– Señor conde… -replicó Eglofstein con una tiesa reverencia.
Alguien apagó las velas. Yo me quedé a oscuras, arrimado a la estufa. El calor me atraía; el fuego secaba mis ropas empapadas por la lluvia. Desde afuera me llegó nuevamente la voz del coronel, entrecortada y llena de enojo:
– ¿Usted otra vez, Brockendorf? ¿Qué diablos quiere?
– Mi coronel, es por lo del alojamiento -oí la voz de Brockendorf en tono suplicante.
– ¿Ya está otra vez fastidiándome, Brockendorf? Le he dicho que no hay otro alojamiento.
– Mi coronel, yo conozco uno en el que habría sitio suficiente para toda mi compañía.
– ¡Pues cójalo! ¿Por qué me viene con súplicas si ya sabe un sitio?
– Es que los españoles… -repuso Brockendorf.
– ¿Los españoles? ¡No se preocupe usted por los españoles! Échelos a la calle, que se metan en donde puedan.
– ¡Excelente! Voy para allá corriendo -exclamó Brockendorf gozoso, y le oí lanzarse por la corta escalera y gritar y vociferar por la calle, con el pecho desbordante de entusiasmo:
– ¡Es un buen hombre, el coronel! Tiene un gran corazón para sus hombres, siempre lo he dicho. El que hable mal de él es un canalla.
Luego oí los pesados pasos del coronel alejándose hacia el interior de la casa. Una puerta se cerró de golpe. Y después se hizo el silencio; sólo se oía crepitar levemente el fuego dentro de la estufa.
Cuando mis ojos se hubieron acostumbrado a la oscuridad que me rodeaba, vi que no estaba solo.
Salignac estaba aún en el centro de la habitación.
Han pasado años desde aquel momento. Cuando miro hacia atrás, muchas cosas que en su día estuvieron claras y nítidas ante mis ojos se me aparecen sumergidas en la insegura media luz del paso del tiempo. Y a veces tengo la sensación de que aquel diálogo que Salignac sostuvo con alguien a quien no vi no fue más que un sueño. Pero no, estaba despierto, lo sé muy bien, y fue sólo en aquel instante, cuando Eglofstein entró con el coronel en la habitación y la amable luz de su vela iluminó el recinto, fue sólo en aquel segundo cuando tuve la engañosa sensación de que mis sienes se liberaban del peso de una oscura y opresiva pesadilla.
Pero eso fue un engaño. Estuve despierto todo el tiempo, y recuerdo mi sorpresa al reconocer a Salignac en la oscuridad. ¿Qué hace aquí?, me pregunté, pues sabía que había recibido orden de irse a su casa y disfrazarse de campesino o arriero español. Y, sin embargo, estaba allí todavía, inmóvil, mirando fijamente a la pared y dejando pasar el tiempo.
Luego, al oírle murmurar, se me ocurrió, naturalmente, la posibilidad de que hubiera aún otra persona más en la estancia. Pensé en Donop o en alguno de los oficiales de Hessen. ¿Quizás el cirujano? ¿Pero de qué podía hablar aquel hombre con Salignac allí a oscuras, y tan en secreto? Mis ojos escudriñaron en las tinieblas y reconocí el perfil de la mesa y los contornos de la silla sobre cuyo respaldo colgaba el capote de Eglofstein, los dos arcones de roble que encerraban los papeles del regimiento, y también, en un rincón, la mesita sobre la que se hallaban el servicio de campo de plata de Eglofstein y la jofaina de loza. Vi todo eso, y también la sombría figura de Salignac en el centro del cuarto, pero no pude descubrir ni al cirujano ni a ninguno de los oficiales.
A pesar de la fatiga, sentí despertarse mi curiosidad. ¿Quién podía ser aquél a quien Salignac se dirigía con tanto énfasis? ¿Y dónde podía haberse metido aquel enigmático personaje para que yo no le viera? Cerré los ojos para escuchar mejor. Pero el viento hacía trepidar la puerta y repiqueteaba en las ventanas, ahogando el leve murmullo de Salignac. El fuego de la estufa, que iluminaba una parte de la estancia con pálido resplandor, me adormecía. Volví a tientas a mi lugar, apoyé la cabeza en las manos y puede ser que realmente me quedara dormido unos segundos. Hasta que de repente la risa de Salignac me devolvió la conciencia.
Salignac se reía. No, no era una risa alegre. Algo había en ella, tal vez odio, terquedad, desprecio… No, no era nada de eso… desesperación, eso era, desesperación y miedo… No, eso tampoco… furioso sarcasmo, burla feroz… ¡No! Aquella risa era desconocida para mí; la entendí tan poco como las palabras que Salignac gritó a continuación al vacío:
– ¿Me llamas otra vez? -oí su voz-. ¡No, Bondadoso! No espero nada de ti. ¡No, Sapientísimo! ¡No, Misericordioso! Ya me has engañado demasiadas veces.
Yo estaba pegado a la pared, escuchando y conteniendo la respiración. Y Salignac seguía hablando.
– De nuevo quieres burlarte de mí infundiéndome engañosas esperanzas, de nuevo quieres verme engañado, hundido y sumido en la desesperación. Conozco tus crueles deseos. Tú, el Justo, haces más llevadera tu eternidad recreándote con los juegos de tu venganza. No te creo. Sé que jamás olvidas.
Calló de pronto, y me pareció como si escuchara una voz que surgía hacia él desde el fragor de la lluvia y el trepidar del viento. Después, dio un paso hacia adelante, despacio y vacilando.
– ¿Lo ordenas? Aún tengo que obedecerte. ¿Lo quieres así? Bueno. Iré. Pero quiero que sepas que el camino que me mandas hacer lo recorreré para otro más poderoso que tú.
De nuevo se quedó silencioso en la oscuridad, escuchando una respuesta procedente de no sé qué profundidades o distancias, y de la que no percibí sonido alguno.
Se irguió en medio de la oscuridad.
– Tu voz es como la tormenta, pero no me asusta. Aquel a quien sirvo tiene boca de león, y su voz truena en mil gargantas sobre los campos ensangrentados del mundo.
El fuego se estremeció de repente dentro de la estufa, me mostró por un segundo el semblante macilento de Salignac en furioso arrebato y lo hizo desaparecer de nuevo en las tinieblas.
– ¡Sí! ¡Es El! -le oí exclamar gozoso-. ¡No me mientas! Es el Anunciado. Es el Verdadero. Pues se han cumplido todos los altos signos. Ha llegado desde una isla del mar, y lleva sobre su cabeza las diez coronas, como estaba anunciado. ¿Quién puede igualarlo? ¿Quién puede combatirlo? Le ha sido dado poder sobre las estirpes de los hombres. Toda la esfera terrestre se admira ante El, y todos los habitantes de la tierra lo adoran.
Al oír esto fui presa del terror, pues reconocí en aquellas palabras la imagen del Anticristo, del enemigo de la humanidad, que se ha de elevar, con sus signos y triunfos, por encima del reino de Dios y su rebaño. Ante mis ojos se rompieron los Sellos de la Vida. Y de pronto el caos de los tiempos se iluminó para mí y comprendí su recóndito y terrible sentido. Atenazado por el horror, quise levantarme de un salto, quise salir de allí, huir, estar solo… pero no pude mover un miembro, me hallaba desamparado y preso, el peso de una montaña me aplastaba el pecho. Y aquella voz en la oscuridad creció y se hizo más poderosa y sonó llena de júbilo y desafío y rebeldía y triunfo:
– ¡Tiembla, desgraciado! El fin de tu reinado se acerca. ¿Dónde están los que por ti combaten? ¿Dónde están los ciento cuarenta y cuatro mil que llevan tu nombre en sus frentes? No los veo. Pero El ya ha llegado, el Terrible, el Victorioso, y hará pedazos tu reino en esta tierra.
Quise llamar, quise gritar, pero era en vano; era incapaz de proferir sonido alguno, sólo un leve gemido se abrió paso a duras penas por mi garganta. Y de nuevo hube de oír aquella voz, que ahogaba el rugido del viento tempestuoso y el fragor de la lluvia que golpeaba incesante los cristales.
– Heme aquí ante ti como entonces. Y como entonces te veo impotente y desalentado. ¿Y quién puede impedirme levantar el puño otra vez contra ese semblante que odio…?
Enmudeció bruscamente. Sonó un golpe contra la puerta, ésta se abrió y la luz de una vela penetró en la estancia.
Eglofstein y el coronel habían entrado en la habitación.
Por un fragmento de segundo vi aún a Salignac con el puño cerrado en el aire, el rostro desencajado y los ojos clavados en la pared pintada de gris en la que estaba colgada la efigie del Redentor. De inmediato sus rasgos convulsos se serenaron. Bajó el brazo, se dio la vuelta y se dirigió calmosamente hacia el coronel.