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Brockendorf contemplaba los retratos de los santos con una atención y detenimiento que me asombraron.

– ¿Tiene usted también -preguntó por fin- algún cuadro de santa Susana?

– Es ésta, si se refiere usted a la santa que fue decapitada en tiempos del emperador romano Diocleciano por haber rehusado tomar por esposo al hijo de dicho emperador.

– De eso no sé nada -afirmó Brockendorf-. Me parece que no estamos hablando de la misma santa Susana.

– No conozco a ninguna otra santa que lleve ese nombre -exclamó el pintor, irritado-. Ni Laurentius Surius, ni Petrus Ribadeira, ni tampoco Simeón Metaphrastes, Johannes Trithenius y Sylvanus de Lapide la mencionan. ¿Quién es esa Susana, dónde vivió, dónde sufrió la muerte y qué papa la beatificó?

– ¿Cómo? -preguntó Brockendorf indignado-. ¿Es posible que no conozca usted a santa Susana? Me deja pasmado. Es aquella santa que fue sorprendida por dos judíos mientras se bañaba. La historia la conoce todo el mundo.

– Aún no he pintado esa escena. Y, por lo demás, esa Susana no es una santa, sino una judía de Babilonia.

– Judía o no -decidió Brockendorf, lanzando una elocuente mirada a la Monjita -, ya podría usted haber pintado también a la señorita como Susana durante el baño.

– ¡Don Ramón! -gritó de repente el individuo de los brazos levantados en tono lastimero-. ¿Cuánto rato me vais a tener así de plantón por un real y medio? Ya se me han dormido los brazos.

El jorobado tomó enseguida el pincel y desapareció presuroso detrás de su caballete. Y por unos instantes no vimos de él más que sus piernas de color rojo ladrillo.

– Estas dos personas -le oímos contar- me ayudan en mi trabajo. Estoy pintando un Descendimiento. Este joven representa a José de Arimatea, y esta dama a una de las mujeres piadosas de Jerusalén. Y ambos, como ven los señores, lloran la muerte del Redentor.

José de Arimatea y la mujer piadosa de Jerusalén nos hicieron una reverencia, sin abandonar por ello su actitud de apasionada denuncia y muda desesperación.

– La señora -explicó don Ramón desde detrás del caballete- es una actriz de categoría. En el auto sacramental que pusimos en escena aquí en La Bisbal el año pasado, representó la figura alegórica de la Santa Confesión. Cosechó muchos aplausos, y se sabía su papel de memoria tan bien como el Padrenuestro.

– En Madrid he hecho también papeles de reinas y doncellas -se hizo oír la dama.

Brockendorf, después de mirarla con ojos escrutadores durante un rato, le dijo:

– Ando buscando a alguien que me lave un par de medias de lana que se me han puesto perdidas con la nieve.

– ¡Dádmelas a mí! -dijo la especialista en encarnar reinas y doncellas, cuyos rasgos perdieron por un instante la expresión de dolorosa abnegación-. El caballero quedará satisfecho de mis servicios.

Entretanto, Eglofstein, Donop y yo habíamos pasado a la otra habitación; Brockendorf nos siguió. La Monjita seguía ocupada en poner la mesa y colocar en sus correspondientes lugares las fuentes y los platos. La rodeamos por todas partes, igual que la caballería ligera acosa una posición enemiga. Y mientras don Ramón seguía trabajando diligente en su Descendimiento, Eglofstein inició el asalto a la amante de nuestro coronel.

Ninguno de nosotros sabía hablar a las mujeres tan bien como Eglofstein. Sabía hacer uso de su voz como un violinista de su instrumento. Cuando la hacía elevarse temblando, parecía convertirla en portavoz de una apasionada emoción que en realidad su corazón no sentía, y no eran pocas las mujeres con las que tenían éxito aquellas malas artes.

Era la primera vez que podíamos hablar a solas con la Monjita, pues hasta entonces nunca la habíamos visto sin el coronel. Eglofstein empezó con toda clase de gentilezas y pequeñas zalamerías, que la Monjita parecía escuchar con gusto. Los demás le dejamos hacer y, en silencio, nos limitamos a escuchar cómo promovía su causa y la nuestra.

Le dijo lo feliz que se sentía de haberla conocido, pues sólo la idea de poder verla de vez en cuando le hacía soportable la vida en aquella pequeña ciudad.

La Monjita sonrió gozosa. Y su sonrisa, sumada al modo en que sus manos jugaban con una de las flores artificiales de su pelo, hicieron que otra vez, como tantas otras ya, Françoise-Marie surgiera ante mis ojos en su lugar. De repente se me figuró absurdo y peregrino el hecho de que hubiéramos de pugnar tanto con nuestras palabras para conquistar a quien ya era nuestra desde hacía tanto tiempo.

– ¿Tan pobre ciudad es La Bisbal -preguntó ella- que usted lamenta vivir en ella?

– No es peor que el resto de las ciudades de su país, pero es que aquí echo a faltar tantas cosas… Por ejemplo, el disfrute de una ópera italiana, la compañía de gentes de mi igual, los bailes, el casino, paseos en trineo en compañía de mujeres hermosas…

Eglofstein se interrumpió, como si quisiera darle a la Monjita el tiempo necesario para representarse con la imaginación los placeres del gran mundo: bailes, paseos en trineo y la ópera italiana. Al cabo de unos instantes prosiguió:

– Pero en su compañía no echo a faltar nada de todo eso, y me contento con poder verla.

En aquel momento la Monjita no supo qué replicar y se ruborizó de gozo y confusión. Pero don Ramón de Alacho exclamó desde la otra habitación:

– ¿Por qué no agradeces debidamente al caballero sus amables palabras?

El descubrimiento de que el padre de la Monjita había oído cada una de las palabras que acababan de pronunciarse pareció turbar a Eglofstein y arrebatarle la seguridad. Adoptó, sin motivo alguno para ello, una actitud vehemente. Y, puesto que la Monjita seguía callada, le dijo, lleno de irritación, pero en voz mucho más baja:

– ¿No es usted capaz de decir nada? ¿No tiene ni una palabra para mí? Está bien, ya veo que me mira por encima del hombro. No me considera digno de una respuesta.

La Monjita negó con un intenso movimiento de cabeza. Parecía asustada, tal vez porque creyera haberse creado un enemigo en el capitán Eglofstein, a quien había visto muchas veces en trato de confianza con su amante.

– ¿Sigue usted callada? -continuó Eglofstein en voz baja-. Entiendo, se burla usted en su fuero interno del fuego que usted misma ha encendido en mí. Con una mirada de sus ojos ardientes, con un altivo gesto de su cabecita, con ese bucle rebelde que una y otra vez se cierne sobre su frente.

– ¡No me mire los cabellos! -dijo la Monjita rápidamente, pasándose la mano por ellos para arreglarlos, contenta de que Eglofstein ya no estuviese enfadado-. Una necia ráfaga de viento me los ha puesto en desorden hace un rato, cuando iba por la calle.

Eglofstein, no sabiendo muy bien cómo proseguir la charla, echó mano a la palabra viento como un malabarista de feria atrapa cuchillos en el aire.

– ¡El viento! Tengo celos de ese viento, al que, al contrario que a mí, le está permitido revolverle el pelo, acariciarle las mejillas, besar sus labios…

– ¡Don Ramón! -Volvió a gritar en aquel instante, en tono lastimero, el que representaba a José de Arimatea-. ¿Tendré que estar aún mucho rato aquí de pie? Quiero irme a mi casa.

– ¡Paciencia! Media hora más. Tengo que aprovechar mientras dure la luz del día.

– ¿Qué? ¿Media hora aún? Vaya por Dios, qué perspectiva. Y mi madre esperándome en casa con un plato de callos de cordero que se ha traído de Zaragoza.

– ¡Callos de cordero de Zaragoza! -dijo la piadosa mujer de Jerusalén, echando una mirada de reojo a la mesa puesta-. Cosa rara en estos tiempos que corren.

– Guisados en aceite y con su pimienta y su cebolla.

– ¡Por todos los diablos, deja de pensar en los callos de cordero y en la pimienta y la cebolla! -exclamó don Ramón-. Quédate como estás y no te muevas. Piensa que es por el bien de todos los católicos.