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– Es cierto. Está muerta -graznó-. ¿Qué quiere que hagamos con ella? ¿La ha traído aquí para que recemos por ella un miserere, un oficio de difuntos, un de profundis, un requiescat, un santo rosario?

Yo guardé silencio, pero él lanzó de repente una salvaje exclamación de asombro, que sonó como el furioso bufido de un gato.

Se puso en pie y me miró un buen rato con ojos escudriñadores. Luego, con un tono de voz por completo diferente, dijo:

– Ah, ¿era esto? ¿Una nueva vaina para mi cuchillo viejo? Pues bien, ponga atención.

Se sacó una pistola de la faja. Creyendo que la apuntaría contra mí, eché mano al sable. Pero lo que hizo fue disparar dos veces seguidas al aire mientras lanzaba un estridente silbido.

Yo conocía aquella señal de los guerrilleros. Era el toque de rebato.

La rechoncha figura del Tonel seguía ocultándome el bote y la Monjita. Pero de pronto vi algo en su mano derecha. En su mano derecha vi el cuchillo, el puñal del marqués de Bolibar, la Virgen con Cristo muerto sobre las rodillas: la tercera señal.

El suelo se tambaleó bajo mis pies. Los hombres, las antorchas, los árboles que había a mi alrededor empezaron a girar lentamente y a balancearse en torno a mí. Y lo único que percibían mis ojos era el cuchillo y una gota de sangre que pendía de su filo, una gota de la sangre de la Monjita; mis ojos la siguieron mientras se deslizaba lenta, inevitable e inexorablemente por la hoja, como un mandato horrible que ha de cumplirse. Y de repente tuve a la Monjita ante mis ojos tal como la había visto por primera vez; «ven aquí, ojos de fuego», sentí resonar en mi cabeza… Allá estaba, junto al sillón, al resplandor de la chimenea… Y un dolor sin límites, y la angustia y la desesperación por su muerte me abatieron. Pero en mi interior oí alzarse una voz, no la mía, sino la de un extraño, sonora, indignada y vehemente: «¡La tercera señal! ¡Y la has dado tú!»

– Comunique usted a quien lo ha enviado… -oí desde lejos, y surgiendo de mis tinieblas vi que me hallaba solo en la orilla, junto al Tonel y al capitán inglés-. Comunique usted a quien lo ha enviado -dijo el Tonel- que dentro de un cuarto de hora… Pero ¡por los clavos de Cristo! ¿Sois vos o no sois vos?, Esta vez, en verdad, no me fío de mis ojos.

Retrocedió un paso, levantó su farol a la altura de mi cara y empezó a reír.

– Tengo la sensación de haber visto no hace mucho a este caballero, pero aquella vez el caballero llevaba zapatos de cordobán y medias de seda. ¿Qué le parece a usted, capitán?

El oficial inglés sonrió.

– Me alegro de haberos reconocido esta vez pese a vuestro disfraz, señor marqués. Como ya tuve una vez el honor de aseguraros: vuestro rostro no es de los que se olvidan con facilidad.

– El señor marqués ha cumplido bien su misión -gruñó satisfecho el Tonel-. Si en la ciudad ha estallado la revuelta, ya podemos darla por nuestra. Atacaremos dentro de una hora.

Y al escuchar aquellas palabras, a mí, al teniente Jochberg de los granaderos de Hessen, me pasó algo extraño: tuve la impresión de que yo era realmente aquel español, el marqués de Bolibar, y durante unos instantes sentí su orgullo y saboreé su triunfo por haber dado la tercera señal y haber completado así la obra.

Luego, aquella locura de un segundo desapareció, volví en mí, fui de nuevo yo. Angustiado y desesperado, me sentía traspasado por el terror: tenía que regresar inmediatamente, tenía que avisar, dar la alarma…

Salté al bote.

– ¿A dónde vais? -exclamó a mis espaldas el capitán inglés-. ¡Quedaos aquí, vuestra misión ha terminado…!

– ¡Todavía no! -grité, mientras mi bote empezaba a deslizarse río abajo impulsado por la corriente.

El desastre

De las horas del desastre, de la lucha última, terrible e inútil de los regimientos de Nassau y Príncipe Heredero guarda mi memoria escaso rastro, y doy por ello gracias al cielo. Los sucesos de la última noche se han concentrado en mi recuerdo en un sombrío y confuso cuadro de fuego, sangre, tumulto, torbellinos de nieve y nubes de pólvora. Al capitán Eglofstein no volví a verlo, y a Brockendorf sólo una vez más, en sueños. Fue muchos años después, en Alemania; una noche lluviosa me desperté bruscamente, sobresaltado: había visto a Brockendorf, lo había visto claramente en sueños salir de una casa en llamas perseguido por cuatro españoles. No llevaba ni guerrera ni camisa, y vi los negros mechones de pelo de su robusto pecho. Llevaba arrollado en una mano su capote, con el que paraba los golpes, mientras manejaba el sable con la otra. Daba tres o cuatro golpes a su alrededor, y luego dejaba caer el sable y se desplomaba al suelo. Un hombrecillo gordo y barbudo, que llevaba una linterna, se inclinaba sobre él y le arrebataba el capote.

Y mientras el barbudo, con su botín en las manos, lo examinaba y lo sopesaba, alguien lanzaba un disparo, un disparo totalmente silencioso, y el hombrecillo barbudo se desplomaba y quedaba tendido en el suelo bajo el capote de Brockendorf. La luna llena salía lentamente de detrás de las nubes y el viento cubría de nieve los dos cadáveres.

¿Fue todo aquello sólo la engañosa visión de una pesadilla tardía que me arrancó de un sueño inquieto? ¿O presencié realmente la muerte de Brockendorf y el tumulto del momento borró de mi memoria aquel cuadro, uno de tantos, haciéndomelo olvidar por completo hasta que, muchos años más tarde, un sueño torturante lo sacara de las profundidades del olvido? No podría decirlo.

Lo que es seguro es que vi caer al coronel con mis propios ojos, y también a Donop y a muchos más, pues la tercera señal y, con ella, el ataque del Tonel, significaron el desastre y yo llegué demasiado tarde para prevenir de lo que se avecinaba.

Salté a la orilla y me abrí paso entre los arbustos de sauce y ya allí me crucé con los granaderos en fuga que habían abandonado las líneas de defensa. Los guerrilleros los acosaban y no les dejaban tomar aliento. Me vi arrastrado por aquella masa en desorden; todos corrían tanto como podían, algunos caían y quedaban tendidos en el suelo, y así llegamos a las primeras casas de la ciudad. Dejé atrás al teniente primero von Froben, que estaba gravemente herido y avanzaba, tambaleándose como un borracho, a lo largo de la pared de una casa. Por fin conseguí hacer que se detuvieran algunos de los soldados que huían y por un rato conseguimos plantar cara a los guerrilleros. Pero luego, de repente, alguien dijo que ya teníamos al enemigo a nuestras espaldas, que más allá se oían disparos. Y ya fue imposible contener la situación; mis hombres se incorporaron de un salto y salieron corriendo calle abajo, y yo con ellos.

Por todas partes reinaban el caos y la confusión, todo el mundo empujaba, gritaba y se atrepellaba. Desde las ventanas volaban hacia nuestras cabezas toda clase de objetos: ladrillos, tinajas, leños, herramientas metálicas, tejas, asadores, peroles de estaño, cazuelas y botellas vacías. En un zaguán, sobre los peldaños de una escalera que llevaba a un sótano, había una mujer joven, encinta, que disparaba hacia la calle con un pistolón que cargaba una y otra vez. Uno se detuvo a mi lado y la apuntó. Después de aquello ya no vi nada, la luna llena había desaparecido tras las nubes, corríamos en medio de la oscuridad y por todas partes se oían gritos de aliento y exclamaciones desesperadas:

– ¡Mi caballo! ¿Dónde está mi caballo?

– ¡No tengas miedo! ¡Tú deja que se acerquen!

– ¿A dónde? ¿A dónde vamos? No veo más que nieve.

– ¡Dragones! ¡Hijos de Francia! ¡Resistid una vez más, cargad con las culatas!

– ¡Mi mochila!

– ¡Arriba! ¡Arriba! ¡Haz un esfuerzo, tenemos que seguir!

– ¡Armas al hombro! ¡Apunten! ¡Fuego!

– Aquí estoy. ¡Aquí!

– Estoy herido, no puedo más.

– ¡Que vienen!

– ¡Adelante! ¡Adelante!