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– ¡Iré a donde usted quiera! -exclamó la Monjita ilusionada-. Hasta el fondo del río, si hace falta.

Pero de repente pareció despertarse en ella la desconfianza; debió de recordar en aquel instante cómo la habíamos apremiado el día antes para que pasase la noche con nosotros. Nos echó una mirada larga y escrutadora, primero a mí y luego a Donop, temiendo tal vez que aún no hubiéramos desistido de nuestras intenciones.

– Espérenme aquí -dijo entonces-. Voy arriba a coger de entre mis cosas lo que necesito para la noche. Estaré aquí enseguida.

Al cabo de un rato regresó con un atadillo en las manos. Yo se lo cogí para llevárselo. Me lo entregó tras una cierta vacilación.

Era liviano, casi no sentía su peso. Lo sostenía entre mis manos sin saber que llevaba dentro el desastre, la fatalidad inevitable, la ruina del regimiento, la última señal.

Acordé con Donop que sería yo el encargado de llevar a la Monjita a través de nuestras líneas hasta la vanguardia del enemigo. En todas las bandas de la guerrilla había oficiales ingleses del estado mayor de Wellington y Rowland Hill que servían a los caudillos como consejeros en todas las cuestiones de estrategia. Bajo la enseña de parlamentario, exigiría hablar con alguno de ellos, y confiaría a su custodia a la Monjita, como persona de alta condición para la cual el comandante de la ciudad asediada suplicaba la protección del enemigo.

Tomé la decisión de subir remando en un bote río arriba, pues, según lo que había visto aquella mañana durante mi servicio de escolta, aquel camino me parecía el más seguro. Además, si se daba el caso de que los guerrilleros se negaran a respetar la bandera de parlamentario, me quedaba al menos la esperanza de ponerme fuera del alcance del fuego enemigo aprovechando la fuerza de la corriente y el amparo de los arbustos de la orilla.

Subimos al bote cerca de la muralla, en aquella parte de la orilla donde en otros tiempos solía haber tantas lavanderas. Tomé los remos y la Monjita, con su atadillo, se sentó a mi espalda sobre el fondo del bote.

Oí disparos por la zona de la plaza del mercado. Era mala señal. Se había entablado la lucha contra los revoltosos, y debía de estar resultando difícil controlarlos, pues de otro modo el coronel no habría dado la orden de disparar. Empezaba a oscurecer y Donop se despidió de mí con un apretón de manos. En su rostro se leían la duda y la preocupación, así como el temor de que no volveríamos a vernos, pues mi empresa estaba llena de peligros, y su desenlace era muy incierto.

Un viento húmedo me golpeó la cara mientras hundía despacio y silenciosamente los remos y a mi alrededor se alzaba en el aire el olor del agua. El río arrastraba grandes pedazos de hielo que chocaban contra el casco del bote, y también arbustos desarraigados y manojos de juncos. A veces tenía que bajar la cabeza para evitar chocar contra los sauces de la orilla, que extendían sus ramas desnudas mucho más allá de la ribera. A lo lejos el curso del río se confundía con los oscuros contornos de los arbustos en una gran sombra nocturna.

Al llegar al primer recodo del río, nuestro centinela me dio el alto. Arrimé el bote a la orilla y lo detuve. Apareció el teniente primero von Froben, que me reconoció y me preguntó lleno de asombro por el fin y el rumbo de mi viaje. Le dije lo que me pareció conveniente.

Supe por él que nuestras líneas estaban escasamente protegidas, ya que la mayor parte de la tropa se había dirigido a la ciudad, pues la revuelta había adquirido un carácter peligroso y el coronel se hallaba cercado por la masa de revoltosos en el centro de la ciudad.

– Ojalá los guerrilleros nos dejen en paz esta noche -añadió von Froben en tono preocupado, mirando a través de la oscuridad hacia el valle, donde estaban acampados los hombres del Tonel.

La Monjita no entendió nada de aquel diálogo; sólo a la mención del coronel levantó los ojos y me miró inquisitiva.

Seguí remando.

– ¿Llegaremos pronto? -preguntó.

– Sí -fue mi respuesta.

Se intranquilizaba por momentos.

– Allá enfrente veo las hogueras de los serranos -dijo. (Los españoles de las ciudades llaman serranos a los guerrilleros.) -¿A dónde me lleva?

Creí llegado el momento de decirle la verdad.

– La he traído hasta aquí, Monjita, para ponerla bajo la protección de un oficial enemigo.

Profirió un leve grito de sorpresa y sobresalto.

– ¿Y el coronel?

– No volverá usted a verlo.

Se puso en pie y el bote empezó a tambalearse fuertemente.

– ¡Usted me ha engañado! -exclamó asustada, y sentí en la cara el roce de su aliento.

– Tenía que hacerlo. Habrá de resignarse usted. La tengo por una persona sensata.

– ¡Lléveme de vuelta o pediré socorro!

– Puede pedir socorro si quiere, pero no le servirá de nada. Los centinelas ya no la dejarán entrar en la ciudad.

Con actitud desesperada, empezó a suplicar, a amenazar y a quejarse, pero yo me mantuve firme. Se me había metido en la cabeza la idea de que llevándome a la Monjita estaba alejando de la ciudad en mi bote la desgracia del regimiento. Por ella habíamos dado la primera y la segunda señal del regimiento. Suya era la culpa de que hubiéramos reñido con Günther, el cual se hallaba ahora muerto o moribundo en la habitación de Eglofstein. Y si el coronel la volvía a ver, descubriría nuestro secreto, para su ruina y la de todos nosotros.

Dejó de suplicar y quejarse, viendo que era en vano. La oí rezar en voz baja. Rogaba a Dios con palabras apasionadas, y los sollozos se entremezclaban en su oración.

Luego enmudeció y no volví a oír palabra alguna, sólo un leve suspiro y un largo gemido sin fin.

Entretanto habíamos alcanzado el segundo recodo del río. En ambas orillas ardían altos montones de ramas secas, que hacían brillar en encendidos colores toda la superficie del río. A lo largo de las orillas se deslizaban sombras. Luego una voz me llamó, se oyó un disparo y una bala fue a caer al agua muy cerca de mi bote.

Solté los remos, encendí apresuradamente el farol que se hallaba a mis pies sobre el fondo del bote y lo agité con la mano izquierda, mientras con la derecha hacía ondear mi pañuelo blanco. La corriente llevó el bote hasta la orilla. De todos lados acudían los guerrilleros con linternas, faroles, teas y hachones. Había ya más de cien esperándome en la orilla, y entre ellos distinguí, para mi satisfacción, el capote escarlata y el penacho blanco de un oficial inglés de los fusileros de Northumberland.

Salté a la orilla con el pañuelo blanco en la mano, me dirigí, sin hacer caso a los demás, a aquel oficial, y le expliqué, mientras una docena de arcabuces me apuntaban a la cabeza, el motivo de mi presencia allí.

Me escuchó en silencio y luego se fue hacia donde estaba la Monjita, sin duda para ayudarla a descender del bote. Quise ir tras él, pero en el mismo instante sentí que me cogían por el hombro. Di media vuelta y me encontré cara a cara con el Tonel.

Lo reconocí enseguida. Estaba apoyado en su bastón y tenía las gruesas piernas envueltas en paños. En la faja roja llevaba metidos navajas, cartuchos, pistolas, unas cabezas de ajo y un trozo de pan. Y colgada al cuello tenía una ristra de pequeños trozos de galleta ensartados en un cordel, como si fuera un rosario.

– Ante todo es usted mi prisionero -rezongó-. Lo demás ya lo arreglaremos.

– He venido como parlamentario -protesté.

El Tonel rió divertido para sí mismo.

– Patrañas -afirmó-. A mí no me venga usted con cuentos. Haga el favor de entregar su sable.

Vacilé, calculando la distancia que mediaba entre mi bote y yo. Pero antes de que tomara una decisión, el oficial inglés se dirigió a mí y me dijo lentamente:

– Su comandante me envía extraños presentes. Esta joven está muerta.

– ¿Muerta? -grité, y de un salto me acerqué al bote; pero el Tonel se me anticipó, se inclinó sobre la Monjita y le iluminó la cara.