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– No lo sé -dijo Eglofstein, encogiéndose de hombros. Lo único que sé, hermanos, es que estamos perdidos.

Mientras estábamos allí desesperados, sin saber qué hacer para salir con bien de aquello, la puerta se abrió de golpe y entró a grandes pasos el sargento Urban de los granaderos de Nassau. Llevaba un gran perro negro cogido del collar.

– ¡Mi capitán! -exclamó jadeante, pues le costaba un gran esfuerzo sujetar al perro, que se debatía como si estuviera rabioso-. Mi capitán, este perro no para de correr de aquí para allá, y no hay manera de ahuyentarlo. Rascaba en la puerta y quería entrar.

Entonces su mirada cayó sobre el arriero; soltó inmediatamente el collar, se puso en jarras y empezó a reírse a mandíbula batiente.

– ¡Perico! -gritó, retorciéndose, a punto de reventar de risa-. ¿Estás ya de vuelta, Perico? ¡Poco ha durado la romería!

De un salto, el perro se había lanzado sobre el arriero. Junto a él, se puso a dar brincos, a retozar, a aullar y a demostrar su desbordante alegría de todas las maneras posibles.

– ¿Qué sabe usted de este hombre? -preguntó Eglofstein-. ¿Lo conoce usted, sargento?

– ¡Sí que me conoce! -exclamó alentado el español-. Ya lo habéis oído, me ha llamado Perico. Perico, ése soy yo. ¡Dios y la Santísima Virgen sean loados! Ya veis vos mismo que no soy un espía-. El perro se apretaba contra él, gemía y le lamía las manos, pero él lo rechazó, mandándolo a un rincón.

– ¡Espía no serás, pero lo que es ladrón…! -exclamó el sargento-. ¡Sinvergüenza! ¡Pillastre inmundo y harapiento! ¡Venga acá el dinero! Si los truhanes formasen un regimiento, tú serías el abanderado!

El español se estremeció y, asustado, miró al sargento con ojos llenos de temor.

– Mi capitán -informó el sargento-, este individuo es uno de los carreteros españoles que tenemos a nuestro servicio. Esta mañana, durante una parada delante de la posada que hay al lado de la puerta, le ha robado al dragón Kümmel, de la compañía del sargento Brendel, una bolsa que contenía doce táleros. Hemos ido tras él, pero no hemos podido capturarlo. Y ahora resulta que ha vuelto por su propio pie.

El arriero palideció, y todo su cuerpo empezó a temblar.

– ¡So marrano! -le gritó el sargento-. ¡Devuelve el dinero, que ya no te va a hacer falta! ¡O te cuelgan, o vas a galeras para toda la vida!

Eglofstein se puso en pie. En sus ojos brillaba una alegría desbordante y triunfal. Había desaparecido el peso que le oprimía el corazón. El español que sorprendió nuestro secreto había sido atrapado por ladrón y era reo de muerte. Eglofstein cambió una mirada de inteligencia con Günther y Donop.

– ¿Es que no te han pagado tu jornal cada día? -preguntó severamente al español-. ¿Qué motivos tenías para robar?

– No he robado -balbució el español, horrorizado-. No sé nada de jornales, ni he sido nunca carretero con vosotros.

– ¡Serás embustero! -exclamó irritado el sargento-. ¿O sea que no has sido nunca carretero en nuestro regimiento?

Corrió a la escalera y gritó hacia la buhardilla:

– ¡Kümmel! ¿Estás despierto? ¡Kümmel! ¡Baja enseguida! ¡Tus táleros han vuelto ellos solitos!

El dragón Kümmel bajó inmediatamente la escalera a tropezones, medio dormido y con el pelo revuelto como un jamelgo. En lugar de capote llevaba sobre los hombros una manta de caballo. En cuanto vio al arriero se despabiló.

– ¿Ya estás aquí otra vez? -gritó-. ¡Perro sarnoso! ¡Cerdo repugnante! ¡Piltrafa nauseabunda! ¿Quién te ha echado el guante? ¿Dónde está mi dinero?

– ¿Qué queréis de mí? ¡No os conozco, no os he visto nunca! -gimió el arriero, aterrorizado-. Juro por la sangre de Cristo…

– ¡Habla en cristiano! -gritó Kümmel, esperando que aquel español hablase en alemán y no en castellano-. ¡Maldito sea el loco que en la torre de Babel se inventó vuestra condenada jerga!

– ¿Lo reconoce? ¿Es éste el sujeto que le ha robado la bolsa esta mañana? -preguntó impaciente Eglofstein al dragón.

– ¡Cómo no voy a reconocerlo! -respondió Kümmel-. No hay dos como él en todo el ejército. Lleva una gorra que parece un nido de cigüeña, tiene la cabeza como una calabaza y un morro que parece un cazo. Ven para acá, chaval, que te voy a echar una mirada.

Echó mano a la tea y volvió a observar al español de pies a cabeza.

– ¡Mi capitán, no es él! -dijo al cabo de un momento, sacudiendo la cabeza muy asombrado-. ¡Que el diablo te lleve! ¡Esta mañana tenías cuatro dedos de ladrón en la mano derecha y ahora de golpe y porrazo tienes cinco!

– ¿No es él? -exclamó Eglofstein, apenas capaz de disimular su disgusto y su decepción-. ¡Registradlo, mirad si lleva el dinero encima!

El dragón Kümmel metió las manos en los bolsillos de la zamarra del arriero y sacó enseguida una gran bolsa de cuero.

– ¡Aquí está! ¡Mi bolsa! ¿Vas a seguir negándolo, so ratero?

Buscó en la bolsa, pero no encontró nada en ella, excepto unos dientes de ajo y un trozo de pan.

– ¡Mi dinero no está! -gritó enfurecido-. ¿Es que siempre me tiene que tocar a mí pagar el pato? ¿Adonde han ido a parar mis táleros? ¡Contesta! ¿Te los has gastado todos en vino en un solo día?

El español siguió callado, mirando desconcertado al suelo.

– ¿Dónde está mi dinero? -gritó el dragón-. ¿Lo has enterrado o te lo has bebido? ¿Qué, te ha comido la lengua el gato?

– Dios me ha mandado un terrible castigo -dijo el español-. Es su voluntad. Lo que ha de suceder, sucede.

– ¡Mi capitán! -dijo el sargento Urban-. Seguramente este es el mismo ladrón que hace cinco días robó uno de los arcones del señor coronel, que contenía vestidos y camisones de seda de la señora coronela.

– ¡Basta, basta! -exclamó enseguida Eglofstein. Le inquietaba que el sargento empezase a hablar del coronel y su esposa, pues temía que el arriero aprovechase la ocasión para soltar todo lo que nos había oído decir-. ¡Basta! El robo está probado. Sargento, tome seis hombres con los fusiles cargados, llévese a este hombre al patio y terminemos de una vez.

– Pero rápido, ¿eh? ¡Rápido! -apremió Günther-. No me gustan los curas que dicen la misa despacio.

– No me hace falta ni la mitad de lo que dura una Santa Misa, del Introito al Agnus Dei -dijo el sargento, y, volviéndose hacia los dragones que por curiosidad, para ver qué pasaba, habían bajado por las escaleras detrás de Kümmel, ordenó:

– ¡A formar! Ponedlo en el centro. ¡Media vuelta a la derecha! ¡Adelante! ¡Marchen!

– ¡Señor! -exclamó el arriero, soltándose de las manos de los dragones-. ¡Vos sois cristiano! ¿Me vais a matar sin confesión?

Eglofstein frunció el ceño. No estaba dispuesto a consentir ningún aplazamiento. Además, dejar hablar al español libremente con otro le parecía peligroso y totalmente absurdo.

– Si he de morir, quiero confesarme antes -exclamó el español con el rostro alterado-. Vos, como yo, creéis en Dios y en la Santísima Trinidad. Por la salvación de mi alma, haced que venga el señor cura, o el padre guardián del convento de Santa Engracia.

– ¿Para qué quieres al cura? ¡Confiésate con ése! -terció Brockendorf, señalando al teniente Donop-. También tiene una buena calva, y cuando se pone a hablar latín no hay quien lo pare.

– ¡Se acabó! ¡Se acabó! ¡Sargento, lléveselo! -exclamó Günther, para quien el asunto ya se estaba prolongando demasiado.

– ¡No! -gritó el español, agarrándose con las dos manos a la mesa-. ¡Dejadme hablar con el señor cura! ¡Sólo un momento, unos pocos minutos, lo que dura un santo rosario!

Pero era justamente eso lo que nos convenía evitar.

– ¡Cállate, ladrón! -le espetó Günther-. ¿Te has creído que no sé las condenadas mentiras que quieres confesarle al cura? ¡Sargento, lléveselo!