Donop pulsó algunos registros. Puso las manos en el teclado maual y nos nombró los diferentes tubos, pues cada uno de ellos tenía un nombre propio. Uno se llamaba principal, otro bordón. Estaba la viola de gamba, el bajo, el quintón y el contrabajo, y una de las flautas se llamaba nasardo.
– ¡Qué nombres más raros! -dijo Brockendorf pensativo-. Y con todas estas flautas, tubos y oboes no puedes tocar ninguna música decente para bailar, sino solamente un mísero benedicat vos.
– También se pueden tocar fugas, tocatas, preludios e interludios -defendió Donop su instrumento.
– Písame los fuelles, que voy a probar si me sale un gloria -propuso Brockendorf.
Empezó a cantar con su voz graznadora:
Hoy, al cura, al decir misa,
le dio un ataque de risa.
Kyrie eleison.
Donop se acuclilló detrás del órgano y accionó los fuelles. Brockendorf aporreó furiosamente las teclas con ambas manos. Y de repente el órgano produjo un chirrido agudo como el chillido de una rata. Y por débil que fuera, Donop y Brockendorf, consternados, se precipitaron ruidosamente escaleras abajo, como si los persiguiera el diablo.
– ¡Brockendorf! -tronó Eglofstein-. ¡Baja de ahí, pedazo de bestia! ¿Te has vuelto loco?
Brockendorf ya estaba allí, jadeando, aún lleno de horror al ver al órgano cobrar vida y chillar como una rata.
– Quería tocarle un poco de música a Günther, para que pudiese bailar -dijo-. Si no te gusta, à la bonheur, no ha sido más que una broma.
– No hagas bromas con eso, Brockendorf -gruñó Eglofstein-. Nos encontraremos cara a cara con los guerrilleros antes de lo que deseamos, y entonces ya tendrás ocasión de ganarte tu Cruz de Honor.
Nos quedamos callados un rato; el frío nos hizo acercarnos a los braseros. Oímos pasos procedentes de la calle.
– Es ella. Tiene que ser ella -exclamó Donop, dirigiéndose a la ventana.
Pero no era la Monjita, sino el cirujano, que acababa de afeitarle al coronel su barba pelirroja y se volvía a su casa linterna en mano.
– El rosario tiene que haber terminado ya. ¿Dónde se habrá metido? -se preguntó Eglofstein.
Teníamos las piernas y los dedos entumecidos de frío. Para calentarnos empezamos a andar los cuatro cogidos del brazo de un extremo al otro de la cripta, con pasos rápidos y uniformes; las paredes devolvían el ruido sordo de nuestras pisadas.
Nuevamente tratamos de acortar el tiempo de la espera charlando, y Brockendorf y Donop entablaron una discusión acerca de lo que debían de hacer los frailes de aquel convento cuando estaban reunidos en la sala capitular.
– Estarían allí sentados -aseguró Donop- discutiendo largo y tendido sobre cuestiones como la de si Cristo tenía ángel de la guarda, o quién era más santo, san José o la Virgen María.
– Te equivocas -lo contradijo Eglofstein-. ¿Tan doctos te crees que son los frailes españoles? Sus únicas ciencias son el comer y el beber. Y en caso de que hubiera disputas entre ellos, no tratarían más que la cuestión de cómo redactar las cartas en las que, en nombre de su santo patrón, les pedían manteca y tocino a los ricos del pueblo. Arriba, en la celda del hermano tesorero podéis encontrar cartas de ésas a docenas.
– Esos frailes mendicantes saben vivir -dijo Brockendorf con un suspiro de envidia-. Siempre que me he encontrado a alguno, tenía los doce bolsillos del hábito llenos de pan, vino, huevos, queso, carne fresca y embutidos. Lo bastante como para alimentarse dos semanas. Pero el vino era malo. Los frailes españoles beben un vino más negro que la tinta, que sólo puede aprovechar a unos imbéciles como ellos.
Se detuvo, calentándose sobre el brasero las manos peludas. El frío se había hecho insoportable. No había estufa ni manta alguna, y el viento penetraba gélido por las ventanas rotas. Donop se asomó impaciente a la calle, pero la Monjita seguía sin venir.
– En Bebenhausen, un pueblo de Suabia -empezó a contar Eglofstein, dando patadas al suelo para calentarse- estuve una vez acuartelado con la mitad de mi compañía en una abadía. Nunca he vuelto a vivir tan buenos tiempos. Para beber teníamos arac y vino del Rhin, y había tal cantidad de ambos que nos podríamos haber lavado todos las manos cada día con ellos. Por la noche dormíamos sobre las casullas. Pero pasamos muchísimo frío. Fue un invierno duro, y había tales heladas que los grajos caían muertos desde el aire y las campanas de las iglesias se resquebrajaban. Una noche hasta quemamos en la chimenea dos sitiales del coro.