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Estaba tal como lo había dejado, de pie junto a la cama de Günther. Su rostro conservaba aún la misma expresión de ansiedad acechante. Todavía no había salido a la luz nada decisivo. En las calles rugía la revuelta, pero el coronel estaba allí, escuchando la confesión de la fiebre e intentando interpretar las visiones de un confuso sueño.

El estado de Günther parecía haber empeorado, y posiblemente el fin se aproximaba. Seguía hablando. Hablaba sin parar con frases cortas y abruptas; su respiración era tan pronto un jadeo como un estertor. Las mejillas y la frente ardían, los labios estaban secos y resquebrajados. A veces murmuraba, a veces gritaba, y cuando entré estaba hablando de una pasada aventura amorosa que yo no conocía:

– Si te asomas a la ventana y silbas una vez, vendrá el palafrenero. Para que venga la criada, que es joven y guapa, tienes que silbar dos veces.

– ¿De qué está hablando? -le pregunté a Eglofstein en voz baja.

– Ha tardado usted mucho -me susurró atropelladamente-. Ahora haga lo que yo le diga. No pregunte y obedezca.

Y a continuación dijo en voz alta:

– Teniente Jochberg, echo de menos entre los papeles del regimiento una orden del jefe de nuestra división que hace referencia al pago de las soldadas atrasadas. Repase usted la correspondencia de los últimos meses y vaya leyéndome uno detrás de otro todas las cartas e informes.

Comprendí de inmediato sus intenciones. Mi cometido era leer en voz alta, tan alta que el coronel no entendiera nada de las delatoras palabras del delirante. Tomé el fajo de papeles que Eglofstein me tendió por encima de la mesa y empecé a leer.

Me hallaba en una extraña situación. Mientras leía, se iba desplegando ante mis ojos la imagen de toda la campaña. Trabajos, preocupaciones, luchas, fatigas, aventuras y peligros, y todo, al fin, destinado a ahogar con su ruido las últimas palabras de un moribundo.

– «Orden del 11 de septiembre. Coroneclass="underline" Como es voluntad de su majestad el Emperador que las tropas acantonadas no reciban peor trato que las tropas en campamento, ha dispuesto que cada hombre reciba diariamente dieciséis onzas de carne, veinticuatro onzas de pan, seis onzas de pan seco para sopas…»

– ¡Los cabrones del regimiento de Hessen! -gritó Günther, incorporándose en el lecho como un caballo encabritado-. ¡Viven liados de una manera que hasta el verdugo se compadecería!

– ¡La siguiente carta! -ordenó rápidamente Eglofstein-. Esa no es la que buscamos.

– «Carta del 14 de diciembre. Entregada por el subteniente Durette, del comando de la división. El mariscal Soult desea que redacte usted, mi coronel, una memoria sobre la fortaleza de La Bisbal tan pronto como la haya ocupado. ¿Cuántos cañones serían necesarios para completar…?»

– ¡Bienvenida, amada mía, bienvenida! -empezó de nuevo Günther con su voz enronquecida. Asustado, me detuve y Eglofstein me susurró:

– ¡Más alto, demonios! ¡Por amor de Dios, más alto!

– «…para completar su armamento?» -casi grité; las palabras bailaban ante mis ojos una loca zarabanda en el papel-. «¿Hay allí agua, avenidas anchas, edificios de buen tamaño? ¿Es posible instalar depósitos, hornos, almacenes…»

– Más claro, Jochberg, no entiendo ni una palabra -exclamó Eglofstein.

– «…hornos, almacenes para víveres -grité con desesperación-, un arsenal para municiones y, finalmente, locales para albergar la impedimenta de un cuerpo de ejército? Procure averiguar, coronel, si la ciudad, en lo que se refiere a los puntos mencionados…»

– La escritura de las líneas siguientes está borrosa, mi capitán.

– Deje esa carta y tome la siguiente.

Desplegué la carta, pero se me cayó al suelo. Y mientras me agachaba para recogerla, oí de nuevo la voz de Günther, que sonaba llena de reproche:

– Tanto como te supliqué, querida, que vinieras temprano. ¿Es que no te dejaba salir de casa? Desde luego, le obedeces en todo…

¡Era ella! ¡Era Françoise-Marie! Un estremecimiento recorrió el rostro del coronel, y Eglofstein se puso pálido como la cera. Recogí la carta del suelo y leí con tanta vehemencia, con tanto ardor, con tanta desesperación, que Donop, que entraba en aquel momento en la habitación, se quedó parado, con la boca abierta, sin saber qué significaba aquello.

– «Coroneclass="underline" El regimiento de cazadores número 25, que pertenece a mi división, cuenta en su depósito de caballería con ciento cincuenta hombres sin caballos. A usted, en esa región, le resultaría fácil adquirir caballos a precios módicos para dotar de monturas a esos hombres. El regimiento no posee más que quinientos caballos. Ocúpese usted de conseguir un centenar más, para que por fin…»

– Eso ya se hizo -exclamó Donop desde la puerta-. Yo mismo…

– ¡Cállese! -exclamó enfurecido Eglofstein-. ¡Jochberg! Continúe. La siguiente.

– «Carta del 18 de diciembre. Firmada personalmente por el mariscal Soult. Coroneclass="underline" Los informes que me llegan de Vizcaya me impiden retirar de allí ni un solo hombre. El enemigo tiene la intención manifiesta de…»

Me interrumpí un instante para tomar aliento. Y en ese mismo instante oí a Günther pronunciar mi nombre.

– ¡Óyeme! -masculló-. ¿Ha sido Jochberg quien te ha enseñado esa novedad tan deliciosa? ¿O ha sido Donop? Contesta.

– «…la intención manifiesta -grité- de poner sitio a la ciudad; desde hace dos meses está instalando grandes almacenes de aprovisionamiento en los alrededores y los aumenta incesantemente.

»Carta del jefe del estado mayor del 22 de diciembre. Coroneclass="underline" Comprendo tan bien como el que más hasta qué punto sería beneficioso para la gloria y los intereses del Emperador luchar contra Lord Wellington en lugar de hacerlo contra los bandidos. Con todo, no puedo recomendar al mariscal la puesta en práctica de sus propuestas. Pues ignoro…»

– ¿Qué es lo que escribe el coronel Desnuettes? -me interrumpió el coronel con repentina atención-. ¿Escribe «no puedo recomendar»?

– «No puedo recomendar al mariscal la puesta en práctica de sus propuestas» -repetí-. Eso es lo que pone. Y continúa: «Pues ignoro qué se está tramando este invierno en Asturias contra nosotros. Además no dispongo de suficientes efectivos de infantería bien preparados para poder aprobar que usted…».

– ¡Alto! -bramó indignado el coronel-. ¿Qué acaba de leer usted? ¿«Para poder aprobar»? ¿Qué se ha creído ese Desnuettes? ¿A él quién le manda que apruebe ni que recomiende nada? El y yo tenemos la misma graduación. ¡Eglofstein! ¿Ha sido contestada ya esta carta insolente?

– Todavía no, mi coronel.

– Tome usted la pluma. Escriba lo que voy a dictarle y despache la carta en la primera oportunidad. ¿Qué se habrá creído ese Desnuettes?

Empezó a andar furioso de un lado al otro de la habitación, a grandes pasos.

– ¡Escriba! -dijo por fin-. «Coroneclass="underline" En el futuro haga usted el favor de limitarse a trasmitir al mariscal mis propuestas sin recomendación alguna, y a darme cuenta de…» ¡No! Todo esto no es lo bastante fuerte.

Se había detenido y movía los labios, mudo y pensativo. Yo tenía que esperar. No podía seguir leyendo, estaba desorientado, no sabía qué hacer. Y en ese instante de silencio, Günther, desde sus sueños terribles, dijo en voz bien alta, lentamente y con total claridad:

– ¡Ven! Déjame besarte el ranúnculo azul.

No recuerdo lo que sucedió en mi interior en aquel instante. ¿Acaso perdí el conocimiento? ¿O es que me pasaron por el cerebro cien visiones de terror que olvidé de inmediato? Sólo sé que cuando volví en mí sentí aún el sobresalto de los últimos segundos en el temblor de mis manos y en el escalofrío helado que me recorrió la espalda. Después recobré la presencia de ánimo y me dije: ha llegado el momento que nos ha hecho temblar durante todo un año, ahora sí que ha llegado… ¡Valor! Hay que afrontarlo. Y miré al coronel.