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Las palabras de Donop y Brockendorf provocaron un intenso desasosiego en Eglofstein.

– ¿Es verdad eso? ¿Se santiguan? ¿Lo rehuyen?

– Sí. Y las mujeres, en cuanto lo ven venir, esconden a las criaturas detrás de los portales.

– ¡Brockendorf! -exclamó Eglofstein tras un breve silencio-. ¿Te acuerdas del motín de los lanceros polacos en Witebsk?

– Sí. Pedían buen pan y que no los apalearan más.

– ¡No! No fue así la cosa. Una noche, los lanceros polacos se reunieron, se amotinaron y se pusieron a gritar que su comandante estaba maldito de Dios y su presencia era la causa de la epidemia de peste que asolaba al regimiento. El Emperador hizo fusilar a treinta de ellos como escarmiento. Se echó a suertes, mediante tiras de papel blancas y negras, quiénes serían las víctimas. Bueno, pues aquel comandante era Salignac.

Nos quedamos mudos de asombro. Se acercaba el mediodía. Por sobre los campos soplaba una brisa tibia, y el aire olía a deshielo. Oíamos a nuestro alrededor el repiqueteo de palas y layas, y el leve ruido de la tierra removida.

– Hermanos -dijo Eglofstein enderezándose con brusquedad, como si hubiera tomado una decisión-, hace días que lo llevo dentro, pero hoy me roe más que nunca. ¿Puedo estar seguro de vosotros? ¿Puedo hablar? ¿Me guardaréis el secreto?

Lo prometimos, y clavamos en él miradas curiosas y expectantes.

– Ya me conocéis -empezó Eglofstein-. Sabéis que desprecio cualquier clase de absurda superstición. Me importan un comino Dios y los santos y los intercesores y el resto de seres fabulosos que pueblan esa invención llamada paraíso. ¡Cállate, Donop! ¡No me interrumpas! Yo también he leído La verdadera Cristiandad de Arndt. Y el Gozo terrenal en Dios de Brockes. Esos libros están llenos de palabras bonitas, pero detrás de ellas no hay ninguna realidad.

Donop sacudió la cabeza. Estábamos apiñados, con las cabezas tan juntas que los penachos blancos que coronaban nuestros cascos se rozaban. Eglofstein continuó hablando:

– Me río de esos viejos necios que hablan de conjunciones funestas del cielo, de constelaciones hostiles, de la influencia nociva de Venus, del Sol o del Triángulo. Por no hablar de lo que hacen en este país esas mujerucas que, por medio cuarto, le leen a uno en la mano, con toda solemnidad, la línea de la vida, la línea del corazón y la línea de la felicidad: todo eso no es más que necedad o engaño, por más que a los españoles les pueda parecer cosa sagrada.

– ¡Siga, siga usted! -le apuró Donop.

– Pero de una cosa estoy seguro. Podéis reíros sin queréis, pero yo creo en ello con tanta firmeza como el más piadoso de los cristianos cree en la santidad de la misa. Hay personas que son la avanzadilla de las catástrofes. Allá donde van, traen la desgracia y la ruina. Esas personas existen, Donop, lo sé, aunque tú te rías de mí y me llames iluso.

– No me río. Bien sé que a cada uno le llega la hora en que ha de ir con el rey Saúl a Endor.

– Y por eso me asusté aquella Nochebuena cuando apareció Salignac. No dejé que se notara, pero hubiese preferido que se fuera con su orden al infierno o a cualquier otra parte.

– ¿Y bien, qué pasa con Salignac? -preguntó Brockendorf, reprimiendo un bostezo.

– ¡Brockendorf! Tú también estuviste en la campaña de Prusia. Tuviste que oír hablar de Salignac. Os voy a contar lo que sé de él.

Se sentó encima de un cesto de zapador, apoyó el mentón entre las manos y contó:

– En diciembre del año 1806, el cuerpo de ejército Angereau cruzó el Vístula a la altura de la aldea de Ukrst. La maniobra, sin el hostigamiento del enemigo, se llevó a cabo con éxito prácticamente hasta el final. Justo en el momento en que el último pontón se disponía a dejar la orilla, apareció Salignac, que viajaba al encuentro del Emperador con despachos de Berthier, y se introdujo en la barca con su caballo. La embarcación llegó hasta el centro del río. De repente, una bala perdida alcanzó al timonel. Cundieron la confusión y el pánico, el caballo de Salignac se espantó, la barca volcó y diecisiete granaderos del regimiento del coronel Albert se ahogaron a la vista de todo el cuerpo de ejército. Sólo Salignac, con su caballo, logró alcanzar a nado la otra orilla. Los lanceros polacos de Witebsk sabían muy bien por qué se amotinaron.

– ¿He oído bien? -exclamó Donop-. ¿Cómo es esto, mi capitán? ¿Quiere usted sacar conclusiones de semejante casualidad?

– ¿Casualidad? Puede ser. Pero las casualidades se amontonan. Escuchad un poco más. -Sacó del bolsillo un cuaderno con apuntes y le echó una mirada-. Lo que les voy a relatar ahora se refiere a la destrucción del regimiento de línea número 16, en enero de 1807. El regimiento avanzaba, siguiendo el curso del río Warthe, hacía Bromberg, llevando por delante unidades de caballería enemiga. En la noche del ocho al nueve de enero, las tropas acamparon en un lugar protegido por vegetación boscosa y arbustos. Poco después del amanecer, el regimiento fue atacado por húsares prusianos. Esto había venido aconteciendo casi a diario, y el coronel Fénérol habría podido repeler el ataque sin excesivo esfuerzo de no ser porque, por motivos no esclarecidos, tomó a las fuerzas enemigas, hasta el momento mismo de la refriega, por efectivos del cuerpo de ejército Davout. El coronel Fénérol cayó nada más empezar la lucha. Su magnífico regimiento fue prácticamente triturado. Quizá todo esto les sea conocido. Sin embargo, seguro que ignoran que el día anterior Salignac se había incorporado al regimiento con dos escuadrones de cazadores de la caballería de Murat. Y Salignac fue el único de los oficiales que consiguió abrirse paso luchando hasta Bromberg. Si quieren llamar también casualidad a eso…

– ¡Pero todo eso se puede explicar de la manera más natural del mundo! -exclamó Donop, cuyo asombro iba en aumento.

– Pues escuchad un caso en el que me vi envuelto yo mismo. El once de febrero del mismo año llegué a Pasewalk. Buscando donde guarecerme, pues la noche era helada y había dos palmos de nieve, me encontré en la calle con Salignac, que se hallaba nuevamente en misión de correo y, como yo, no había encontrado todavía alojamiento. Por aquel entonces ya había adquirido en el ejército la fama de estar siempre presente cuando ocurría un desastre y de salir siempre con vida. Recuerdo que hice en broma alguna alusión a ello, pero él se hizo el desentendido. Finalmente encontramos un lugar para dormir en unos establos, y resolvimos pasar la noche juntos. A la una de la madrugada me despertó una detonación, tan fuerte que el suelo tembló bajo nosotros. No lejos de allí, un molino de pólvora había saltado por los aires, y la mitad del barrio con él. De afuera nos llegaba el griterío de los moribundos y los heridos. A mí me había roto un brazo una viga desprendida del techo. Salignac, en cambio, andaba de un lado al otro del recinto, completamente vestido, listo para viajar, totalmente ileso, y lloraba.

– ¿Lloraba? -exclamó Donop.

– Eso me pareció.

– ¿Qué me sucede? -dijo Donop, sumido en sus pensamientos-. Cuando era pequeño, mi madre solía contarme la historia de un hombre que lloraba porque estaba condenado a traer la desgracia a este mundo. ¿Quién era aquel hombre del que me hablaba mi madre?

– Pero lo que más me asustó -prosiguió Eglofstein- fue que Salignac siguiera viaje antes de que pasase una hora. En medio de la confusión de mis sentidos, me pareció como si él hubiese estado esperando aquel desgraciado suceso, y ahora que ya había tenido lugar le fuese permitido seguir cabalgando para llevar el terror y la ruina a otros lugares.

– El hombre que lloraba… -repitió Donop en voz baja, sumergido aún en sus pensamientos-. ¿Quién era aquel hombre del que mi madre me hablaba? En fin, no importa, lo he olvidado.

Pero yo me acordaba muy bien de las extrañas palabras de los campesinos y los mendigos, y del extraño comportamiento del alcalde y el cura en la mesa del coronel. «¡Dios se apiade de su desgracia!», había rogado el cura, mirando con ojos asustados a Salignac. Y de golpe me vinieron también a la mente las palabras que Salignac había murmurado casi para sí mismo la mañana de aquel día de Navidad, su afirmación de que nadie que hubiera hecho un trozo de camino con él había vivido mucho tiempo. Y me recorrió un escalofrío, el miedo no sabía a qué, y la remota intuición de un peregrino y antiquísimo misterio… Pero todo eso sólo lo sentí durante un segundo; después se desvaneció. A mi alrededor brillaban alegres al sol invernal las palas y layas y los fusiles de los granaderos. El campanario de la aldea de Figueras, las moreras con las ramas cubiertas de nieve, que se alzaban sobre las lejanas colinas, todo, aun lo más lejano, se veía claro y nítido a la luz serena de aquel despejado día de invierno. Aún sentí por un instante como un leve hálito de lo que me había angustiado, pero luego desapareció y volví a sentirme libre.