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Este lo miró frunciendo el ceño.

– ¡Salignac! ¿Aún está usted aquí? Le he ordenado que se fuera a su casa y se preparara. El tiempo no pasa en vano. ¿Qué ha estado usted haciendo hasta ahora?

– He estado rezando, mi coronel -dijo Salignac-. Y ya estoy preparado.

Entretanto, el coronel había echado una mirada por el cuarto y había reparado en mi presencia.

– ¡Vaya, si está aquí Jochberg! -dijo sonriente-. Apostaría a que el muchacho se ha quedado dormido detrás de la estufa. ¡Jochberg, tiene usted pinta de acabar de despertarse!

Yo mismo me sentía como si acabara de despertar de una pesadilla, pese a lo cual negué con la cabeza. Pero el coronel no se ocupó más de mí y se dirigió de nuevo a Salignac:

– Tenía usted orden de quitarse el uniforme y disfrazarse de campesino o de arriero…

– Mi coronel, iré tal como estoy.

En el rostro del coronel aparecieron sucesivamente el asombro, la consternación y la ira. Se enfureció.

– ¿Se ha vuelto loco, Salignac? El primer centinela enemigo que lo vea…

– Lo derribo de un golpe.

– El puente de madera sobre el río Alear está al alcance del fuego enemigo…

– Pues lo pasaré al galope.

El coronel dio un fuerte taconazo en el suelo.

– ¡Condenada tozudez! Tiene usted que pasar por Figueras, y la aldea está ocupada por numerosas fuerzas rebeldes. No podrá usted pasar.

Salignac se irguió con altivez.

– ¿Pretende usted enseñarme, coronel, a utilizar mi sable?

– ¡Salignac! -exclamó el coronel desconcertado y fuera de sí-. ¡Haga el favor de entrar en razón! La suerte del regimiento, es más, el éxito de la campaña entera, dependen del resultado de su misión.

– No padezca por eso, mi coronel -dijo Salignac con completa impasibilidad.

El coronel, furioso, dio unos pasos por el cuarto. Entonces se inmiscuyó Eglofstein:

– Conozco al capitán desde la campaña de Prusia Oriental -hizo saber-. Si hay alguien capaz de llegar vivo más allá de las líneas de la guerrilla, como hay Dios que es este hombre.

El coronel se quedó unos instantes indeciso y pensativo. Luego se encogió de hombros.

– Está bien -dijo malhumorado-. Al fin y al cabo la manera como llegue al otro lado es asunto suyo y de nadie más.

Tomó el mapa que estaba sobre la mesa, lo desplegó y señaló con el dedo el lugar donde Salignac habría de contactar con la vanguardia del general d'Hilliers.

– Le doy mi mejor caballo, el bayo que lleva la marca de la yeguada de Yvenak. Ponga usted en juego todas sus facultades y cabalgue todo lo que pueda.

Salimos pasando por delante de la habitación de Günther, que estaba medio incorporado en la cama. La fiebre parecía haber cedido por un rato.

– ¿Cómo va eso, Günther? -le preguntó el coronel al pasar.

– Me han herido mortaliter -murmuró Günther-. Bestialiter. Diaboliter. ¡Donop! -gritó, con la mente de nuevo confusa-. ¿Entiendes también este latín? ¡Amor mío! Te he dicho que no llores. Cuando lloras te pareces a la Magdalena…

La puerta se cerró y nos hallamos afuera. Los primeros rayos de luz de una mañana turbia aparecían por el este.

El coronel tendió la mano a Salignac.

– Ya es hora. Vaya con cuidado y hágalo bien. ¡Que Dios le proteja!

– No se preocupe por eso, mi coronel -dijo Salignac con gesto impertérrito-. Me protegerá.

El correo

Cuando, cerca de las siete de la mañana, salimos de las fortificaciones, el sol no era aún visible; sólo la luna se alzaba en el cielo entre nubes grises, como un enorme tálero de plata. Nos acompañaban el cabo Thiele y cuatro dragones. Habíamos dejado los caballos en casa; sólo Salignac llevaba de la brida a su bayo, que caminaba con la cabeza gacha a paso moderado.

Allí donde comenzaba el matorral de espinos nos encontramos con nuestros centinelas. Un sargento y dos granaderos estaban tumbados en el suelo. Tenían los capotes chorreantes de humedad y las gorras cubiertas de escarcha. El sargento se levantó al vernos venir, y apartó hacia un lado con el pie un mazo de cartas, pues él y sus camaradas estaban esperando a que hubiera suficiente luz para echar una partida entre los tres.

No me pidió el santo y seña porque nos conocía de vista a mí y al cabo Thiele.

– Correo del coronel. En misión especial -dijo brevemente Salignac. El sargento se llevó la mano a la gorra para saludar. Luego volvió a echarse al suelo, se frotó las manos, aterido, y dijo refunfuñando que no sabía cómo haría disparar aquel día los fusiles, con la lluvia que había estado cayendo toda la noche.

– Hoy también tendremos lluvia -afirmó-. Lluvia caliente. Los sapos y los caracoles saldrán de sus agujeros.

Cansados después de una noche en vela y hambrientos como estábamos, ninguno de nosotros mostró el menor interés en tomar parte en una conversación sobre el tiempo que iba a hacer. Seguimos marchando. Durante un rato continuamos en línea recta a través del matorral y después doblamos hacia la izquierda. El bayo aguzó las orejas y resopló, pues había agua cerca de donde estábamos.

Hacia el este el cielo se aclaraba. El viento empujaba los bancos de niebla por las colinas y los prados. En medio de nuestro camino yacía, medio devorado por los zorros y las aves carroñeras, un caballo muerto de un tiro en el lomo. Al acercarnos se levantó graznando una bandada de grajos que se perdió en dirección al río Alear. A medio camino, uno de los pájaros dio media vuelta y empezó a volar con temerosos aletazos por encima de nuestras cabezas, sin que hubiera modo de espantarlo.

Thiele se detuvo meneando la cabeza.

– Junto a la carroña raras veces se ve a un pájaro de buen agüero -rezongó-. Echadle una mirada: es el embajador de Satanás. Ahora ya sabemos que uno de nosotros se llevará un balazo esta mañana.

– No cuesta mucho hacer esa profecía -le respondió uno de los dragones dirigiendo la mirada hacia Salignac-. Hasta puedo decir quién. Para eso no hacía falta que el diablo nos enviase a su emisario personal.

– Es una lástima -empezó otro-. Es una verdadera lástima ver a un oficial tan valiente yendo a una muerte segura, y además inútil.

Thiele meneó la cabeza.

– ¿Ese? -replicó-. Ese no va a la muerte. No lo conocéis. A ése no hay quien lo pare.

Durante algún tiempo seguimos el curso del río Alear. El viento cantaba en los cañizares de la orilla. Al otro lado del lecho del río se divisaba una larga fila de hogueras junto a las cuales habían pasado la noche los guerrilleros. Cambiamos de rumbo y ascendimos por una ladera cubierta de alcornoques, en cuya cima vi una choza del tipo de las que usan los viñadores para guardar los utensilios.

Pero en el mismo momento en que di la espalda al río, me vino de pronto una idea a la mente y me apresuré a dar alcance al capitán.

Llegué a su altura. Su caballo había resbalado en el terreno cenagoso y coceaba y daba mordiscos a su alrededor. Para calmarlo, Salignac le tendió unos cuantos pedacitos de pan que se sacó del bolsillo.

– A mí me parece -dije, sin aliento, caminando a su lado- que yendo en bote río arriba, al abrigo de los árboles de la orilla, se podría llegar bastante lejos sin que los guerrilleros se dieran cuenta.

– Jochberg -dijo el capitán sin girar la cabeza, actuando como si yo temiera más por mí mismo que por él-, vuélvase con sus hombres. Ya no necesito su ayuda.

– Tengo orden -le respondí- de acompañarlo hasta las avanzadas del enemigo, me necesite o no. Además, como ve, ya no tendremos que caminar mucho más.

Se había hecho por fin de día. Cubiertos por los gruesos troncos de los alcornoques, nos habíamos acercado ya a unos cien pasos de la choza. Veíamos ahora, por detrás de la empalizada, una débil columna de humo negro. Sin duda teníamos ante nosotros a un centinela de la guerrilla, que tenía encendido un fuego para calentar caldo o asar mazorcas de maíz.