Entre arbustos de espino y tamujales nos detuvimos a esperar que llegase Thiele con sus hombres. Después deliberamos en voz baja la mejor manera de apoderarnos de la choza. Todos estábamos de acuerdo en que no debíamos dar tiempo a los insurgentes para hacer un solo disparo, pues ello hubiese bastado para atraer sobre nosotros a centenares de enemigos.
Nos preparamos. Uno de los dragones tomó un trago de aguardiente y me ofreció su cantimplora. Después di la señal y nos lanzamos sin ruido barranca arriba.
Cuando casi habíamos llegado arriba, vimos alzarse precipitadamente por encima de la empalizada las abigarradas boinas y los sorprendidos y asustados rostros de los guerrilleros. Pero en ese instante saltamos la valla el cabo Thiele y yo. Al caer al otro lado arrebaté de un golpe la carabina de las manos de un enemigo que ya estaba apuntando a Thiele. En seguida saltaron el vallado el resto de mis hombres, y los guerrilleros, viendo nuestra superioridad numérica, se rindieron tras soltar unas cuantas maldiciones y ofrecer una leve resistencia. Eran tres. Llevaban zamarras de paño marrón y fajas entretejidas con hilos plateados. Y justo en ese momento salió de la choza, con un balde de latón en la mano, un cuarto guerrillero que al parecer se disponía a bajar al río para traer agua.
Era un individuo de talla gigantesca, un fraile carmelita, y sobre los hábitos monacales llevaba sujeto un sable. Cuando nos vio dejó caer el balde, pero, en lugar de sacar el sable, se agachó y cogió del suelo una lanza de carro que había por allí y, haciendo girar en el aire aquella peligrosa arma, se lanzó sobre nosotros a golpes y mandobles.
Como no podíamos disparar, no nos resultó fácil reducirlo. Thiele recibió un golpe que le paralizó el brazo por varios minutos. Finalmente logramos arrebatar al fraile la lanza de carro. Metimos a los cuatro guerrilleros dentro de la choza y cerramos bien la puerta.
Nuestra misión había concluido. Los dragones encontraron algunos trozos de carne de mula cruda y, pinchándolos con las puntas de los sables, los pusieron sobre el fuego para asarlos. La pipa de Thiele pasó de mano en mano. Entretanto, Salignac caminaba impaciente de aquí para allá a grandes pasos, hasta que se detuvo, arregló algo en el estribo de su caballo y finalmente vino hacia mí.
– Jochberg, ha llegado el momento. Déme la carta.
Le entregué la mochila que contenía el mapa, la brújula y el informe dirigido al general d'Hilliers. Salignac salió con su caballo de la empalizada y yo le seguí con mis hombres.
Desde el lugar en el que estábamos contemplábamos una amplia panorámica del terreno ondulado que nos rodeaba. Por todas partes veíamos grupos pequeños y grandes de guerrilleros, algunos a caballo, otros a pie; centinelas que caminaban de aquí para allá tras las trincheras, fusil al hombro; mulas cargadas que se atascaban en el cruce de caminos, un carro de aprovisionamientos tirado por bueyes que cruzaba lentamente el puente, caballos que eran conducidos al río para abrevarlos; en la lejanía, una corneta tocó a formar, y por la puerta de una alquería salieron dos oficiales; los reconocí como tales por sus gruesas trenzas y sus tricornios.
Salignac ya estaba montado en la silla. Los dragones lo miraban con ojos temerosos y preocupados, y a todos nos producía escalofríos la insensatez y las nulas probabilidades de éxito de la empresa. Se inclinó hacia adelante sobre la silla y dio al bayo dos terrones de azúcar que había mojado en oporto. Después me hizo un fugaz saludo con la mano, espoleó al caballo, tintinearon los arreos, y al cabo de un instante ya se lanzaba como una centella barranca abajo.
Hice todo lo posible por parecer tranquilo, pero las manos me temblaban de emoción. El hombre que estaba a mi lado movía los labios como si rezara.
Muy cerca de nosotros cayó un disparo, y nos sobresaltamos todos como si fuera la primera vez que oíamos disparar. Pero Salignac siguió avanzando, sin volver apenas la cabeza; la nieve, como una nube blanca, corría tras él.
Desapareció entre los árboles de un pequeño bosque de castaños, pero a los pocos segundos volvió a asomar.
De nuevo sonó un disparo. Otro más. Un tercero. Salignac seguía firme en la silla. De improviso un hombre saltó desde detrás de un arbusto e intentó agarrarle las bridas. Salignac aflojó las riendas, y de un golpe de sable lo derribó al sucio. El camino estaba despejado. Salignac volaba, cabalgaba como en una pista de carreras, no miraba a derecha ni a izquierda y no veía nada de lo que estaba pasando a su alrededor.
Y, sin embargo, toda la zona estaba en plena agitación. Los guerrilleros salían de sus trincheras. Por todos lados se le acercaban jinetes, vociferando y a galope tendido. Llegaba a nuestros oídos un intenso tiroteo, azuladas nubéculas de pólvora se elevaban en el aire. Salignac atravesaba el tumulto en pie sobre los estribos, blandiendo amenazador el sable. Ya casi había alcanzado el puente. Entonces… ¡por todos los diablos! Ahora me daba cuenta. En el puente había varios hombres. Seis… ocho… ¡no! ¡Eran más de diez! ¿Es que no los veía? Ya llegaba frente a ellos; uno le encañonó, el caballo alzó las patas delanteras, se encabritó… ¡Estaba perdido! Pero no, el caballo saltó por encima de los hombres; dos de ellos cayeron al suelo. Salignac cruzó a toda velocidad el puente.
Era todo un espectáculo, un espectáculo terrible y angustioso que me hizo suspender la respiración. Sólo entonces, pasado el primer peligro, me di cuenta de que, en la excitación, había agarrado la mano de Thiele y la tenía sujeta convulsivamente. La solté. Salignac estaba en la otra orilla; más allá se veía el bosque, y con él la salvación. Pero al instante -a mi lado alguien lanzó un alarido- salió del bosque una escuadrilla de jinetes, dispuesta a cortarle el paso… ¿Es que estaba ciego? «¡Tuerza!», rugí. «¡Tuerza!», aunque sabía perfectamente que no podía oírme. Ya le habían dado alcance. El caballo cayó al suelo y perdí de vista a Salignac. Un torbellino de cabezas, crines de caballo, sables alzados, cañones de arcabuces, brazos en alto, una nube de nieve y humo de pólvora por encima de todo, un revoltijo de cuerpos humanos luchando, debatiéndose, alzándose, cayendo por todos lados… Estaba perdido. La cabalgada había terminado.
Percibí un leve zumbido, familiar a mis oídos a lo largo de veinte batallas, y me agaché. Thiele, que estaba en pie delante de mí, cayó de rodillas sin ruido y se desplomó hacia atrás. Una bala perdida lo había alcanzado.
– ¡Thiele! -exclamé-. ¡Camarada! ¿Estás herido?
– ¡Me han matado! -gimió el cabo, llevándose la mano al pecho.
Me incliné sobre él y le desabroché la guerrera. La sangre le salía a borbotones de la herida.
Lo sostuve por los hombros, lo incorporé, busqué con la mano libre alguna tela con que vendarlo y pedí ayuda a los demás.
Pero no me oían. Uno me cogió del brazo.
– ¡Mire usted! -gritó-. ¡Mire usted, mi teniente!
Allá abajo, la escuadrilla se dispersó de un golpe. Por el suelo se revolcaban los caballos. Los hombres corrían gritando y con los brazos levantados. Y más allá, separado de todos, alguien corría erguido sobre la silla, blandiendo el sable. Era él, era Salignac, estaba vivo, había escapado, y saltaba por encima de las trincheras, de los montones de nieve, de los hombres, los arbustos, las cureñas rotas, los muros defensivos, los cestones de zapa, las hogueras llameantes…
Oí a mi lado un estertor.
El cabo Thiele se sostenía sobre ambas manos y miraba a Salignac con ojos vidriosos.
– ¿No lo conoce usted? -gimió-. Yo sí que lo conozco. A ése no hay bala que lo alcance. Los cuatro elementos han hecho un pacto. El fuego no lo quema, el agua no lo ahoga, el aire no lo asfixia, la tierra no lo aplasta…