Brockendorf y Günther salieron afuera, ambos sonrojados, el uno por el vino y el otro por la emoción del juego. Günther estaba radiante de alegría, y Brockendorf flemático, como siempre que no estaba borracho.
– ¿Quién de los dos le ha ganado las botas al otro? -preguntó Eglofstein-. ¿Habéis jugado a letzte lese? ¿O a dreissig und eins? ¿O a ofenrauschen? ¿O a bück' dich, bauer?
– Hemos jugado a karnüffel -respondió Günther-. Y he ganado yo.
San Antonio tenía en la mano una nota impresa que afirmaba que la concepción de María había sido en verdad inmaculada. Günther se la quitó de la mano y puso en su lugar la sota de oros. Y el santo, paciente y lleno de indulgencia, igual que en su paso por el mundo, sostuvo el naipe entre los dedos.
– Günther -dijo Brockendorf con su acostumbrada parsimonia-, en Barcelona, donde todas las mañanas pasaban por debajo de mi ventana los penados camino del trabajo, vi entre ellos a un tahúr cuyo rostro se parecía sobremanera al tuyo.
– Y yo -exclamó Günther enardecido-, en Kassel, vi colgar de la horca a un ladrón que tenía la misma nariz aplastada que tú.
– La naturaleza -dijo Eglofstein con absoluta seriedad- se complace a veces en extraños caprichos.
Continuamos los cuatro nuestro camino.
– Tiene el rey de picas en la mano -empezó a contar Günther, aún lleno de entusiasmo-. Lo echa, creyendo que va a ganar, y me dice: súbelo. Y así hemos seguido, baza y contrabaza, la dama de corazones por aquí, la sota de corazones por allá. Y para acabar echo el as de corazones, canto las diez de últimas y asunto concluido.
Se giró hacia Brockendorf y le chilló, triunfante, al oído:
– ¡Las diez de últimas, Brockendorf! ¿Has oído? ¡Las diez de últimas!
– Que sí, hombre, que sí: sé tú el primero -refunfuñó Brockendorf para sí, mientras seguía andando-. No tardará en darse cuenta de que no eres lo que ella necesita. Tu fuego, chaval, arde en una mecha demasiado corta.
Eglofstein los miró a los dos y silbó levemente.
– ¿Qué es lo que os habéis jugado?
– Quién ha de ser el primero con la Monjita -respondió Brockendorf.
– Ya me lo imaginaba -dijo Eglofstein con una breve carcajada.
– Brockendorf se la ha encontrado esta mañana en la calle -informó Günther-. Y ella le ha dado una cita para mañana, justo después de la misa. Pero iré yo en su lugar. A él le falta el belair, y nos hubiera cegado el pozo a todos. Yo sé cómo hay que hablarles en español a las mujeres de aquí.
Eglofstein, lleno de curiosidad, se dirigió a Brockendorf:
– ¿Es verdad eso? ¿Has hablado con ella?
– Sí. Y un buen rato -dijo Brockendorf, ufanándose.
– ¿Qué le has dicho?
– Le he confesado sin tapujos que estaba enamorado de ella y que sólo ella podía aliviar mis penas.
– ¿Y ella? ¿Qué te ha contestado?
– Me ha dicho que no podía hablar conmigo en la calle, que eso no se acostumbraba en La Bisbal, pero que fuera mañana a visitarla después de la misa, que en su casa tiene agujas y lejía en abundancia.
– ¿Qué? ¿Agujas y lejía?
– Sí. Es que le he dicho que por ella comería agujas y bebería lejía.
– Mañana, cuando el coronel haya salido, iré a visitarla -explicó Günther.
– ¡Ve, ve! -exclamó Brockendorf, riendo estruendosamente-. ¡Ve y que te aprovechen las agujas y la lejía!
– Günther -dijo Eglofstein-. Tú y Brockendorf os creéis que sois los únicos en esta partida. Pero anda con cuidado, yo también tengo triunfos en la mano, mejores que tus bazas y contrabazas y ases de corazones.
– Sigo teniendo las diez de últimas. El que las canta, gana -dijo Günther despacio y maliciosamente; y ambos, Eglofstein y Günther, se midieron con miradas llenas de hostilidad, como si estuvieran el uno frente al otro en el foso de la muralla, dispuestos a batirse en duelo.
Entretanto habíamos llegado a la residencia del coronel. Ante la puerta encontramos al capitán Salignac, excitadísimo, ocupado en dispersar una turba de mendigos que, como era domingo, habían acudido para recibir en la casa del marqués de Bolibar la acostumbrada ración de sopa y guisantes fritos.
– ¿Qué buscáis aquí, pillos, granujas, odres de vino? -les gritaba Salignac-. ¡Fuera de aquí! ¡Aquí no entra nadie!
– ¡Una limosna, señor, por la misericordia divina! ¡Tened compasión de los pobres! ¡Alabado sea Dios! ¡Dad de comer al hambriento! -gritaban los mendigos en total confusión. Uno de ellos, poniendo ante los ojos de Salignac su brazo mutilado, se quejó:
– También a mí me mandó Dios una desgracia.
El capitán retrocedió un paso y llamó a la guardia. Enseguida salieron del zaguán dos dragones, que a empujones pusieron en fuga a los mendigos. Pero uno de los expulsados se giró mientras corría y gritó:
– ¡Te conozco, hombre sin entrañas! Cristo ya te castigó una vez por tu dureza de corazón. ¡Tú, como las bestias, jamás alcanzarás la gloria!
El capitán, impasible, le siguió con la mirada. Luego se dirigió a mí.
– Teniente Jochberg, usted es el único de todos nosotros que ha visto al marqués de Bolibar. ¿Podría reconocerle en alguno de esos granujas? Me parece muy probable que intente de este modo entrar a hurtadillas en su casa.
Traté de explicarle que aquellos mendigos habían acudido solamente en busca de su limosna dominical, pero, sin dejarme terminar, se lanzó sobre un campesino que, medio escondido detrás de una mula cargada de leña, lo miraba fijamente a la cara, entre curioso y atemorizado.
– ¿Qué buscas aquí, sinvergüenza, cabezón?
El campesino se llevó la mano a la frente, los labios y el pecho, haciendo la señal de la cruz, y murmuró tembloroso:
– ¡Apártate de mí, judío! ¡Humíllate ante la cruz!
No pudimos reprimir la risa al oír que el campesino tildaba de judío al capitán. Sólo Salignac aparentó no haberlo oído. Miró al campesino con gesto amenazador y lleno de desconfianza, y le preguntó:
– ¿Quién eres? ¿Qué buscas aquí? ¿Quién te ha llamado?
– Traigo leña del bosque para el señor marqués, Su Eternidad -balbució amedrentado el campesino.
Y mientras daba al capitán tan extraño tratamiento, se santiguó una vez más.
– ¡Pues llévale tu leña al diablo, para que caliente el infierno con ella! -rugió Salignac. El campesino se dio la vuelta y salió corriendo aterrorizado calle abajo y seguido por su mula, que brincaba como loca.
Salignac respiró hondo y se nos acercó.
– Es un trabajo duro. Así estamos desde esta mañana temprano. Usted, Eglofstein, en su despacho…
Se interrumpió, pues acababa de llegar, con un carro cargado de maíz seco, un campesino en el que volvió a sospechar uno de los disfraces del marqués de Bolibar, y a quien cubrió de maldiciones e injurias.
Lo dejamos allí y subimos por la escalera.
Arriba, en el comedor, encontramos a Donop departiendo con el cura y el alcalde, que también estaban invitados a comer. Donop se había acicalado a base de bien: llevaba sus mejores pantalones, las botas recién enceradas y una corbata negra atada al cuello con el nudo hecho a la última moda.
Salió a nuestro encuentro y nos dijo con gesto misterioso:
– Ella se sentará a la mesa.
– No creo -le contradijo Günther-. El amargado del coronel la tiene atada como a un chivo.
– Me la he cruzado en las escaleras -contó Donop-. Llevaba puesto un vestido de Françoise-Marie, el de muselina blanca à la Minerve. Tuve la sensación de contemplar la viva efigie de una muerta.
– Ahora todos los días lleva vestidos de Françoise-Marie -informó Eglofstein-. El coronel está empeñado en que se parezca en todo a su primera mujer. ¿Os creeréis que la ha hecho aprender a distinguir todos los vins de liqueurs, desde el Rosalis al Saint-Laurens? Y ahora le está enseñando a jugar a las cartas: L'hombre, piquet, petite prime, etcétera, etcétera.