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Por todas partes reinaban el caos y la confusión, todo el mundo empujaba, gritaba y se atrepellaba. Desde las ventanas volaban hacia nuestras cabezas toda clase de objetos: ladrillos, tinajas, leños, herramientas metálicas, tejas, asadores, peroles de estaño, cazuelas y botellas vacías. En un zaguán, sobre los peldaños de una escalera que llevaba a un sótano, había una mujer joven, encinta, que disparaba hacia la calle con un pistolón que cargaba una y otra vez. Uno se detuvo a mi lado y la apuntó. Después de aquello ya no vi nada, la luna llena había desaparecido tras las nubes, corríamos en medio de la oscuridad y por todas partes se oían gritos de aliento y exclamaciones desesperadas:

– ¡Mi caballo! ¿Dónde está mi caballo?

– ¡No tengas miedo! ¡Tú deja que se acerquen!

– ¿A dónde? ¿A dónde vamos? No veo más que nieve.

– ¡Dragones! ¡Hijos de Francia! ¡Resistid una vez más, cargad con las culatas!

– ¡Mi mochila!

– ¡Arriba! ¡Arriba! ¡Haz un esfuerzo, tenemos que seguir!

– ¡Armas al hombro! ¡Apunten! ¡Fuego!

– Aquí estoy. ¡Aquí!

– Estoy herido, no puedo más.

– ¡Que vienen!

– ¡Adelante! ¡Adelante!

En plena oscuridad recibí un golpe por la espalda que me derrumbó. Por un instante no sentí otra cosa que la nieve húmeda en la cara y un punzante dolor en la nuca. No sé qué me pasó a continuación. Aunque no perdí el conocimiento ni siquiera por un segundo, hay en mi recuerdo una amplia y oscura laguna.

Vuelvo a hallarme en manos de dos granaderos que me sostenían y me hacían avanzar. Sentía sed y violentos dolores en el brazo izquierdo, así como en la cabeza y en los dos hombros. Recuerdo que abrí fuego dos veces con mi pistola, pero no sé contra quién.

Eramos siete. Sólo dos de nosotros conservábamos aún nuestras armas, y casi todos estábamos heridos.

Ante nosotros, bien iluminada y abarrotada de gente, estaba la plaza del mercado.

Lanzamos gritos de júbilo y nos abrazamos, creyéndonos salvados y guarecidos al ver allí tres compañías de granaderos, formadas en cuadro, en posición de defensa, y en medio de ellas al coronel a caballo.

Parece ser que, tan pronto como comenzó la lucha, el regimiento se había visto escindido en tres partes. Una de ellas se batió aún durante un rato en las cercanías de la casa del prelado. Otra se defendía detrás de los setos y los árboles del jardín del hospital, que en el curso de la noche sería tomado al asalto por los guerrilleros, en unión de un grupo de revoltosos. Las tres compañías que se hallaban en la plaza del mercado estaban todavía en buenas condiciones y se decía que había que intentar abrirse paso para ganar el río.

Conservo en mi memoria sólo unos pocos momentos de la lucha que tuvo lugar a continuación. Recuerdo junto a mí a Donop dándome ánimos y ofreciéndome un trago de su botella. Más tarde me veo arrodillado detrás de un carro de aprovisionamiento, disparando con una carabina hacia la compacta masa de atacantes. A mi lado, un granadero bebía caldo frío en un tazón de barro.

Desde mi puesto veía las ventanas de mi casa. Estaban iluminadas; vi sombras de extraños deslizándose de aquí para allá por el cuarto, y, mientras disparaba, me acordé de que había dejado en mi mesa varios libros, novelas de amor francesas y un volumen de gacetillas alemanas.

Zumbidos, truenos, silbidos, descargas de mosquetes, griterío estridente, voces de mando, todo ello entremezclado con el incesante «¡Carajo! ¡Carajo!» de los españoles. Por mi lado pasaron llevando a Castel-Borckenstein inconsciente y con las botas cubiertas de sangre; detrás iba su asistente, que agitaba con gesto de furia su fusil descargado contra los españoles. Más allá, ante la puerta del mesón de La Sangre de Cristo, san Antonio, a la luz de las antorchas, alzaba sus manos pétreas atestiguando, entre el ruido y el alboroto de la lucha, que la concepción de María había sido inmaculada.

Inmediatamente después de la caída de Castel-Borckenstein, llegó la orden de retirada. Media compañía avanzó en filas cerradas hacia la calle de San Ambrosio. Tras ellos cabalgaba el coronel.

De repente lo vi tambalearse en la silla. Dos hombres se precipitaron a su lado para sostenerlo. Según parecía, no podía hablar, y movía las manos con vehemencia hacia los guerrilleros. A su alrededor se formó un tropel y poco después dejé de verlo. Dos o tres veces oí a Donop pedir a gritos una camilla.

Y entonces desapareció todo rostro de orden. Arrastrado por la corriente, fui a parar a la Calle de los Jerónimos. Estaba llena de gente que corría y chillaba, tratando todos de llegar antes que los demás a la orilla del río y al puente. Al cabo de poco la mayoría dio media vuelta y regresó hacia atrás, por motivos que ignoro. Donop seguía a mi lado. Mientras corría apretaba contra una herida de sable que tenía en la mejilla un trozo de tejido arrancado del forro de su guerrera. Así quedó su imagen en mi recuerdo hasta hoy.

Me acuerdo oscuramente de un breve combate cuerpo a cuerpo en las cercanías de la herrería destruida por el fuego. También se grabó en mi memoria un chorro de agua hirviendo que cayó justo a mis pies. Algunas gotas me alcanzaron una mano.

Cuando llegamos al río, encontramos el puente ocupado por la guerrilla. Algunos intentaron vadear o nadar hasta la otra orilla. Con el agua hasta los hombros, se debatían contra la corriente, pero el frío los paralizaba y uno tras otro fueron desapareciendo en las aguas. Desde el puente de piedra, los guerrilleros hacían fuego incesantemente contra nuestras filas con bombas de metralla.

Arrimados a las casas, regresamos corriendo por donde habíamos venido. Ya ninguno de nosotros pensaba en salvación o fuga. En nuestros corazones ya no había ni esperanza ni desesperación, sólo la muda decisión de resistir hasta el fin. No buscábamos una escapatoria al desastre, sino sólo un lugar donde pudiéramos luchar y morir cuerpo a cuerpo, hombre contra hombre, puño contra puño.

Así llegamos a una calle estrecha y de piso irregular en la que yo nunca antes había estado. Allí fue donde cayó Donop. Pensé que habría resbalado en el suelo cubierto de hielo, y le tendí la mano para ayudarle; pero tenía un balazo en el cuello. Buscó a tientas mi mano y me entregó todo lo que poseía: un reloj de plata, dos paquetes de cartas, dos billetes de banco, unos cuantos napoleones de oro, una traducción suya de Suetonio apenas comenzada, una pequeña figura de plata con imágenes mitológicas grabadas en relieve y una botella de vino medio vacía. Un granadero que pasó corriendo encorvado bajo el peso de su mochila, a la que llevaba atadas sus botas, una cacerola de cobre y una ponchera de plata, se detuvo y lanzó una mirada codiciosa a las monedas de oro que tenía yo en la mano. Me lo guardé todo, pero la mayor parte la perdí dos minutos más tarde durante la huida. Sólo conservo aún el pequeño relieve de plata que representa a Venus y las Horas.

Seguíamos corriendo cuando de repente oímos un silbido penetrante que era contestado desde dos puntos diferentes. En ese mismo momento se nos hizo fuego por delante. Nos detuvimos y miramos a nuestro alrededor.

A culatazos derribamos la puerta de la casa ante la que nos habíamos detenido. Subimos por una retorcida escalera de madera débilmente iluminada; una lámpara de aceite ardía en una hornacina debajo de un santo de escayola. La habitación en la que entramos debía de ser el almacén de un panadero o de un pastelero. Vimos sacos de harina, canastos de castañas o nueces, un barril lleno de huevos empacados en paja de avena y un cajón de chocolate sobre cuya tapa estaba escrito en letras negras: Pantin, rue Sainte-Anne à Marseille.