Espoleó a su caballo y enarboló el sable por encima de mi cabeza.
– ¡He recibido órdenes -exclamé-, y son de que…!
– ¡Al carajo sus órdenes! ¡Deje paso!
Me hice a un lado, y él pasó por mi lado como un rayo, con sus hombres.
Ante el portal del convento desmontó de un salto. Tenía la guerrera y las botas totalmente cubiertas de polvo y fango, como si a su lado hubiese estallado una bala de cañón. Echó una mirada furiosa en torno suyo.
Brockendorf llegó corriendo, sin aliento, desde el otro extremo de la calle.
– ¡Salignac! -gritó aún desde lejos-. ¿Se puede saber qué está buscando usted aquí?
– ¿Está todavía dentro? ¿Lo han visto ustedes?
– ¿A quién busca? ¿Al coronel?
– ¡Busco al marqués de Bolibar! -gritó Salignac. Nunca antes había percibido yo tanta rabia y odio y desprecio en el sonido de una voz humana.
– ¿Al marqués de Bolibar? -balbució Brockendorf desconcertado, y se quedó mirando a Salignac con la boca abierta.
– ¿Se ha ido? ¿Se ha escapado?
– No lo sé -profirió Brockendorf, turbado-. Por este portal no ha salido.
– Entonces todavía está ahí arriba -exclamó Salignac con el júbilo del diablo al atrapar un alma-. Esta vez no se me escapa.
Se dirigió a sus dragones:
– ¡Ya tenemos al traidor! Pie a tierra y detrás de mí.
Noté inquietud entre los dragones; meneaban las cabezas y miraban indecisos ora a su comandante, ora al convento en llamas.
– ¡Salignac! -exclamó Brockendorf, horrorizado por el demencial propósito del capitán-. Va usted a una muerte segura. ¡La pólvora! El fuego va a…
– ¡Adelante! -gritó Salignac, sin hacerle caso-. ¡El que no sea un cobarde, que venga conmigo!
Cuatro de los dragones, hombres intrépidos y familiarizados con la muerte, veteranos que desde Marengo habían librado cien batallas, desmontaron de un salto, y uno de ellos dijo:
– Camaradas, para los valientes sólo hay un cielo. Allí nos encontraremos.
– ¡Se han vuelto locos! -rugió Brockendorf.
– ¡Viva el Emperador! -gritó Salignac, blandiendo su sable. «¡Viva el Emperador!», exclamaron los dragones. Y los cinco se precipitaron por el portal y los vimos desaparecer en un torbellino de brasas encendidas.
Nos quedamos todos inmóviles y mudos.
– Retrocederá en cuanto vea cómo está la cosa -afirmó Brockendorf al cabo de unos instantes.
– Ese no retrocede -dijo el cabo Thiele a mi espalda-. Ese no, mi capitán.
– De ese infierno no hay alma humana que salga viva -exclamó otro.
– Cierto, no hay alma humana -asintió Thiele.
– Allá va, hacia la muerte, persiguiendo a un fantasma -le dije al oído a Brockendorf-. Y la culpa es nuestra.
– Debería haberle dicho la verdad -gimió Brockendorf-. ¡Que Dios me perdone! Debería habérsela dicho.
– ¡Salignac! -grité hacia la boca del incendio- ¡Salignac!
Demasiado tarde. No hubo respuesta.
– Parecía -dijo uno- como si ese oficial buscara la muerte.
– ¡Aciertas! -exclamó el cabo Thiele-. Aciertas, hijo mío. Conozco al viejo, sé muy bien que busca la muerte. ¡Santo Dios! ¿Qué es eso?
Por unos instantes dejamos de vernos los unos a los otros. Una espantosa nube de humo llenó la calle, pero el viento tempestuoso la disipó enseguida. Y luego una explosión breve e intensa que me arrojó al suelo. Los caballos se espantaron y salieron en desbandada calle abajo con sus jinetes. Y después el silencio, un largo silencio, un silencio sepulcral, hasta que oí bramar a Brockendorf como un demente:
– ¡Fuera de aquí! ¡Atrás! ¡Es la pólvora!
Volvía encontrarme bajo el arco del portal de la casa de enfrente, no sé cómo llegué tan rápidamente hasta allí. Oí un impresionante zumbido, un trueno, un silbido, una trepidación que llegaban desde arriba; vigas, piedras, ascuas, trozos de madera ardiendo trazaron un torbellino en el aire y se precipitaron hacia el suelo como una granizada. La pared del convento acababa de reventar, y vi ante mis ojos un mar de llamas.
A través de la calle acudió hacia mí corriendo el cabo Thiele, haciéndome señales con ambos brazos. Se tiró al suelo a mi lado, jadeante. Por todos los lados vi a los hombres aplastados contra la pared de la casa, protegiéndose con los brazos contra el humo y las cenizas ardientes que el viento les lanzaba a los ojos. En medio de la calle había un muerto, estirado debajo de una viga en llamas.
– ¡Jochberg! -oí la voz de Brockendorf, pero no lo veía, y tampoco sabía dónde se había refugiado-. ¿Dónde está usted? ¿Está vivo?
– ¡Estoy aquí! ¡Aquí! -clamé-. ¿Y usted? ¿Y Salignac? ¿Dónde está? ¿Lo ve usted?
– ¡Está muerto! -gritó Brockendorf-. De ese infierno no sale nadie vivo.
– ¡Salignac! -grité en medio de aquel estruendo infernal, y nos quedamos todos escuchando unos instantes, pero sin esperanza ni fe.
– ¡Salignac! -volví a gritar-. ¡Salignac!
– ¡Aquí estoy! ¿Quién me llama? -se oyó responder, y de repente el capitán surgió de entre el humo y las llamas. Sus ropas humeaban, cubiertas de brasas; la venda de la frente estaba consumida por el fuego; la hoja del sable que empuñaba reciamente se había enrojecido hasta el puño. Pero allí estaba él, mis ojos lo veían y se resistían a creerlo, allí estaba, escupido por el fuego y la muerte y el infierno y la destrucción.
Me lo quedé mirando sin articular palabra. Brockendorf prorrumpió en un ruidoso júbilo.
– ¡Salignac! ¡Está vivo! -exclamó; en su voz se mezclaban la alegría, el pasmo, la duda y el horror-. ¡Le dábamos por muerto, Salignac!
El capitán irguió la cabeza y rió. Aún hoy resuena escalofriante en mis oídos aquella carcajada.
– ¿Dónde están los demás? -gritó Brockendorf.
– Si el marqués de Bolibar estaba ahí arriba, ya no dará la tercera señal.
Entonces una viga se desprendió del techo, giró en el aire y cayó con gran estrépito a los pies de Salignac.
– ¡Atrás, Salignac! -oí gritar de nuevo a Brockendorf; después, el estruendo ahogó su voz.
Salignac, tieso y erguido, no se movió. Pero la pared reventada del convento se combó y se vino abajo con un ruido ensordecedor. Brotaron llamas, la calle se cubrió de escombros al rojo vivo. Y, a través de un torbellino de llamas y de lenguas de fuego, por entre vigas que se venían abajo y piedras que reventaban al estrellarse contra el suelo, vi a Salignac caminando lentamente calle abajo, como si, en medio de la muerte y la destrucción, le sobrara el tiempo.
Una oración
El teniente Lohwasser del regimiento de Hessen, que vino a las dos de la madrugada con su patrulla para relevarnos, fue el primero en darnos la noticia de que, en la confusión del incendio, los insurgentes habían hecho retroceder a nuestras tropas y se habían apoderado de los puestos avanzados de San Roque, Estrella y Mon Coeur. El regimiento de Hessen, reforzado por las compañías de Günther y Donop, se mantenía aún en la última línea de fortificaciones, la cual, atravesada por el arroyo Alear, se alzaba a un tiro de piedra de las murallas.
A esas horas el cañoneo había disminuido en intensidad. Sólo de vez en cuando tronaba algún disparo que hacía volver espantados a sus sótanos a los ciudadanos que se habían atrevido a salir a la calle. Conforme avanzó la mañana acabó enmudeciendo también aquel fuego de artillería esporádico, tal vez porque los insurgentes habían alcanzado los objetivos de su ataque nocturno y esperaban ahora nuevas órdenes del marqués de Bolibar.
En el momento en que nos llegó el relevo estaba cayendo sobre la ciudad una fuerte tormenta que había empezado con una borrasca de nieve y acabaría en una tromba de agua. Al cabo de pocos minutos las callejuelas estaban inundadas, y el suelo tan reblandecido que yo me hundía hasta los tobillos en el fango, y temblaba de frío y humedad. Al llegar a mi alojamiento me eché en la cama completamente vestido y dormí durante tres horas. Pero hacia las cinco de la mañana, un ordenanza del coronel me despertó para darme la orden de que me presentara inmediatametne en el despacho de Eglofstein.