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– ¿Y luego? -preguntó el teniente Günther con voz ronca.

– ¡Oh! Había nieve en los tejados, la noche era fría, y su carne y su sangre tan cálidas… -susurró Donop, alejándose en alas de sus pensamientos.

Günther no dijo ni una palabra. Midió la estancia a grandes pasos, lanzando miradas de odio a Donop y a los demás.

– ¡Bravo por nuestro coronel! -exclamó Brockendorf-. Tenía, en Alemania, el mejor vino y la mujer más guapa.

– La primera vez -empezó ahora Eglofstein- que me quedé a solas con ella en el salón… ¿Por qué justamente hoy me viene a la memoria ese día? La nieve barría las calles, tan fuerte que apenas se podía abrir los ojos. Yo estaba sentado frente al piano de cola, y ella de pie a mi lado. Mientras yo tocaba, su respiración se aceleraba, y yo oía sus suspiros. «¿Se puede confiar en vos, barón?», me preguntó, y luego me cogió la mano. «¡Ved cómo me late el corazón!», dijo en voz baja. Y llevó mi mano bajo su blusa, justo al lugar donde la naturaleza había dibujado en su piel la flor de ranúnculo azul…

– ¡Más vino! -exclamó Günther con voz ahogada por la cólera.

Ay, todos habíamos besado alguna vez aquel lunar, aquel pequeño ranúnculo azul. Pero Günther había sido el primero, y aún hoy lo torturaban los celos; odiaba a Eglofstein, odiaba a Brockendorf, nos odiaba a todos los que habíamos gozado después de él del amor de la hermosa Françoise-Marie.

– ¡Más vino! -exclamó, ronco de ira y arrancando la calabaza de donde estaba.

– Se acabó el vino, se acabó la misa, podemos cantar el kyrie eleison -dijo Donop, lleno de tristeza, pues no estaba pensando en el vino, sino en aquellos días pasados y en Françoise-Marie.

– ¡Imbéciles! -exclamó Brockendorf, volcando, en su embriaguez, su copa, que rodó por la mesa y se hizo añicos contra el suelo-. ¿Qué habláis vosotros, es que acaso la conocíais? ¡Vosotros, alfeñiques, enclenques! ¿Qué sabéis de sus noches, qué sabéis de sus soupers d'amour? ¡Aquéllos eran platos! -Brockendorf estalló en carcajadas y Günther se puso pálido como la muerte-. Cuatro platos había: à la Crécour era el primero. Luego à l'Aretin, à la Dubarry y, para acabar, à la Cythère…

– Y à la bastonazos -rechinó Günther, fuera de sí por los celos y la rabia, y levantó su copa, como si fuera a vaciársela en la cara a Brockendorf. Pero en aquel instante oímos ruido y voces en la calle.

– ¿Quién va? -exclamó el centinela.

– ¡Francia! -fue la respuesta.

– ¡Alto! ¿Quién vive? -exclamó el segundo centinela.

– Vive l'Empereur! -oímos gritar a una voz tajante y brusca.

Günther dejó la copa encima de la mesa y se puso a escuchar.

– Ve a ver qué pasa -me dijo Donop.

Y en eso se abrió la puerta bruscamente y uno de mis hombres entró, cubierto de nieve, en la habitación.

– Mi teniente, un oficial que no es del regimiento desea hablar con el oficial de guardia.

Nos levantamos de un salto y nos miramos los unos a los otros, asombrados y confusos. Brockendorf metió a toda prisa los dos brazos dentro de la guerrera.

Entonces, de repente, Eglofstein soltó una estridente carcajada.

– ¡Camaradas! -exclamó-. ¡Nos olvidábamos de que esta noche vamos a tener el honor de recibir al señor marqués de Bolibar!

Salignac

El capitán de caballería Baptiste de Salignac debió de tomarnos a todos por borrachos perdidos o por locos de remate cuando entró en la habitación, que rebosaba ruidosa alegría. Fue recibido por carcajadas desenfrenadas. Brockendorf jugueteaba con su copa vacía, Donop se había dejado caer en una silla y daba rienda suelta a su risa, y Eglofstein, con gesto irónico, hizo una profunda y respetuosa reverencia:

– Mis respetos, señor marqués. Estamos esperándoos desde hace una hora.

Salignac se detuvo en el umbral y, asombrado, nos miró a todos uno tras otro. Su guerrera azul con vueltas blancas y la corbata bicolor estaban desgarradas y arrugadas y manchadas de barro rojizo y ocre; el capote lo llevaba sujeto a las caderas, y las polainas blancas estaban caladas por la nieve y salpicadas hasta las rodillas por el fango del camino real. En torno a la frente llevaba atado un pañuelo a modo de turbante, por lo que recordaba a los mamelucos del general Rapps. Llevaba en la mano un casco agujereado. Detrás de él, por la puerta abierta, había entrado un arriero español, cargado con dos alforjas.

– ¡Pero pasad, pasad, señor marqués! ¡Estamos ansiosos de conoceros! -exclamó Donop sin dejar de reír. Brockendorf, que se había puesto en pie de un salto, se plantó ante el capitán y lo examinó con aire curioso de los pies a la cabeza.

– ¡Buenas noches, excelencia! A vuestras órdenes, señor marqués.

Pero de repente pareció darse cuenta de que era improcedente bromear con un traidor, con un espía. Comenzó a retorcerse las puntas de su bigote embetunado y, con gesto feroz, ordenó al capitán:

– ¡Vuestro sable, haced el favor! ¡Y rápido!

Asombrado, Salignac retrocedió un paso. La claridad de la tea encendida cayó de lleno sobre su rostro demacrado y vi que carecía de color, que era casi amarillo y estaba horriblemente marcado por algún mal incurable. Malhumorado, se giró hacia su sirviente, que justamente acababa de agacharse para apagar la tea en el suelo mojado por la nieve.

– El vino en estas regiones es peligroso -dijo en tono irritado-. Parece que quien lo bebe se vuelve loco.

– Cierto, señor militar, así es -dijo el sirviente con voz sumisa-. Lo sé muy bien. A la gente como yo también nos cae de vez en cuando un buen sermón.

Quizá Salignac tomara a Donop por el menos borracho de todos nosotros, pues dirigiéndose a él le dijo ásperamente:

– Soy el capitán Salignac de la Guardia Imperial. Tengo órdenes del mariscal Soult de unirme a vuestro regimiento y presentarme a su comandante. ¿Tenéis la bondad de decirme vuestro nombre?

– Teniente Donop, con la venia, vuestro humilde servidor, ilustrísimo señor marqués -dijo Donop, burlón-. A vuestras órdenes, excelencia.

– Estoy harto de sus payasadas. -Las manos del capitán temblaban de ira reprimida, pero su voz sonó fría, y ni una gota de sangre subió a sus descoloridas mejillas-. Usted elige: ¿espada o pistola? Tengo a mano ambas cosas.

Donop iba a replicar burlescamente, pero Brockendorf se le adelantó, inclinándose sobre la mesa y gritando con voz de borracho:

– ¡Mis respetos, señor marqués! ¿Cómo está la preciosa salud de su excelencia?

El capitán perdió de golpe su fría serenidad. Sacó el sable y empezó a atacar furiosamente a Brockendorf a planazos.

– ¡Eh, eh! ¡No tan fuerte! -gritó Brockendorf, sorprendido y confuso, y fue a atrincherarse detrás de la mesa, intentando parar los golpes con una botella de vino vacía.

– ¡Alto! -exclamó Eglofstein, agarrando por el brazo al enfurecido capitán.

– ¡Soltadme! -exclamó Salignac, y continuó arremetiendo contra Brockendorf con el sable.

– ¡Más tarde podréis batiros en duelo si es vuestro deseo, pero ahora haced el favor de escucharme!

– ¡No, no, déjalo! -exclamó Brockendorf desde detrás de la mesa-. He tenido que domar bastantes potros salvajes, y hasta ahora no me ha mordido ninguno. ¡Ah, rediós!

Acababa de recibir un buen golpe de sable en el dorso de la mano. De inmediato dejó caer la botella de vino y examinó afligido sus peludos dedos.

Salignac bajó el sable, alzó la cabeza y nos miró a uno tras otro con gesto triunfal y desafiante.

– ¿No estaré en un error? -exclamó Eglofstein-. Habéis dicho Salignac. Si sois el capitán Baptiste de Salignac de la Guardia Imperial, debo conoceros. Yo soy el capitán Eglofstein, del regimiento Nassau, y coincidimos hace años en una misión de correo.