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– Todavía no, mi coronel.

– Tome usted la pluma. Escriba lo que voy a dictarle y despache la carta en la primera oportunidad. ¿Qué se habrá creído ese Desnuettes?

Empezó a andar furioso de un lado al otro de la habitación, a grandes pasos.

– ¡Escriba! -dijo por fin-. «Coroneclass="underline" En el futuro haga usted el favor de limitarse a trasmitir al mariscal mis propuestas sin recomendación alguna, y a darme cuenta de…» ¡No! Todo esto no es lo bastante fuerte.

Se había detenido y movía los labios, mudo y pensativo. Yo tenía que esperar. No podía seguir leyendo, estaba desorientado, no sabía qué hacer. Y en ese instante de silencio, Günther, desde sus sueños terribles, dijo en voz bien alta, lentamente y con total claridad:

– ¡Ven! Déjame besarte el ranúnculo azul.

No recuerdo lo que sucedió en mi interior en aquel instante. ¿Acaso perdí el conocimiento? ¿O es que me pasaron por el cerebro cien visiones de terror que olvidé de inmediato? Sólo sé que cuando volví en mí sentí aún el sobresalto de los últimos segundos en el temblor de mis manos y en el escalofrío helado que me recorrió la espalda. Después recobré la presencia de ánimo y me dije: ha llegado el momento que nos ha hecho temblar durante todo un año, ahora sí que ha llegado… ¡Valor! Hay que afrontarlo. Y miré al coronel.

Se había quedado tieso e inmóvil, tenía los labios ligeramente torcidos, como si le doliera la cabeza. Se quedó así unos instantes; luego, con un movimiento brusco, se dirigió a Eglofstein. Iba a producirse el estallido…

Muy tranquilo y sin mostrar irritación, casi despreocupado, dijo:

– ¿Por dónde íbamos? Escriba, Eglofstein: «Coroneclass="underline" En lo venidero, hará usted bien en limitarse…».

¿Estaba soñando? ¡No era posible! Le habíamos robado la mujer, ahora lo sabía, y sin embargo seguía dictando su carta como si nada hubiera pasado. Nos quedamos todos mirándolo boquiabiertos; Eglofstein tenía la pluma en la mano, pero no escribía. Y Günther, desde su cama, dijo por segunda vez:

– ¡El ranúnculo azul! ¿Me oyes? ¿Te lo ha besado también Donop? ¿Y Eglofstein? ¿Y Jochberg?

En la cara del coronel no se movió ni un músculo, seguía en la posición tensa del que escucha. En sus labios apretados había un fino pliegue de dolor o sarcasmo. Luego, repentinamente, se movió hacia la ventana. Desde la calle me llegaba ahora un ruido lejano, un leve murmullo, y el coronel parecía prestar atención sólo a aquel ruido.

Entonces Eglofstein se puso en pie impulsado por una repentina decisión. Dejó caer la pluma y se plantó frente al coronel tieso como un palo.

– Mi coronel, me confieso culpable. Se sobreentiende que me pongo a su disposición. Espero sus órdenes, mi coronel.

El coronel levantó la cabeza y lo miró.

– ¿Mis órdenes? Me parece que el momento es demasiado grave como para privar al regimiento de uno solo siquiera de sus oficiales a causa de una fruslería.

– ¿A causa de una fruslería? -balbució Eglofstein, mirando al coronel fijamente a los ojos.

Un encogimiento de hombros. Un gesto indolente de la mano.

– Quería enterarme de la verdad y ahora ya la conozco. No me sorprende. Asunto concluido.

Yo no alcanzaba a comprender, estaba pasmado de asombro. Había esperado un estallido de furor, un furioso deseo de aniquilarnos a todos, y en cambio las palabras que oí sonaban frías, indiferentes y casi juiciosas.

Callamos todos, y el coronel continuó:

– Nunca me he engañado respecto al hecho de que todo ese parecido al que mis sentidos sucumbieron era de naturaleza meramente externa. Sí, la cara, el porte, el color del cabello, en fin, todo eso, lo encontré reunido. Pero de ese mísero espejismo que me ofrecía la fortuna ciega jamás he esperado fidelidad.

Afuera el alboroto había aumentado y se acercaba a donde estábamos; y podían ya distinguir voces aisladas. Günther seguía mascullando, pero ya nadie prestaba atención a sus palabras.

– ¿Por qué me miran todos tan asombrados? -dijo el coronel-. ¿Es que de veras esperaban que por culpa de una criatura que, como veo, ha otorgado sus favores a casi todos ustedes, fuera yo a hacer el papel del celoso don Pantalón? ¿Esperaban una gran escena por semejante nimiedad? En estos momentos resulta usted francamente ridículo, Eglofstein. Mejor será que salga usted a ver qué pasa fuera.

Eglofstein se acercó a la ventana, abrió los dos batientes y se asomó. Escuché una confusa barahúnda. Después se hizo el silencio. Una corriente de aire atravesó la estancia, haciendo volar los papeles que había encima de la mesa.

Al cabo de unos instantes volvió Eglofstein.

– La muchedumbre ha roto el cordón de la plaza del mercado -notificó-. El teniente Lohwasser ha sido derribado y maltratado.

– ¡Y nosotros aquí, discutiendo de mujeres y de amoríos! -exclamó el coronel-. ¡Venga conmigo, Eglofstein!

Tomaron los sables y los capotes y se apresuraron a salir. Pero unos segundos más tarde volvió Eglofstein solo.

– No tengo mucho tiempo -exclamó atropelladamente-. Tiene que desaparecer, ¿me oyen? No nos conviene que la encuentre cuando vuelva.

– ¿Encontrar a quién? -preguntó Donop.

– A la Monjita.

– ¿A la Monjita? ¿O sea que hablaba de la Monjita?

– ¡Por los clavos de Cristo! ¿De quién si no? ¿Cree usted que uno solo de nosotros habría salido vivo de este cuarto si él hubiera adivinado la verdad? Ni por un momento se le ha ocurrido pensar que su mujer pudiera haberlo engañado.

– Pero ¿y el ranúnculo azul? -exclamó Donop.

– Pero bueno, ¿es que aún no lo has entendido? -gritó Eglofstein impaciente-. Ya me he dado cuenta de que os habíais quedado de piedra. Yo lo he comprendido inmediatamente. Le ha tatuado a la Monjita el ranúnculo azul para hacer la ilusión más completa. ¡Está más claro que el agua!

– ¡A caballo! -oí la voz del coronel desde abajo. Y luego el tintineo de los sables, las espuelas y las bridas.

– Tiene que desaparecer, ¿lo entiendes ya? Si la vuelve a ver se enterará de la verdad.

– ¿Y adonde nos la llevamos?

– Eso es cosa vuestra. Fuera de la casa. Fuera de la ciudad. No me queda más tiempo.

Salió. Durante un minuto hubo silencio. Luego oí el centuplicado chacoloteo de los cascos alejándose en dirección a la plaza del mercado.

La última señal

Encontramos a la Monjita en las escaleras; estaba apoyada en el pasamanos, sin moverse, y mirando al vacío. Cuando nos acercamos se sobresaltó. Tenía los ojos bañados en lágrimas.

Por su rostro atormentado adivinamos enseguida que se había cruzado con el coronel en el momento en que éste salía de la casa. Quizá fueran unas palabras llenas de sarcasmo lo que la había sumido en semejante desconsuelo, o una mirada hostil, o un gesto despreciativo con el que él la hubiera apartado de su camino, o quizá simplemente la expresión de su rostro. Estaba desconcertada y desolada, y no era capaz de explicarse el cambio que había sufrido su amante.

Donop se le acercó y le explicó que tenía que salir de la casa y que tenía orden de llevarla a un lugar donde estaría más segura, pues se temía con fundamento un nuevo bombardeo de la ciudad a la noche siguiente.

La Monjita no oyó ni una sola palabra de todo lo que le decía.

– ¿Qué ha pasado? -exclamó-. Estaba furioso, nunca lo había visto así. ¿A dónde se ha ido y cuándo volverá?

Donop trató de persuadirla de que confiara en él y viniera con nosotros, pues quedarse en aquella casa sería absurdo y peligroso.

La Monjita se lo quedó mirando sin entenderlo.

Su desconsuelo se transformó de repente en ira.

– Seguro que le ha contado usted al coronel que ha visto al hijo del sastre en casa de mi padre. Ha sido usted o alguno de sus amigos. Se ha portado usted mal, caballero, pues ahora el coronel piensa de mí lo peor.