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– ¡Herodes! -chilló el cura.

– ¡Herodes! -gimió el alcalde, y ambos, horrorizados y con las caras descompuestas, fijaron aún más la mirada en el capitán Salignac.

– Sí, a Herodes. O a Calígula -dijo Salignac, y se echó vino en la copa.

– El camino por donde nos lleva -dijo Donop, despacio y pensativo-, atraviesa valles de dolor y ríos de sangre. Pero conduce a la libertad y a la felicidad del género humano. Tenemos que seguirlo, no hay otro camino. Nacidos en mala época, no nos queda más remedio que aguardar a la paz del cielo, pues la de la tierra nos está negada.

– Donop -dijo Brockendorf, mientras se pelaba una manzana-, ya estás otra vez hablando como una beata que viniese del confesionario.

– ¡Para qué quiero yo la paz! -exclamó Salignac con repentina vehemencia y a voz en grito-. Durante toda mi vida, la guerra ha sido mi elemento. Para mí no se han hecho el cielo y su paz eterna.

De los labios del alcalde salieron, como un lamento, las palabras:

– Lo sé.

– Lo sabemos -gimió también el cura. Y, mientras juntaba las manos, murmuró, con labios torcidos por el terror-: Deus in adjutorium meum intende!

Mientras tanto, el coronel se había levantado de la mesa, y todos abandonamos nuestros asientos. Salignac se echó el capote sobre los hombros y se fue escaleras abajo con ruido de espuelas. El cura y el alcalde lo siguieron temerosos con la mirada hasta que desapareció. Entonces el cura, tirándome de la manga, me llevó a un rincón.

– ¿Querríais preguntarle al señor oficial que acaba de salir si no ha estado ya alguna otra vez aquí, en La Bisbal? -me rogó.

– ¿En La Bisbal? ¿Cuándo pudo ser eso? -pregunté.

– Hace cincuenta años, en tiempos de mi abuelo, cuando hubo la gran peste -me respondió el alcalde, dando a entender por su gesto que aquello le parecía la cosa más natural del mundo.

Estallé en carcajadas, y en un principio no supe qué replicar a semejante disparate. El alcalde alzó los dos brazos, como en un conjuro, y el cura, con un gesto de terror, me rogó silencio.

Donop estaba conversando con Günther, y mientras tanto no apartaba la vista de la Monjita.

– Jamás he visto un parecido tan evidente. El porte, la cabellera, esos gestos…

– El parecido será perfecto -le interrumpió Günther a su manera petulante- cuando le haya enseñado a susurrarme al despedirnos: «Hasta esta noche, querido».

– ¡Günther! -llamó de pronto el coronel desde el otro extremo de la estancia.

– Aquí estoy. ¿Para qué se me llama? -dijo Günther, acudiendo a donde estaba el coronel.

Los vi hablar unos instantes, y enseguida Günther volvió junto a nosotros, con los labios apretados y la cara blanca como el papel.

– Tengo que transferirte mi mando -me dijo entre dientes- y salir a caballo esta misma noche hacia Terra Molina con unas cartas del coronel para el general d'Hilliers. ¡Este es el as que Eglofstein guardaba en la manga!

– Seguro que esas cartas son de la máxima urgencia -dije, contento de que la elección del coronel no hubiera recaído en mí-. Te dejo mi veloz caballo polaco. En cinco días estarás de regreso.

– Y tú irás mañana en mi lugar a ver a la Monjita, ¿a que sí? Estás conchabado con Eglofstein, lo sé. Tú y Eglofstein sois como un roto para un descosido.

No le respondí, pero Brockendorf terció en la conversación.

– Günther, te conozco muy bien. Tienes miedo, te parece estar oyendo ya las balas de mosquetes zumbando por el aire.

– ¿Miedo yo? Sabes muy bien, Brockendorf, que si hace falta yo le planto cara a tres morteros.

– El coronel sabe que eres un buen jinete -dijo Donop.

– ¡Deja de charlar como un papagayo! -profirió Günther-. ¿Te crees que no me he dado cuenta de que Eglofstein hablaba disimuladamente con el coronel mientras estábamos aún sentados a la mesa? Quiere tenerme a cien millas de aquí, y todo por la Monjita. Que me aspen si se lo perdono. Lo único que sabe hacer es espiar; en cuanto ve a dos juntos, se acerca a hurtadillas como un inspector de aduanas.

– ¿Y qué le vas a hacer? -dijo Donop-. Es una orden del coronel, y de nada te sirve ya jurar y maldecir.

– ¡No voy ni aunque me maten! ¡Antes prefiero que me parta un rayo que dejaros vía libre a vosotros!

Le impuse silencio con un gesto, pues la Monjita, acompañada al piano por Eglofstein, empezaba ya a cantar.

Cantó el aria «Son vergine vezzosa» de la ópera I Puritani, y a los primeros acordes me sentí traspasado por el dolor y la melancolía de sublimes recuerdos. Pues yo había oído varias veces a Françoise-Marie cantar aquel aria igual que lo hacía ahora la Monjita, de pie, con aquellos redondeados hombros infantiles, la cabecita, cubierta de un esplendor rojo-dorado, inclinada hacia el suelo, y una sonrisa furtiva dirigida a mí. Me sentí arrebatado de felicidad: ¿no era ayer todavía cuando yo tenía, gozoso, este cuerpo entre mis brazos? ¿No era ayer cuando yo, embriagado, había cubierto de besos aquella misma boca cantarína? Y una idea se apoderó de mí, inundándome por completo: no, no puede ser de otro modo; en el momento de la despedida, cuando me incline sobre su mano, me susurrará como entonces: «¡Hasta esta noche, querido!».

De improviso, la Monjita se interrumpió en medio del «Nel cuor piú non mi sento» y se giró, buscando con los ojos la ayuda del coronel. El coronel se acercó a ella, le acarició la cabellera pelirroja y dijo:

– Es la primera vez que canta delante de extraños, y la pobrecilla no ha podido aprenderse más que el principio.

– Tiene buena voz -dijo el cura, saliendo de su rincón-. Alguna vez, en los días de fiesta, cantaba para nosotros en la iglesia, en compañía de un licenciado que el marqués de Bolibar tuvo empleado un tiempo en su biblioteca. Ahora está en Madrid, y tiene un buen puesto de capellán.

– ¡Otra vez ese marqués de Bolibar! -exclamó el coronel-. En esta ciudad no se oye otro nombre durante el día entero. ¿Dónde está? ¿Dónde se oculta? ¿Por qué no llego nunca a verlo? Tengo buenos motivos para desear conocerlo.

Callar habría sido más prudente. Pero mi secreto no me dejaba en paz.

– ¡Mi coronel! -dije-. El marqués de Bolibar está muerto.

Eglofstein se levantó del piano, disgustado.

– ¡Jochberg! -dijo con tono malhumorado-. ¿Es que va usted a fatigarnos otra vez con sus absurdas fábulas?

– Es tal como os lo digo. En Nochebuena, estando al mando de la guardia de la puerta, di a mis hombres la orden de fusilar al marqués de Bolibar.

Eglofstein se encogió de hombros.

– Es un sueño de su fantasía sobreexcitada -dijo, dirigiéndose al coronel-. El marqués de Bolibar vive, y me temo que aún nos dará mucho que hacer.

– Por lo demás -resolvió el coronel-, esté muerto o no, conocemos sus planes, y hemos tomado todas las medidas necesarias para impedir su realización.

– Y yo digo y mantengo -exclamé, irritado por los aires de suficiencia y la socarronería de Eglofstein-, que está muerto y enterrado, y que nos estamos batiendo con un espantajo, con un fantasma, con una quimera.

Y en eso, de repente, se abrió la puerta de golpe. Salignac entró en la estancia, con el rostro aún más lívido que de costumbre, con la venda en torno a la frente, el sable en la mano, y sin aliento a causa de la carrera escaleras arriba. Sus ojos buscaban al coronel.