El griterío de júbilo de los demás ahogó su murmullo. Hizo una ronca inspiración y la sangre inundó su camisa y su guerrera.
– ¡Ha pasado! ¡Se ha salvado! -vitorearon los dragones. Lanzaron sus gorras al aire, agitaron las carabinas, lanzaron gritos de alegría, enloquecidos, cantaron victoria.
– Rece usted por ese alma perdida -fue el último balbuceo que salió de los labios de Thiele-. Rece usted, rece por el Judío Errante. El no puede morir.
La revuelta
Envié a uno de los dragones a la ciudad para informar de inmediato al coronel del curso y desenlace de la misión. Una hora más tarde llegué yo mismo al despacho. Allí encontré solamente al capitán Castel-Borckenstein, que acababa de recibir órdenes respecto a las próximas misiones de su compañía y estaba a punto de marcharse.
Se detuvo un momento en la puerta para preguntarme cómo había terminado el asunto y le informé con pocas palabras. Mientras yo hablaba, Eglofstein salió de la habitación contigua al despacho. Cerró la puerta despacio detrás de sí, se fue hacia la ventana y me hizo señas de que me aproximara.
– No sé qué hacer -susurró, lanzando miradas llenas de preocupación a la puerta de la pequeña habitación-. Está plantado al lado de la cama, pegado como una lapa, y no hay modo de sacarlo de ahí.
– ¿A quién no hay modo de sacar de ahí? -pregunté asombrado.
– Al coronel, ¿no comprende usted? Günther, con la fiebre, no para de hablar de Françoise-Marie.
Me dio un vuelco el corazón. Las palabras murmuradas por Eglofstein sonaron en mis oídos como un toque de alarma. Me di cuenta claramente del peligro de que Günther, en su estado febril, se delatara a sí mismo y a nosotros, pero no sabía cómo atajarlo. Nos quedamos mirando desconcertados el uno al otro, ambos pensando en los celos del coronel, en su ira ciega, en sus accesos de furor maligno.
– Si se entera de la verdad -dijo Eglofstein-, que Dios se apiade de nosotros y de todo el regimiento. Si se entera, se olvidará de lo peligroso del momento, de lo desesperado de la situación, de la guerrilla, del asedio que sufre la ciudad, y sólo pensará en el modo de tomar sangrienta venganza de todos nosotros.
– ¿Y Günther ya ha pronunciado el nombre de ella?
– Aún no. Aún no. Ahora está durmiendo, gracias a Dios. Pero antes… Antes no hacía más que hablar de ella. La reñía, la acariciaba, le decía buenas y malas palabras, y el coronel estaba de pie a su lado, esperando que pronunciara el nombre; ni el mismo Satanás espera con más avidez la perdición de un alma. ¿A dónde va, Jochberg? ¡Quédese aquí! ¡Va a despertarlo!
No hice caso a la advertencia de Eglofstein y entré sin hacer ruido en la alcoba del enfermo.
El teniente Günther estaba echado en la cama, pero no dormía, sino que charlaba y se reía solo en voz baja. Tenía la cara encendida y los ojos hundidos en las cuencas, como dos cascaras de nuez vacías. El cirujano, que estaba haciendo la ronda en el hospital, había enviado a uno de sus ayudantes, un individuo joven, imberbe, que lo único que sabía hacer era ir cambiando los paños húmedos de la frente del herido.
El coronel estaba de pie a la cabecera del lecho y cuando entré yo levantó la vista, molesto por la interrupción. Me acerqué a él y le informé de lo que ya sabía: su correo había pasado felizmente hacía una hora las líneas de la guerrilla.
Me prestó atención, pero sin separar la vista de los labios de Günther ni por un instante.
– En dieciséis horas la carta habrá llegado a manos del general d'Hilliers -murmuró-. Si todo va bien, dentro de tres días oiremos el fuego de los mosquetes de sus avanzadas. ¿No lo cree usted, Jochberg? Son cuarenta leguas, y las carreteras están bien pavimentadas.
– ¡Corazón mío! -exclamó Günther entretanto, tratando de alcanzar con sus manos descarnadas la imagen de su delirio-. Tienes la piel maravillosamente blanca, como corteza de abedul.
Los labios férreamente apretados del coronel se contrajeron. Se inclinó sobre Günther y lo miró fijamente, como queriendo arrancarle de la boca el secreto del nombre que aún no había pronunciado. Pero ya lo sabía, sabía tan bien como yo de quién era la piel blanca como corteza de abedul.
– Hay otras -rió Günther regocijado para sí mismo- que engullen cera, yeso, polvo de caracoles y ancas de rana, o se untan la cara con cien ungüentos, pero no les sirve para nada: siguen teniendo la cara llena de sarpullidos y manchas. Tú, en cambio…
– ¡Siga! ¡Siga! -se le escapó al coronel. Yo estaba aterrado y al borde de la desesperación, pues el nombre no podía tardar en salir a la luz, y me parecía próximo el momento del desastre. Pero la fiebre de Günther jugaba con mi terror y los celos del coronel un travieso juego del gato y el ratón.
– ¡Vete! -gritó violentamente, dándose vuelta en la cama-. Vete, ella no quiere verte. ¿Qué buscas aquí? Brockendorf, tus pantalones se han vuelto transparentes como el camisón de encaje de mi amada. Y eso es de tanto estar sentado en la taberna, te digo. ¿Qué vino hay en el Pelícano y en el Moro Negro? ¡Médico! ¡Médico! Por el amor de Dios, ¿qué has hecho conmigo?
Su voz se enronqueció y el aire salía jadeante de su pecho. Y al mismo tiempo sus manos, sacudidas por los escalofríos, temblaban incesantemente como arbolillos al viento.
– ¡Médico! -volvió a llamar, soltando un gran gemido-. Cualquier día te ahorcarán. ¡Lástima, lástima! Créeme, entiendo mucho de fisonomías.
Cayó hacia atrás, cerró los ojos agotado, se quedó inmóvil y respiró jadeante.
– Foetida vomit -dijo el ayudante del médico, sumergiendo un paño en agua fría-. Habla inmundicias.
– ¿Se acaba? -preguntó el coronel, y percibí en su voz el temor brutal de que Günther pudiera morirse sin llegar a pronunciar el nombre de su amante.
– Ultima linea rerum -afirmó el ayudante, impasible, poniendo el paño sobre la frente de Günther-. Ya no está en manos humanas el ayudarle.
Sin duda el coronel se había olvidado de mi presencia. Sólo entonces pareció volver a darse cuenta de que yo estaba allí.
– Está bien, Jochberg -me dijo con un movimiento afirmativo de la cabeza-. Puede retirarse, déjeme solo.
Vacilé. No quería salir. Pero mientras buscaba un pretexto para quedarme, oí pasos y voces en la otra habitación. La puerta se abrió y entró Eglofstein. Tras él apareció un individuo alto y escuálido en el que reconocí a un cabo del regimiento de Hessen.
– ¡No griten! -dijo el coronel, señalando con un gesto al herido-. ¿Qué pasa, Eglofstein?
– Mi teniente, este hombre es de la compañía del teniente Lohwasser, que tiene a su cargo el mantenimiento del orden público en la ciudad…
– Ya lo sé. Lo conozco. ¿Qué quiere usted, cabo?
– ¡Tumultos, desórdenes, insubordinaciones, mi coronel! -profirió el hombre, casi sin aliento-. Los españoles atacan a los guardias y a los centinelas.
Lancé a Eglofstein una mirada de admiración. Pues estaba totalmente seguro de que aquello no era más que un ardid hábilmente tramado y acordado con aquel hombre a fin de sacar por las buenas al coronel de la alcoba de Günther.
Pero el coronel meneó la cabeza y sonrió burlón.
– ¿Que esos buenos cristianos se han rebelado? Cabo, ¿quién le envía?
– El teniente Lohwasser.
– Me lo figuraba. Me lo figuraba -dijo el coronel, dirigiéndose risueño hacia nosotros-. Lohwasser es un chiflado, no hace más que ver fantasmas. Mañana mandará a alguien a avisarme que ha visto a tres hombres de fuego o a un duende jorobado.
Pero en aquel instante oímos un taconeo afuera, la puerta se abrió de un golpe y el teniente Donop se precipitó dentro de la estancia.
– ¡Rebelión! -gritó, acalorado y sin aliento por la carrera-. En la plaza del mercado han atacado a los guardias.