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Dejamos la puerta abierta y cargamos nuestros fusiles. No tuvimos que esperar demasiado: ya oíamos los pasos de los españoles por la escalera.

Asomó una cabeza, de rostro huesudo y pelo corto y erizado. La reconocí de inmediato, era la del vendedor ambulante de especias de la esquina de la Calle de los Carmelitas. Levanté la pistola, pero alguien detrás de mí se me adelantó y abrió fuego. Otras figuras aparecieron y se lanzaron sobre nosotros, sonaron disparos, un hacha cayó sobre la mesa dirigida a mis dedos, el humo de la pólvora llenó la habitación.

Cuando pudimos ver claro otra vez, estábamos solos, pero sólo cuatro de nosotros nos manteníamos en pie. Desde la escalera nos llegó el ruido de una aparatosa caída. Volvimos a cargar nuestros fusiles. Cargamos también las armas de los dos caídos, y las dejamos sobre la mesa listas para ser usadas.

Uno de los granaderos se dirigió a mí y me recordó que hacía años habíamos sido compañeros de escuela. Me pidió una pizca de tabaco. Otro se sacó las botas, pues tenía los pies llagados por la carrera. Me sentía desfallecer de cansancio.

Entonces vinieron los guerrilleros por segunda vez.

Una bala me pasó zumbando junto a la oreja; detrás de mí algo cayó al suelo con estrépito. Oí maldiciones y gritos, alguien me agarró por las piernas, la mesa se volcó, una mano me cogió por la garganta y fui derribado.

– ¡Abran paso! -oí una voz desde la puerta mientras caía. Por encima de mi rostro quedó en suspenso un sable empuñado por una mano en alto; quedó eternamente en suspenso, sin abatirse sobre mí-. ¡He dicho que abran paso! -volví a oír la misma voz. Una luz deslumbrante me iluminó la cara, el sable desapareció y en su lugar vi inclinado sobre mí un penacho blanco y un capote escarlata.

Dos manos soltaron despacio mi garganta. La cabeza me cayó pesadamente hacia atrás, golpeándose violentamente contra el borde de un cajón.

– ¡Qué locura! ¡Seguir con el mismo disfraz! -sonó junto a mi oído-. ¡Cogedlo y llevadlo abajo!

Sentí que me elevaban en el aire.

– ¿Es que no os dije ya en su momento -oí- que corríais el peligro de no ser reconocido por mis hombres?

Quise abrir los ojos, pero no me fue posible. Sentí en la cara el impacto del viento frío y húmedo. Alguien me echó un capote encima. Sentí un balanceo, me parecía estar aún en el río, sentado en el bote junto a la Monjita, las aguas arrastraban grandes trozos de hielo que chocaban contra el casco del bote, y desde la orilla se oía a los sauces zumbar al viento.

Luego, de repente, cesó el movimiento, ya no sentía balanceo alguno, yacía blandamente sobre alfombras o mantas.

– ¿A quién diablos me trae, capitán? -oí una voz quejosa y malhumorada.

– Al marqués de Bolibar -fue la respuesta.

De nuevo un rayo de luz cayó sobre mi cara. Oí murmullos y pasos leves que se alejaban. Una puerta se cerró.

Me dormí.

El marqués de Bolibar

Cuando me desperté estaba muy avanzado el día.

Amodorrado, antes de poder abrir los ojos tuve la incierta sensación de que la habitación estaba abarrotada de gente que me contemplaba en silencio. Me pareció oír su respiración y el roce de sus capotes. Después, cuando estuve del todo despierto, vi a tres personas que salían furtivamente del cuarto, cada una de ellas haciéndole a las otras señas de que no pisaran demasiado fuerte y desapareciesen sin hacer ruido.

En la habitación quedaron sólo dos personas: el capitán inglés de los fusileros de Northumberland, que estaba de pie delante de mi cama cubierto con su capote escarlata y con los brazos cruzados, y el Tonel, que estaba sentado detrás de la estufa.

Cuando le vi, volvieron a mi mente de inmediato los sucesos del día anterior, que el sueño me había hecho olvidar: el asalto de la guerrilla, la muerte del coronel, de Donop y de Castel-Borckenstein, el desastre que se había abatido sobre ambos regimientos. Un asombro sin límites ante el hecho de que siguiera vivo se apoderó de mí, y justo después me sobrevino un terror paralizante al verme frente a frente con mi mortal enemigo el Tonel. Pero aquel miedo no duró más que un instante, y en el siguiente me vino a la mente una idea que me llenó de profunda serenidad: no tenía derecho a ser el último del regimiento que quedara con vida. ¿Y podría desear algo mejor que seguir a mis camaradas a la muerte?

– Se ha despertado -oí decir al oficial inglés.

El Tonel profirió con su voz ronca algo que sonó como un gemido. Sus piernas, vivamente iluminadas por las llamas de la estufa y extendidas encima de una silla, estaban estrechamente envueltas en paños, pues aquel hombre había sufrido siempre de gota. Tenía el brazo izquierdo vendado desde el codo hasta el hombro.

– Mis respetos, señor marqués -gimió, mientras se frotaba con un trozo de pizarra el gotoso tobillo-. ¿Cómo está la salud de su excelencia?

Lo miré creyendo que se estaba burlando de mí.

– No ha sido cosa fácil dar con vos -informó el capitán-. Ha sido una casualidad, señor marqués, la que me ha proporcionado el honor de poneros a salvo.

Salté de la cama. Me daba cuenta ahora, con asombro, de los extraños caminos por los que el destino me conducía de vuelta a la vida. Sentí un escalofrío al pensar que yo, su asesino, tendría que hacer el papel del marqués de Bolibar. Y resolví poner fin de inmediato a aquella horrible fantasmagoría.

– Yo no soy el que ustedes piensan -le dije al capitán, forzándome a mí mismo a mirarle a la cara-. El marqués de Bolibar está muerto desde hace tiempo. Soy un oficial alemán de las tropas de la Liga de Renania.

Me sentí aliviado tras aquella confesión, y esperé con calma mi destino.

El inglés miró primero al Tonel y luego a mí. Sonrió.

– Claro, claro, un oficial alemán -dijo-. Ya lo sé. Precisamente el mismo oficial que hace unos días se asomó por la casa de campo del señor marqués, justo una media hora después de su desaparición. Un extraño azar, del cual me ha puesto en conocimiento vuestro mayordomo, señor marqués. Ha estado aquí esta mañana mientras vos dormíais.

– ¡Maldita sea! Tengo las piernas que parecen un alfiletero -terció el Tonel-. Nadie se imagina lo que llega a doler y a pinchar esto.

– ¡Esta usted en un error, mi capitán! -exclamé-. Soy el teniente Jochberg del regimiento de Nassau.

– Claro, claro, del extinto regimiento de Nassau. De todos los soldados del Emperador, en estos momentos sois sin duda el más extraño, señor marqués.

– ¿Soldados del Emperador? -gritó furioso el Tonel. Intentó ponerse en pie, pero en seguida volvió a caer en su silla con un gemido de dolor-. ¿Los llama usted soldados? Eran unos crápulas, fanfarrones, jugadores, borrachos, embusteros, libertinos y ladrones sacrilegos… Dios es justo, y su sentencia legítima.

Un dolor sordo y una rabia hirviente hicieron presa de mí cuando oí al Tonel insultar con semejantes palabras a mis camaradas muertos. Quise abalanzarme sobre él y estrangularlo con mis propias manos, pero entre ambos estaba el oficial inglés.

– Ustedes me toman por el marqués de Bolibar -dije, una vez que hube refrenado mi ira-, pero el marqués era un anciano y yo soy joven, tengo dieciocho años.

El Tonel profirió una risa semejante a un balido.

– Dieciocho años. Hermosa edad, en verdad. El cerero de enfrente de la iglesia -vos lo conocíais, señor marqués, era tan flaco que parecía que su madre al traerlo al mundo hubiera mirado demasiado un palo de escoba- tenía cincuenta años cuando se casó por tercera vez, y para la boda se tiñó el pelo de un castaño tan hermoso como el que lucíais vos ayer. Parecía que tuviera dieciocho años. Lástima de grasa de cabra, de pomada y de cera que habéis despilfarrado, señor marqués. No os ha alcanzado más que para una sola noche.

Volvió a reír y señaló con la mano hacia un espejo roto que había en la pared. Al ver mi imagen me asusté, no podía dar crédito a mis ojos: los horrores de la noche pasada me habían encanecido el cabello por completo, y ahora lo tenía blanco como la nieve, blanco como el de un anciano.