– Hacéis mal, señor marqués -sonó junto a mi oído la voz del capitán-, hacéis mal en intentar huir del mundo oculto tras vuestra máscara. Os habéis empeñado en una causa alta y noble. El cielo ha estado de vuestro lado, y habéis triunfado. No deberíais despreciar la gloria que os confiere vuestra hazaña ni rechazar la gratitud que os debemos todos nosotros, vuestra patria y la causa de la libertad.
No sé cómo sucedió aquel extraño fenómeno. Me hallaba ante el espejo, mirándome, y ya no me veía a mí mismo, sino la imagen de un anciano desconocido de cabellos blancos. Y entonces sentí un estremecimiento, y de modo peregrino e inexplicable se despertaron en mí los pensamientos de otro; su hazaña, su voluntad, su resolución habitaban en mí, y todo aquello me poseyó y me hizo vibrar con un fiero escalofrío de triunfo. Era como si el alma del asesinado hubiera resurgido en mí, como si luchase con la mía, la de su asesino, y la subyugara. Grande y terrible, el marqués de Bolibar me sometía. Intenté aún resistirme a su dominio, quise volver a mí, evoqué la imagen de mis camaradas muertos, me forcé a pensar en ellos, en Donop, Eglofstein, Brockendorf… pero no acudían, sus figuras se quedaban en las tinieblas, había olvidado el sonido de sus voces, y cuando quise llamarlos por sus nombres en mi interior, surgieron en mí palabras ajenas, palabras crueles, las palabras del Tonel, como si fueran las mías:
– Fanfarrones, libertinos, borrachos, ladrones sacrilegos… -gritó algo en mi interior-. Dios es justo y su sentencia legítima.
Y tuve la sensación de que la aniquilación del regimiento había sido desde el principio mi voluntad, como si la hubiese decidido en mi fuero interno, en favor de una causa grande y noble. En mí había una tempestad, el corazón me palpitaba fuertemente, sentía bramar y tronar en mis sienes, y me sentí tambalear ante la grandeza de aquel momento.
El Tonel me miraba como si esperase una palabra de mi boca. Pero yo guardé silencio.
– Dejadme deciros una cosa, señor marqués -comenzó-. Ya sé que despreciáis la guerra y tenéis en poco la gloria que los soldados valientes adquieren en batallas y combates. Recuerdo que dijisteis: «Un pobre mozo de labranza que en su simpleza se limita a arar su campo, tiene más gloria que los mariscales y los generales». Esta noche la he pasado pensando en muchas cosas, pues el dolor no me ha dejado dormir. Una bala de mortero me ha destrozado el brazo, y si se presenta la gangrena… Los soldados somos mártires, en nada distintos a Santiago, san Ciríaco o san Marcelino. Mártires tal vez de Dios o tal vez del diablo, ¿quién lo sabe? ¿Por qué luchamos? ¿Por qué damos nuestra sangre? ¿Por Dios? En este mundo somos todos ciegos como topos, y no sabemos cuál es la verdadera voluntad de Dios. ¿Acaso por la propia bolsa? Señor marqués, los soldados somos como los carpinteros de Noé, que construyeron el arca para todas las bestias y luego acabaron ahogándose. ¿Por el bien de la patria? Esta tierra, señor marqués, lleva mil años empapándose en sangre. Pero una batalla de hace cien años, ¿a quién no le parece totalmente inútil? Entonces, ¿para qué las luchas, las marchas, los trabajos, las penalidades, el hambre, los peligros, las heridas una y otra vez? ¿Qué queda de todo ello? Os lo voy a decir, señor marqués: queda la gloria. Camino por las calles de una ciudad que no es la mía y los hombres se susurran al oído mi nombre, las madres levantan en brazos a sus hijos, los ciudadanos salen corriendo de sus casas para verme, y en las ventanas se apiñan las cabezas. Y cuando un día, viejo y cansado, me arrastre a cuatro patas hasta el convento, el resplandor de mi nombre, señor marqués… ¡Maldita sea, ya está aquí otra vez! ¡Dios me proteja! ¡Estoy perdido!
Enmudeció. Una mujer vieja y fea había entrado en la habitación con una palangana llena de agua caliente y unos paños en las manos. El oficial de Northumberland tomó su sombrero de la mesa en cuanto la vio y desapareció de inmediato.
– ¡Necio, bruto, holgazán! -refunfuñó la mujer aplicando el agua y los paños al brazo herido del Tonel-. Sigues ahí sentado lamentándote. Otros traen oro a sus casas, pero tú nunca traes más que dos onzas de plomo.
– ¡Déjame en paz! -gimió el Tonel bajo las manos de la mujer-. ¡No me amargues la vida! He ganado una gran batalla.
– ¿Una gran batalla? -chilló la vieja, agitando furiosa los paños-. ¿Y para qué, si puede saberse? Para que el mismo rey, y no otro, nos ponga el año que viene más impuestos sobre el pan, la manteca, el queso y los huevos.
– ¡Cállate! -exclamó el Tonel-. Tú ocúpate de tu escoba y no te metas en mis asuntos. ¿Es que no reconoces a su excelencia el señor marqués?
– ¡Excelencia y eminencia y reverencia y pestilencia! Siempre tienes que meterte donde reparten palos. El día que el turco expulse a los tártaros, tú andarás por medio.
– ¡Ay de mí! -gimió el Tonel-. Llevo diecisiete años soportando a esta mujer con el sudor de mi frente. Cada día se vuelve peor. Su malicia hay que medirla por quintales.
– La ciudad entera sabe que mi marido es un haragán -gritó la mujer-. No quiere trabajar y anda vagando por el país. Se ve que tiene miedo de que se le estropeen las leznas y el punzón si se pone a trabajar.
– ¡Señor! -dijo el Tonel con un suspiro hondo y doloroso-. ¡Líbrame de todo mal!
Después de salir de la habitación, mientras bajaba por la escalera, seguí oyendo la voz quejumbrosa del caudillo guerrillero y el rezongar de su mujer. Ante la casa estaban sentados algunos oficiales insurgentes, comiéndose un carnero asado a la sombra de una higuera. Cuando pasé, se pusieron en pie, silenciosos.
En las calles reinaba una animación bulliciosa, cada cual se dedicaba a sus actividades y nada hacía pensar que el día anterior la ciudad había sido el teatro de la desesperada lucha a muerte de dos regimientos. Los castañeros estaban sentados en sus sillas de madera de alcornoque, los tenderos exponían sus mercancías, carretillas con carbón de leña cruzaban las calles, los arrieros arreaban sus mulas ante los ojos de los compradores, los barberos ofrecían sus servicios, un carmelita repartía estampas de santos y escapularios, y por todas partes resonaban los gritos de las aldeanas que ofrecían distintas clases de alimentos:
– ¡Leche! ¡Leche de cabra! ¡Leche caliente! ¿Quién la quiere?
– ¡Cebollas de Murcia! ¡Nueces de Vizcaya! ¡Ajos! ¡Habichuelas! ¡Aceitunas sevillanas!
– ¡Vino! ¡Vino tinto! ¡Vino de Valdepeñas!
– ¡Toda clase de embutidos! ¡Salchichones! ¡Longanizas! ¡Chorizos! ¡Auténticos embutidos de Extremadura!
Pero adonde quiera que yo fuese, el ajetreo enmudecía. La gente con prisa se detenía y se hacía a un lado dejándome paso, y me seguía con miradas llenas de asombro, respeto y silenciosa veneración.
No era yo, sino el difunto marqués de Bolibar quien andaba por las calles de su ciudad. Vi a lo lejos los viñedos y los campos: mi paisaje, mi tierra, exclamó algo jubilosamente dentro de mí. Para mí crecen las viñas, para mí se cubren de verdor esos pastos, es mío todo lo que abarca este cielo, y con embriaguez en el corazón, profundamente transformado, soñando, heredero por una hora de aquella tierra, anduve lentamente hacia el exterior de la ciudad.
Ante la muralla había un grupo de guerrilleros. Y uno de ellos abrió ante mí de par en par las puertas y me saludó, inclinando la cabeza hacia el suelo:
– ¡Ave María Purísima!
Y por mi boca una voz ajena pronunció palabras ajenas:
– ¡Sin pecado concebida!