– Esos frailes mendicantes saben vivir -dijo Brockendorf con un suspiro de envidia-. Siempre que me he encontrado a alguno, tenía los doce bolsillos del hábito llenos de pan, vino, huevos, queso, carne fresca y embutidos. Lo bastante como para alimentarse dos semanas. Pero el vino era malo. Los frailes españoles beben un vino más negro que la tinta, que sólo puede aprovechar a unos imbéciles como ellos.
Se detuvo, calentándose sobre el brasero las manos peludas. El frío se había hecho insoportable. No había estufa ni manta alguna, y el viento penetraba gélido por las ventanas rotas. Donop se asomó impaciente a la calle, pero la Monjita seguía sin venir.
– En Bebenhausen, un pueblo de Suabia -empezó a contar Eglofstein, dando patadas al suelo para calentarse- estuve una vez acuartelado con la mitad de mi compañía en una abadía. Nunca he vuelto a vivir tan buenos tiempos. Para beber teníamos arac y vino del Rhin, y había tal cantidad de ambos que nos podríamos haber lavado todos las manos cada día con ellos. Por la noche dormíamos sobre las casullas. Pero pasamos muchísimo frío. Fue un invierno duro, y había tales heladas que los grajos caían muertos desde el aire y las campanas de las iglesias se resquebrajaban. Una noche hasta quemamos en la chimenea dos sitiales del coro.
– Pues le tendríais que pagar una buena cuenta al señor abad cuando os fuisteis.
– ¿Pagar? -se rió Eglofstein-. ¡Dile al buey que reclame su piel cuando ya se han roto las botas! ¡Pagar! ¿Quién gobernaba en Alemania por aquel entonces? Su gracia el príncipe elector, su alteza serenísima el Landgrave, su excelencia el magistrado, su ilustrísima el señor obispo. Todos querían mandar, las cancillerías y los ministerios emitían todos los días decretos y admoniciones que nadie obedecía. Ahora, desde luego, es diferente, ahora sólo gobierna uno, Bonaparte. Y todos nuestros príncipes y condes y priores y prelados tienen que bailar al son que él les toca, y, si hace falta, hacer cabriolas como perros hambrientos… Ahí viene. Por fin. Ahí viene.
– Esta vez sí que es ella. Conozco sus pasos -exclamó Donop.
Corrimos los cuatro a asomarnos a la ventana, y vimos a la Monjita deslizarse por la calle, fugaz como la sombra de la luna.
– Es una buena chica -murmuró Brockendorf, conmovido al ver que la Monjita cumplía su palabra-. Que Dios me castigue, es una buena chica.
– ¡Apartaos de la ventana! -ordenó Eglofstein en voz baja, lleno de emoción-. Apagad las luces, que el coronel no note nada.
Soplamos las velas y nos quedamos aguardando en la oscuridad. Enfrente, en su habitación, el coronel andaba de aquí para allá con paso lento, como un cura que meditara el sermón del domingo siguiente.
Brockendorf, apoyado en la mesa, estaba que reventaba de alegría y de maligna satisfacción, y se burlaba de nuestro enamorado coronel.
– ¡Eh! ¡Amargado! ¿Aún estás despierto? Esta noche tu amada te está haciendo esperar, ¿eh?
– ¡Más bajo! ¡Más bajo! -le exhortó Eglofstein-. Si da la condenada casualidad de que el coronel te oye…
Pero Brockendorf habría preferido arrancarse la lengua a tragarse sus chanzas.
– ¡Que me oiga, qué más da! -exclamó-. Me da pena el viejo imbécil. Mañana le enviaré otra en lugar de la Monjita. Le enviaré a la vieja atocinada que viene todos los días a barrerme la habitación. Que se consuele con ella. Es verdad que tiene el cuerpo de una ballena y la cara como una cascara de nuez, pero para él cualquier pingajo es lo bastante bueno.
Enfrente, en su habitación, el coronel se detuvo de pronto y miró hacia la puerta. Brockendorf empezó de nuevo a reír inmoderadamente, pues le parecía muy divertido que pudiéramos ver al coronel esperando con tanta confianza a su amante, que ya le habíamos escamoteado. Se ofreció a suministrarle, a cambio de la Monjita, a todas las viejas que había visto en La Bisbal.
– Acuéstate ya, amargado, es un buen consejo. Estás esperando para nada, hoy la Monjita no vendrá a verte. Lo que sí te puedo mandar es a la vieja bruja desdentada que vende nabos y habichuelas en la calle, enfrente de mi ventana, ésa sería la indicada para ti. O aquella vieja flaca como un palo de escoba que lava platos en la cocina del mesón, o…
Enmudeció.
Enfrente, en la habitación, la puerta se abrió despacio y con precaución. Y un instante después, la Monjita, joven, hermosa, esbelta y sedienta de amor, se colgaba del cuello del coronel.
Ninguno de nosotros pronunció una sola palabra. Sentimos como un culatazo en la frente. Como una puñalada atravesándonos el corazón.
Al cabo de un momento, sin embargo, al ver que éramos nosotros los engañados y no él, estalló en nosotros el rencor alimentado durante años, al que se sumaba el dolor, el desencanto y el orgullo pisoteado.
– ¡Cobarde! -rugió Brockendorf-. ¡Canalla! ¡Capón! ¡En Talavera estuviste escondido detrás de una mula reventada, mientras nosotros nos lanzábamos al ataque bajo el fuego graneado!
– ¡Te embolsaste los doce mil francos de la soldada y ocho mil francos para pan y carne en salazón, y nosotros a pasar hambre! ¡Antes de la batalla el regimiento no tenía ni una onza de pan!
– ¡Si no fuera porque tu primo es consejero de economía de guerra del príncipe de Hessen, Soult te habría arrancado aquella vez las charreteras de los hombros!
– ¿Cuántos caballos de más has vuelto a poner en cuenta, ladrón? ¡Estafador! ¡Judas!
Gritamos, rabiosos, hasta enronquecemos, pero el coronel no oía nada. Soltó la redecilla de seda que cubría los cabellos de la Monjita y tomó el rostro de la muchacha entre sus manos.
– ¡No nos oye! -gritó Brockendorf, ahogándose de rabia-. Pero ¡que Dios me condene! ¡Va a oírme, así se despierten todos los demonios del infierno!
Golpeó con ambos puños las hojas de la ventana, haciendo caer estrepitosamente a la calle los vidrios rotos. Luego se asomó todo lo que pudo y, marcando el compás a puñetazos, empezó a graznar con su profunda voz de bajo la canción satírica dedicada al coronel que habían compuesto, tras la batalla de Talavera, un dragón y un granadero, y que los soldados cantaban cuando creían que no los oía ningún oficiaclass="underline"
Se detuvo, jadeante y agotado. El coronel no le oía. Tenía a la Monjita sujeta entre sus brazos y la estrechaba contra sí, y tuvimos que ver cómo ella le apretaba el rostro contra el pecho y dejaba caer su cabello cobrizo sobre los hombros del coronel.
Aquella visión centuplicó nuestro odio y nos convirtió en perturbados peones de nuestra ira. Ciegos y sordos a todo lo demás, teníamos una sola idea: que el coronel había de oírnos y que teníamos que arrancar a la Monjita de sus brazos.
– ¡Cantad todos conmigo! Así nos oirá -exclamó Brockendorf. Y empezó nuevamente la canción de Talavera, y los demás nos unimos a él, gritando con toda la fuerza de nuestros pulmones en el aire frío de la noche:
Pero de repente, mientras cantábamos, la Monjita se desprendió del abrazo del coronel. Se dirigió hacia la imagen de la Virgen que había en la pared y, poniéndose de puntillas, la cubrió el rostro con su redecilla de seda, como si no quisiera que la Madre de Dios viera lo que iba a pasar a continuación en el cuarto.