Cuando salí de la casa, la ciudad estaba sumida en profunda oscuridad. La atmósfera estaba húmeda y turbia y el cielo parecía velado por densas nubes. La inquietud y un temor sordo se habían apoderado de mí y me causaban escalofríos. Pues ¿qué otra cosa podía suponer sino que todo se había descubierto y que el coronel me mandaba llamar porque yo estaba presente cuando Donop y Brockendorf dieron, en plena noche, la señal del órgano?
Caminaba despacio y sin rumbo, vacilaba, daba rodeos, queriendo postergar el momento del encuentro cara a cara con el coronel hasta después de haber podido hablar con Brockendorf y Donop. Pero no encontré a ninguno de los dos en sus casas; las puertas de sus habitaciones estaban cerradas con llave, y las ventanas sin luz. Tampoco los encontré por el camino; sólo algunos españoles surgían de la oscuridad, hombres y mujeres que, con linternas en las manos, afluían desde todas partes a la iglesia de Nuestra Señora del Pilar para hallar, tras los horrores de aquella noche, consuelo y esperanza en las palabras de la Santa Misa.
Cuando entré con el corazón palpitante en el despacho, encontré reunidos a los oficiales de los regimientos de Nassau y de Hessen que no estaban dt guardia ni se hallaban afuera, en la línea de fortificaciones. En medio de ellos vi a Salignac, con el porte de malhumorado abandono característico de los oficiales veteranos de la vieja guardia del Emperador cuando no se les permitía estar al pie del cañón y plantar cara al peligro. Cuando entré me lanzó una mirada desde la espesura gris de sus cejas, una mirada hostil y penetrante, y me pareció como si quisiera decirme que recordaba muy bien el encuentro que habíamos tenido aquella misma noche, pero que yo haría mejor en no mencionarlo.
En la habitación contigua yacía Günther en un camastro, gimiendo febril, con el hombro destrozado por una bala. Como el hospital estaba abarrotado de enfermos y heridos, lo habían trasladado allí, y el cirujano del regimiento de Hessen estaba en pie junto a la cama, arrancando anchas tiras de paño de un viejo camisón de mujer hecho jirones, para cambiarle el vendaje a Günther.
Justo después de mí llegó con su galgo italiano el capitán de Hessen conde Schenk zu Castel-Borckenstein, maldiciendo, cojeando, apoyado en su bastón, pues aquella noche, durante la atropellada retirada de la luneta Mon Coeur, se había herido en la pierna izquierda. Se dirigió inmediatamente a Eglofstein y le preguntó, en tono impaciente e irritado, por qué se le había hecho llamar, ya que venía directamente del puesto avanzado, donde su presencia, a no dudar, sería más útil que allí. Eglofstein se encogió de hombros y señaló en silencio al coronel, que, sentado encima de la mesa, despabilaba las velas. Mientras, también Brockendorf empezó a poner el grito en el cielo, quejándose de que a sus hombres aún no se les había asignado alojamiento y estaban de plantón en la calle, con el barro hasta las rodillas. Por no tener, no tenían ni capotes secos.
El coronel levantó la cabeza, extendió sobre sus rodillas un plano de la ciudad y sus alrededores e impuso silencio.
Cuando empezó a hablar, oí cuchicheos a mi alrededor, y por unos instantes tuve la sensación de que todas las miradas se dirigían a mí, como si yo estuviera sentado en el banquillo de los acusados y todos los demás se hubieran reunido para juzgarme. También Donop miraba angustiado al suelo y Eglofstein lanzaba tímidas miradas de reojo al camastro donde estaba Günther herido. Sólo Brockendorf conservaba su actitud desafiante y su aire de impaciencia y malhumor, como si hubiese perdido ya demasiado tiempo con aquel asunto.
Pero tras las primeras palabras pronunciadas por el coronel me di cuenta de lo necio que había sido mi temor. Pues enseguida se vio que no había descubierto la verdad y seguía creyendo que el traidor era el difunto marqués de Bolibar.
Me sentí libre de la pesada angustia, y la tensión que me había mantenido tieso y rígido fue aflojando poco a poco. Empezaba a sentir lo agotado que estaba y me dejé caer sobre un montón de leña que estaba apilada detrás de la estufa.
Oí que el coronel aludía al combate de aquella noche y que elogiaba el buen comportamiento de las tropas de Hessen y la sangre fría demostrada por sus oficiales. De nuestro regimiento no dijo una palabra; los oficiales de Hessen nos miraban con sonrisas burlonas, y Donop, molesto por aquello, le dijo a media voz al capitán Eglofstein:
– Si todos se hubieran portado como nuestro Günther, no habríamos perdido el bastión.
El teniente von Dubitsch del regimiento Príncipe Heredero, un individuo obeso con el rostro enrojecido de una cocinera que se pasase todos los días hirviendo cangrejos, pescó aquellas palabras y le espetó a Donop:
– ¿Qué quiere decir eso? ¿Quiere usted tal vez decir que alguno de nosotros no ha cumplido con su deber?
– Como acaba de decir el coronel -exclamó el capitán Castel-Borckenstein-, ustedes lo han oído, mis granaderos han sido los últimos en abandonar sus puestos.
Donop no respondió, pero, inclinándose sobre el oído de Eglofstein, susurró lo bastante alto para que los otros pudieran oírlo:
– He llegado justo a tiempo para verlos poner pies en polvorosa. Parecía que llevaban prisa, porque saltaban como los gamos.
A raíz de aquella observación se desató una disputa general y hubo reparto de improperios. El teniente von Dubitsch, con la cara roja, se despachó a gritos con Donop; se oyeron taconazos, tintineo de espuelas y los ladridos del galgo de Castel-Borckenstein, hasta que por fin el coronel golpeó la mesa con ambos puños e impuso silencio a los contendientes.
Cesó la agitación; los alborotados oficiales enmudecieron y empezaron a cruzarse miradas de ira y desprecio. Sólo Brockendorf se negó a guardar silencio. Había aprovechado la riña general para desahogar su mal humor, pues la casa donde se alojaba su compañía se había quemado y hasta el momento no se le había facilitado otra.
– ¿Hasta cuándo -gritó- tendrán que acampar mis hombres en la calle, bajo la lluvia? Es una vergüenza. ¿Esperaremos hasta que se hayan hundido en el cieno?
– He asignado alojamiento a sus hombres hace ya una hora -le corrigió el coronel.
– ¿Alojamiento? ¿Usted llama a eso alojamiento? Un redil de ovejas y un granero donde no caben ni la cuarta parte de mis hombres y donde les saltan las ratas por encima de las cabezas.
– Hay lugar hasta para dos compañías. Pero usted, Brockendorf, siempre tiene que refunfuñar…
– Mi coronel, es mi deber…
– Su deber es callarse y respetar mis disposiciones. ¿Entendido?
– ¡Muy agradecido, mi coronel! -dijo Brockendorf entre dientes, sudando de rabia-. Que la chusma se ahogue en el fango. Que la chusma se hunda en la mugre. Con tal de que los señores del estado mayor, cada uno en su cuarto caliente…
No siguió hablando, se tragó lo que iba a decir.
Pues el coronel saltó de la mesa, se plantó delante de él y, con la cara encendida de ira, los puños cerrados y las venas de la frente hinchadas, le gritó:
– Parece, capitán, que el sable le pesa demasiado. El camino hasta el cuerpo de guardia no es largo.
Brockendorf se echó atrás, miró fijamente al coronel, bajó la cabeza y calló. El valor y la testarudez lo abandonaban cuando veía perder los estribos al coronel. En torno se había hecho un silencio sepulcral. El coronel se dio la vuelta lentamente y volvió a su puesto. Durante un minuto no hubo más que silencio. Nadie se movió, y no se oía más que el crepitar del fuego y el crujir de los papeles que el coronel tenía entre manos.
El coronel continuó entonces con su informe. Su voz sonaba tranquila, y no se percibía en ella nada de la excitación de los últimos minutos.