– Está bien -dijo el Tonel.
– ¿Y las señales? -preguntó el capitán sacando su pizarra.
– ¿Conocéis mi casa en La Bisbal? -preguntó el marqués al Tonel.
– ¿La casa que hay a la entrada de la ciudad o la de la Calle de los Carmelitas, aquella que tiene unas cabezas de sarracenos?
– La de la Calle de los Carmelitas. Del tejado de ese edificio veréis alzarse un humo espeso y negro. Humo de paja mojada, ésa será la primera señal.
– Humo de paja mojada -repitió el capitán.
– Cuando una noche, estando todos en silencio en La Bisbal, oigáis el órgano del convento de San Danieclass="underline" ésa será la segunda señal.
– El órgano del convento de San Daniel -escribió el capitán-. ¿Y la tercera?
El marqués reflexionó por breves instantes.
– Dadme vuestro cuchillo, coronel Saracho -dijo por fin.
El Tonel sacó de debajo de su chupa un cuchillo de monte con mango de marfil tallado, de los que en España se llaman de lengua de buey.
El marqués lo tomó.
– Cuando un mensajero os traiga este cuchillo, ordenaréis el asalto. Ni antes ni después: de ello depende el éxito de toda la empresa, coronel Saracho.
Arriba, bajo el techo de la capilla, el teniente von Rohn, a quien no se le había escapado ni una palabra, sintió que la frente le ardía y la sangre le martilleaba las sienes. Conocía las tres señales destinadas a hacer caer la catástrofe sobre la guarnición de La Bisbal. Y sabía que el éxito de la empresa ya no estaba en manos del Tonel, sino en las suyas.
– Hay aún algunos detalles que conviene aclarar -dijo el oficial inglés, pensativo, mientras guardaba en su bolsillo la pizarra-. Podría ocurrírseles a los alemanes la idea de poner a buen recaudo a la persona del marqués de Bolibar. En tal caso, nos cansaríamos de esperar inútilmente las señales.
– Los alemanes no encontrarán en ninguna parte al marqués de Bolibar. Verán a un mendigo ciego que vende cirios benditos para el Agnus Dei a la puerta de la iglesia, o a un aldeano que lleva al mercado huevos, queso y castañas con su burro. Tratad de reconocerme en el sargento que hace formar a los centinelas delante del polvorín, o en el dragón que lleva a abrevar el caballo del comandante del regimiento.
El inglés sonrió.
– Vuestro rostro no es de los que se olvidan con facilidad -dijo-. Me comprometería a reconoceros en cualquiera de vuestros disfraces, señor marqués.
– ¿Así que os comprometeríais? -dijo el marqués, hundiéndose después en sus pensamientos; permaneció callado unos instantes-. Capitán, ¿conocéis al general Rowland Hill?
– He tenido repetidas veces el honor de ver al general Rowland Viscount Hill of Hawkstone; por última vez, hace cuatro meses, cuando, alojándome en Salamanca, hube de efectuar algunas compras cerca de su residencia. Pero, ¿qué estáis buscando en el suelo, señor marqués?
El marqués se había inclinado hacia el suelo. Cuando se irguió llevaba puesto sobre los hombros el capote escarlata del inglés. Aparte de ello, el teniente Rohn no notó al principio nada singular, y fue el gesto de inmenso asombro que se pintaba en el rostro del inglés lo que despertó su atención.
De repente, el rostro del marqués de Bolibar había adquirido rasgos extraños, por completo desconocidos para el teniente. Rohn veía por primera vez aquellas mejillas descarnadas, surcadas por numerosas arrugas, por primera vez aquellos ojos inquietos que se deslizaban sin descanso sobre las cosas, la boca dura y de trazos firmes, y aquel mentón robusto que dejaba adivinar una gran energía y una voluntad inquebrantable. Y entonces aquel semblante extraño abrió la boca y dijo lentamente, con voz carrasposa:
– Capitán, la próxima vez que en un ataque os halléis frente a una artillería tan pesada…
El inglés asió fuertemente al marqués por los hombros y profirió una maldición o un juramento que el teniente Rohn no comprendió.
– ¿Qué diablo de comediante os ha enseñado esa condenada técnica? -gritó-. ¡Si no fuera porque casualmente sé que Lord Hill no habla una palabra de español…! ¡Pero devolvedme mi capote, que hace un frío de todos los demonios!
Los guerrilleros se rieron del enojo y la estupefacción del inglés, pero uno de ellos se santiguó y dijo, mirando temerosamente al marqués:
– Su excelencia el señor marqués sabe hacer muchas más cosas. Dadle dos medidas de sangre, doce libras de carne y un saco de huesos y os hará con todo eso un hombre, cristiano o moro, lo mismo le da.
– ¿Seguís pensando, mi capitán -preguntó el marqués, que de golpe había recuperado su rostro habitual-, que los alemanes podrán prenderme si estoy decidido a desaparecer? Esta misma noche, a la hora del ángelus, pasearé por la Puerta del Sol sin que nadie me lo impida.
– Quisiera -dijo el capitán con tono preocupado- que me revelarais el disfraz que habéis elegido, pues temo que mis hombres, al no reconoceros, puedan causaros algún daño durante el asalto a La Bisbal.
– No deseo otra cosa -exclamó el marqués- que ser enterrado como un desconocido y perder junto con mi vida también mi nombre, que está cubierto para siempre de vergüenza y oprobio.
Entretanto, el fuego había ido menguando y empezaba a apagarse. El viento soplaba frío y húmedo y por detrás de los oscuros montes se alzaba un lívido amanecer.
– La gloria que os traerá esta empresa… -empezó a decir el capitán, en tono inseguro, mientras miraba las brasas que se apagaban.
– ¿Gloria? -lo interrumpió, airado, el marqués-. Es posible que sepáis, mi capitán, que la gloria no se gana en batallas y contiendas. Desprecio la guerra, que nos obliga a hacer el mal una y otra vez. Un pobre mozo de labranza que en su simpleza se limita a arar su campo, tiene más gloria que los mariscales y los generales, como es posible que sepáis, mi capitán. Pues con sus pobres manos, ese hombre sirve a la tierra, a la misma que nosotros hemos arruinado y ultrajado en esta guerra.
Todos los que estaban en pie alrededor del fuego apagado enmudecieron tras estas palabras y miraron llenos de asombro y temor, pero también de reverencia, a aquel hombre que, pese a despreciar la guerra, asumía la responsabilidad de mancharse de sangre en ella con tal de expiar la falta cometida por uno de su estirpe.
– Soy un soldado -dijo, tras un largo silencio, el Tonel-. Y una vez que nuestra empresa haya triunfado, discutiré con vos sobre la gloria que la guerra puede acarrear a un soldado valiente. Pues os reconoceré, marqués.
– Si me reconocéis, sed misericordioso y no pronunciéis mi nombre, que estará para siempre cubierto de oprobio. Apartad la mirada y dejadme seguir mi camino sin ser reconocido. Y ahora quedad con Dios.
– ¡Id con Dios! -repuso el capitán-. Y que el cielo os proteja en vuestra empresa.
Mientras el marqués se alejaba, el Tonel se volvió hacia el capitán y le dijo a media voz:
– Dudo que el marqués de Bolibar…
Se interrumpió, pues el marqués se había parado y acababa de darse la vuelta.
– Volvéis la cabeza cuando oís pronunciar vuestro nombre, señor marqués -exclamó el Tonel, riendo a carcajadas-, y por ello os reconoceré.
– Tenéis razón, y os lo agradezco. Debo enseñar a mi oído a hacerse sordo al sonido de mi nombre.
Está claro que fue en aquel momento cuando el marqués de Bolibar concibió la idea cuya realización presencié al día siguiente en su jardín, sin comprender el sentido de tan extraña escena. Entretanto, el teniente Rohn se consumía de temor e impaciencia en su escondite. Sabía que era la única persona capaz de salvar al regimiento Nassau del peligro que sobre él se cernía en La Bisbal. No veía llegar el momento en que su asistente vendría a liberarlo de su escondrijo y lo llevaría a La Bisbal. Y lo atormentaba la idea de que el marqués alcanzaría la ciudad antes que él y, sin impedimento alguno, desaparecería entre la multitud para poner en ejecución sus terribles planes.