– La familia del señor marqués ha dado oficiales destacados a muchos ejércitos -dijo entonces el Tonel-. También en las filas francesas ha servido hasta hace poco un sobrino del señor marqués.
El marqués cerró los ojos.
– ¿Ha muerto? -preguntó en voz baja.
– Hizo una gran carrera -dijo el Tonel, riendo-. Llegó a ser teniente con los franceses, a pesar de sus diecisiete años. Yo también tengo un hijo, y me habría gustado hacer de él un soldado, pero es jorobado y sólo sirve para el convento.
– ¿Ha muerto? -preguntó el marqués. Seguía erguido, sin moverse, pero su sombra se estremecía con violentos saltos en el resplandor agitado del fuego, y parecía que no fuera el anciano, sino su sombra la que, llena de temor e incertidumbre, aguardaba el mensaje del Tonel.
– En el ejército francés lucha gente de muchas nacionalidades -dijo el Tonel, encogiéndose de hombros-. Alemanes y holandeses, napolitanos y polacos. ¿Por qué, digo yo, no habría de servir también con los franceses un español?
– ¿Ha muerto? -gritó el marqués.
– ¿Que si ha muerto? ¡¡Sí!! ¡Y ahora está haciendo una carrera con el diablo, a ver quién llega antes a los infiernos! -profirió el Tonel, estallando después en una salvaje carcajada que retumbó escalofriante en los árboles del bosque.
– Yo estuve a su lado cuando su madre lo trajo al mundo -dijo el marqués en voz baja y sofocada-. Yo lo sostuve en la pila del bautismo. Pero desde la cuna fue inconstante como una veleta. Dios lo tenga en su seno.
– ¡El que lo tendrá en su seno será el diablo! -gritó el Tonel, lleno de rabia y sarcasmo.
– ¡Amén! -dijo el capitán inglés, sin que se pudiera saber si daba su amén a la plegaria del marqués o a la maldición del Tonel.
El marqués se acercó al altarcillo y se inclinó hacia el suelo ante la imagen de la Virgen. Los dos españoles que habían estado rezando allí se levantaron para dejarle sitio.
– Yo, por mi parte -dijo el Tonel, dirigiéndose al capitán-, no puedo alardear de parentela aristocrática; mi madre era criada, y mi padre zapatero remendón. Por eso sirvo a mi rey y a la Santa Madre Iglesia, ya que no todo el mundo puede ser noble.
– Tú sabes, Dios mío, que los míseros mortales no podemos vivir sino en el pecado -rezaba el marqués ante la imagen de la Madre celestial.
– Debéis saber, capitán -dijo el Tonel con una carcajada burlona y amarga-, que la flor y nata de nuestra nobleza, el duque del Infantado y el marqués de Villafranca, los dos condes de Orgaz, padre e hijo, y el duque de Alburquerque, se fueron todos a Bayona a rendir pleitesía al rey José.
– ¡No habrás olvidado, Señor, que también uno de tus apóstoles fue un traidor y un sinvergüenza! -gritó el marqués de Bolibar hacia la imagen de María.
– Sí, nuestros orgullosos grandes se han dado buena prisa en ir a Bayona a vender su lealtad por dinero. Claro que ¿por qué no? ¿Acaso el oro de los luises franceses es peor que el de los doblones españoles?
– San Agustín fue un hereje y tú le perdonaste. ¿Me oyes, Señor? Pablo fue un perseguidor de la Iglesia y Matías un avaro y un adorador del dinero, y Pedro te negó, pero Tú a todos los perdonaste. ¿Me oyes, Señor? -exclamó el marqués desesperado en su fervorosa plegaria.
– ¡Pero no escaparán a su castigo por toda la eternidad! Están perdidos y el infierno los aguarda. ¡Llamas, fuego y chispas, fuego por arriba, fuego por abajo, fuego por todas partes, fuego por toda la eternidad! -vociferó el Tonel con feroz expresión de triunfo, mientras contemplaba extasiado la oscuridad de la noche, como si en la distancia, más allá de los oscuros bosques, viera arder y brillar las llamas del infierno.
– ¡Apiádate de él, apiádate, Señor! ¡Y luzca para él la luz eterna!
Desde su escondite, el teniente Rohn escuchaba con asombro y horror tan extraña plegaria, pues el marqués no suplicaba sumiso a Dios, sino que le hablaba y le gritaba, ora enojado, ora amenazante, como si quisiera convencer a Dios con argumentos de que hiciera su voluntad.
Por fin el marqués se levantó del suelo y se dirigió hacia el Tonel. Su frente estaba surcada de arrugas, los labios le temblaban y en sus ojos ardía un fuego airado.
El Tonel hizo como si se asombrase de verle allí todavía.
– Señor marqués -dijo-, se ha hecho tarde, y si mañana queréis presentar a primera hora vuestros respetos al comandante francés…
– ¡Basta! -gritó el marqués, mientras su rostro adquiría un aspecto aún más terrible que antes. El Tonel enmudeció de inmediato. Los dos nombres quedaron de pie el uno frente al otro, en silencio y sin moverse. Sólo sus sombras se estremecían, oscilando al inquieto resplandor del fuego; se encogían y saltaban, se rehuían y se lanzaban la una sobre la otra, y al teniente Rohn, en la calentura de la fiebre, le pareció como si el odio y la feroz ansia de lucha de aquellos dos hombres se hubieran trasladado sin ruido a sus sombras danzantes.
De repente se volvió a oír a los centinelas, e inmediatamente un hombre salió corriendo del bosque hacia el fuego. En cuanto le vio, el Tonel abandonó su duelo con el marqués de Bolibar.
– ¡Ave María Purísima! -jadeó el mensajero, sin aliento: tal es el saludo común de los españoles, que puede oírse en las calles y en las casas cientos de veces cada día.
– ¡Sin pecado concebida! -exclamó el Tonel, lleno de impaciencia-. ¿Cómo es que vienes solo? ¿Dónde has dejado al cura?
– Al cura le ha dado un cólico por culpa de una morcilla asada…
– ¡Maldita sean su alma, su cuerpo y sus ojos! -bramó el Tonel-. Tiene menos redaños que un conejo. ¡Lo que tiene es miedo, ésa es su única enfermedad!
– Está muerto, puedo jurarlo -dijo el mensajero-. Lo he visto en su cuarto, amortajado.
El Tonel se mesó los cabellos con ambas manos y empezó a maldecir de modo tan bárbaro que a nadie habría extrañado ver que el cielo se hundía sobre su cabeza. Tenía la cara tan roja de ira que parecía un ladrillo dentro de un horno.
– ¿Que está muerto? -gritó, abriendo la boca para respirar-. ¿Habéis oído, capitán? ¡Se ha muerto el cura!
El oficial inglés miró en silencio al vacío. Los guerrilleros se habían levantado del suelo y, envueltos en sus capotes, se acercaban tiritando al fuego.
– ¿Y ahora qué? -preguntó el capitán.
– Juré sobre el sable del general Cuesta que mantendríamos la ciudad en nuestro poder aunque nos costase a todos la vida. ¡Tanto ingenio como habíamos puesto en diseñar y llevar a cabo nuestros planes, y se le ocurre al cura morirse en el peor momento!
– Vuestros planes eran malos -dijo de pronto el marqués de Bolibar-. Con vuestros planes sólo habríais conseguido un agujero en la cabeza, y nada más.
El Tonel miró al marqués enfurecido y lleno de indignación.
– ¿Qué sabéis vos de nuestros planes? No los he hecho pregonar por las calles.
– El padre Ambrosio, cuando sintió que iba a morir, me mandó llamar -dijo el marqués-. Quería que yo llevase a término lo que le habíais encomendado a él. Pero vuestros proyectos son malos, y os lo digo a la cara, coronel Saracho: del arte de la guerra no entendéis nada.
– Pero vos sí, ¿verdad, señor marqués? -exclamó el Tonel lleno de enojo-. Vos os comeréis la ciudad de un bocado.
– Habéis enterrado bajo la muralla de la ciudad un saco de pólvora escondido entre sacos de arena y con una mecha que el padre debía encender por la noche, para abrir así una brecha en el muro.
– Sí -interrumpió el Tonel al marqués-. Pues de otra manera es imposible tomar la ciudad. Es capaz de resistir a la artillería más pesada, pues, como puede leerse en las crónicas, fue fundada hace más de cinco mil años por el rey Hércules y el apóstol Santiago juntos.