– Vuestro conocimiento de la historia es admirable, coronel Saracho, pero no habéis tenido en cuenta que lo primero que hacen los franceses allí donde llegan es reunir a todos los frailes y ponerlos a buen recaudo. O sea que mañana encerrarán a los frailes en un convento o en una iglesia, pondrán delante de la puerta un cañón cargado con la mecha encendida y no dejarán salir a ninguno. ¿Lo habíais tenido en cuenta, coronel Saracho? Pero aun en el caso de que el cura hubiera logrado escabullirse, tenéis enfrente a todo el regimiento de Nassau y una parte del de Hessen, y no contáis más que con un puñado de hombres mal preparados, con pocas ganas de obedecer y muchas de mandar.
– ¡Es cierto, es cierto! -gritó el Tonel, impaciente y enojado-. Pero mis hombres son listos y no les falta valor, y habríamos hecho doblar la rodilla a esos colosos alemanes.
– ¿Tan seguro os mostráis de ello? -preguntó el marqués-. Apenas se oiga la detonación, sonará por todas las calles de La Bisbal el toque de generala y los alemanes acudirán a toda prisa a sus piezas de artillería. Dos descargas de metralla y su asalto habría terminado. ¿Tampoco habíais pensado en esto, coronel Saracho?
El Tonel no supo qué contestar. Mordiéndose las uñas, permaneció en silencio.
– Y aun en el caso -prosiguió el marqués- de que algunos de vuestros hombres consiguieran entrar en la ciudad, os abrirían fuego desde todos los rincones y esquinas, desde detrás de las rejas de las ventanas y desde los tragaluces de los sótanos. Porque los habitantes de La Bisbal están todos del lado de los franceses. Vuestros guerrilleros les han arrancado las vides y han incendiado sus olivares, coronel. Y no hace mucho hicisteis fusilar a dos jóvenes del lugar que se habían negado a enrolarse.
– Es verdad. Sí -dijo uno de los guerrilleros-. La ciudad está contra nosotros. La gente nos pone mala cara, las mujeres nos vuelven la espalda, los perros nos ladran…
– Y los posaderos nos dan vino agrio -refunfuñó un segundo.
– Pero la posesión de La Bisbal es, por razones estratégicas, de la mayor importancia para nosotros -explicó el capitán-. Si los franceses continúan ocupándola, pueden atacar al general Cuesta por el flanco y por la retaguardia aprovechando cualquier maniobra de sus tropas.
– ¡Entonces que el general Cuesta nos mande refuerzos! -dijo el Tonel-. Tiene los regimientos Princesa y Santa Fe y la mitad del regimiento de caballería Santiago. Debería…
– No nos mandará ni un mal jamelgo. El mismo está en apuros, y ¿cuándo habéis oído que un tullido ayude a otro? ¿Qué hacemos, coronel?
– ¿Cómo queréis que os lo diga si no lo sé ni yo mismo? -dijo el Tonel malhumorado, mirándose los dedos. Entretanto, los guerrilleros, viendo a sus jefes desconcertados, indecisos e incapaces de llegar a un acuerdo, empezaron a dar muestras de agitación. Algunos gritaron que entonces se había acabado la guerra y ellos se volvían a casa. Otros les contradijeron, gritando que no querían volver a casa a acarrear leña y hacer fuego para sus mujeres. Y uno se fue hacia su borrico y empezó a ensillarlo, como si quisiera salir de allí al instante y cabalgar hasta su aldea.
En medio de aquel alboroto se oyó de pronto la voz del marqués de Bolibar:
– Si os avenís a obedecerme, coronel, os daré la solución.
Tan pronto como oyó estas palabras desde su escondite, Rohn volvió a sentir aquel temor inexplicable que ya le habían infundido en el primer instante el rostro y la mirada del marqués de Bolibar. Despreciando el peligro de ser descubierto, asomó la cabeza por el tragaluz para no perderse una palabra. La sed y los dolores habían desaparecido, y el teniente se sentía dominado por el pensamiento de que el destino le había señalado para sorprender los designios del marques de Bolibar y desbaratarlos.
Al principio era tal el griterío y el alboroto de los guerrilleros que discutían si sería mejor continuar la lucha o dispersarse, que el teniente no consiguió entender lo que el marqués de Bolibar exponía a los otros dos. Sin embargo, al cabo de pocos instantes el Tonel, entre maldiciones y juramentos, ordenó silencio a sus hombres, y el ruido cesó de inmediato.
– Le ruego que prosiga, señor marqués -dijo el capitán con extrema cortesía. También la actitud del Tonel había cambiado por completo; el sarcasmo, el odio y la maldad se habían borrado de su rostro, y en su lugar habían aparecido el respeto y casi la sumisión; los tres, el oficial inglés, el jefe de los insurgentes y el teniente Rohn miraban, expectantes, al marqués de Bolibar.
Señales
Llegado a este punto de su relato, el teniente Rohn hizo una descripción del pavoroso cuadro de aquella reunión nocturna, que había quedado hondamente grabada en su alma. Pintó al Tonel, quien agachado en el suelo como un gnomo, atizaba el fuego con unas ramas -pues la noche era fría-, mientras miraba fijamente al marqués; al oficial inglés, que estaba allí de pie con rostro impasible y sin embargo lleno de excitación, y no se daba cuenta de que el capote escarlata se le había resbalado de los hombros y había caído al suelo; a los guerrilleros, que se apiñaban en torno al fuego, en parte para oír mejor lo que se decía, en parte a causa del relente de la noche; y al alcornoque con la estampa de la Virgen, que, desarraigado por el viento y casi caído en el suelo, parecía inclinarse sobre el marqués para escuchar sus palabras. En el ánimo del teniente, turbado por el temor y la fiebre, se alzó el sentimiento de que también Dios y la Virgen estaban aliados con los guerrilleros y tomaban parte en su conspiración.
De pie en el centro del cuadro, el marqués de Bolibar revelaba a los demás sus siniestros planes.
– Enviaréis a vuestros hombres a sus casas, coronel Saracho -ordenó-. Los haréis regresar a sus campos, a sus viñas, a sus estanques y a sus establos de mulas. Esconderéis también vuestras piezas de artillería y vuestros carros de municiones, y esperaréis la hora en que seremos más fuertes que los alemanes.
– ¿Y cuándo llegará esa hora? -preguntó el Tonel lleno de dudas, meneando la cabeza y soplando el fuego.
– La hora llegará pronto -anunció el marqués-. Pues voy a conseguiros un aliado. Contaréis con una ayuda en la que no habíais pensado.
– Si os referís al Empecinado -refunfuñó el Tonel levantándose del suelo-, sabed que ese hombre es mi enemigo, y no acudirá cuando lo necesite.
– No estoy hablando del Empecinado. Son los ciudadanos de La Bisbal quienes saldrán en vuestra ayuda. Los ciudadanos de La Bisbal se alzarán una noche y caerán sobre los alemanes.
– Esos barrigudos y papudos de La Bisbal -gritó el Tonel, irritado y decepcionado, dejándose caer de nuevo al suelo- en lo único que piensan por la noche, cuando están acostados con sus mujers, es en cómo podrían darnos a nosotros y a la patria un nuevo Judas Iscariote.
– ¡Yo haré que salgan de sus camas y se rebelen! -exclamó el marqués, amenazando con la mano a la ciudad, que dormía tranquila abajo en el valle-. Tened por seguro que habrá un gran levantamiento. Mis planes están listos en mi cabeza; y pongo mi cuerpo y mi alma por prenda de que darán resultado.
Por unos instantes los tres quedaron callados, mirando al fuego y siguiendo cada uno la línea de sus pensamientos. Los guerrilleros cuchicheaban entre sí, y el viento de la noche zumbaba entre los árboles y arrancaba gotas de lluvia de sus ramas.
– ¿Y cuál es nuestra misión en esa empresa? -preguntó al fin el capitán.
– Esperar mis señales. Os daré tres. A la primera, reuniréis a vuestros hombres, ocuparéis los caminos, colocaréis la artillería en posición y haréis saltar por los aires los dos puentes del Alhar. Pero no hasta que os dé la señal, pues es de la mayor importancia que hasta entonces los alemanes se crean seguros.