—¿Qué pasa? — demandó la angustiada voz del entrenador—. Parece que estás en problemas.
No estaba en problemas: estaba padeciendo terriblemente. Necesitaba de toda su fuerza de voluntad para no lanzar un alarido de dolor cada vez que caía sobre la superficie lunar, y se hundía en el mortal polvo que le estaba desecando la vida de a poco.
— Tengo que descansar unos minutos y meditar sobre esto.
Singh se tendió cuidadosamente sobre el blando terreno, preguntándose si el enfriamiento se extendería instantáneamente por la parte superior del traje. Pero no hubo señales de que eso ocurriera, y se relajó. Era probable que estuviera a salvo durante unos minutos, y recibiría muchas advertencias antes de que la Luna tratara de congelarle el torso.
Alzó ambas piernas y dobló y extendió los dedos de los pies: por lo menos podía sentirlos y estaban obedeciendo las instrucciones.
¿Y ahora, qué? Los de prensa, que estaban por ahí, en el camión de observación, debían de suponer que estaba loco o que realizaba algún oscuro rito religioso al presentar a las estrellas la planta de los pies. Se preguntaba qué le estarían diciendo a su santo público.
Ya se sentía un poquito más cómodo; la circulación de su sangre estaba ganando la batalla contra la pérdida de calor, ahora que los pies no estaban más en contacto con el suelo… pero, era su imaginación o sentía un leve enfriamiento en la región lumbar.
De repente lo asaltó otro pensamiento perturbador:
Estoy calentando los pies contra el cielo nocturno, contra el universo mismo y, tal como sabe cualquier niño en edad escolar, eso está a tres grados por encima del cero absoluto: en comparación, el regolito lunar está más caliente que agua hirviendo. Entonces, ¿estoy haciendo lo correcto? Por cierto que mis pies no parecen estar perdiendo la batalla contra el disipador térmico cósmico.
Acostado casi boca abajo sobre la Bahía de los Arcos Iris, manteniendo las piernas en ángulo ridículo hacia las apenas visibles estrellas y la refulgente Tierra, Robert Singh meditó sobre su problemita de física. Quizás intervenían demasiados factores como para obtener una respuesta fácil, pero éste serviría como primera aproximación…
Era una cuestión de conducción en función de irradiación. El material de sus botas espaciales era mejor para la primera que para la segunda: cuando estaban en contacto físico con el regolito lunar, hacían perder el calor del cuerpo más rápido que lo que éste podía generarlo. Pero la situación se invertía cuando irradiaban hacia el cielo vacío… por suerte para Robert.
— MIT te está alcanzando, Bob. Es mejor que te pongas en movimiento.
Singh tuvo que admirar a su persistente seguidor. Merecía una medalla de plata. «¡Pero ni por broma voy a dejarle ganar la de oro, así que ahí vamos otra vez! Nada más que otros diez kilómetros: un par de miles de brincos, digamos.»
Los primeros tres o cuatro no estuvieron tan mal pero, después, el frío empezó a colarse una vez más. Singh sabía que si se detenía otra vez no podría continuar. Lo único que podía hacer era apretar los dientes y fingir que el dolor no era más que una sensación engañosa que se podía disipar merced a un esfuerzo de la voluntad. ¿Dónde había visto una ilustración perfecta de eso. Había recorrido otro lacerante kilómetro antes de poder ubicarla en la memoria:
Años atrás había visto una videograbación, de un siglo de antigüedad, sobre gente que caminaba en el fuego durante cierta ceremonia religiosa en la Tierra: se había excavado una fosa grande, llenado con brasas al rojo blanco, y los devotos, con mucha lentitud e indiferencia, caminaban de un extremo al otro de la fosa con los pies descalzos, exhibiendo apenas algo más de interés que si hubieran estado paseando sobre la arena. Aun cuando eso nada probaba sobre el poder de una deidad cualquiera, era una demostración asombrosa de coraje y confianza en uno mismo. Seguramente él también podría hacerlo: ahora le resultaba más que fácil imaginar que estaba caminando sobre fuego…
¡Caminar sobre fuego en la Luna! No pudo evitar reírse ante esa concepción y, durante un instante, el dolor casi desapareció. Así que eso de «la mente sobre la materia» sí funcionaba, durante unos segundos al menos.
— Tan sólo cinco hitos más… lo estás haciendo muy bien. Pero MIT te está alcanzando. No descanses.
¡Descansar! ¡Cómo anhelaba poder hacerlo! Dado que el penetrante dolor de los pies había predominado sobre todo lo demás, Singh casi había descuidado el creciente cansancio que le dificultaba cada vez más el avance. Había dejado de lado el desplazamiento por saltos y transigido con una marcha por zancadas lenta y oscilante, que habría resultado más que impresionante en la Tierra, pero que era lastimosa en la Luna.
A tres kilómetros de la llegada estaba a punto de rendirse y pedir la ambulancia; quizá ya era muy tarde para salvar los pies. Y en ese momento, justamente cuando sentía que ya había llegado al límite de sus fuerzas, advirtió algo que, con toda certeza, habría visto antes, de no haber estado concentrando todos sus sentidos en el terreno que tenía inmediatamente delante de sí:
El lejano horizonte ya no era una línea perfectamente recta que dividía el paisaje refulgente y la negra noche del espacio. Singh se estaba acercando a los límites occidentales de la Bahía de los Arcos Iris, y los picos suavemente redondeados del Promontorio Laplace se alzaban por encima de la curva de la Luna. Ese paisaje, y el saber que su propio esfuerzo había hecho que esas montañas aparecieran ante la vista, le suministraron un aflujo final de fuerzas.
Y ahora no había ninguna otra cosa en el universo, salvo esa línea de llegada. Singh estaba a nada más que unos metros de ella, cuando su tenaz oponente se le adelantó como un rayo, en un aparentemente fácil torrente de velocidad.
Cuando Robert Singh recuperó la conciencia yacía en el interior de la ambulancia, sintiendo un malestar sordo y generalizado en todo el cuerpo, pero sin experimentar el más mínimo dolor en algún sitio específico.
— Usted no va a caminar mucho durante un tiempo — oyó que le decía una voz, a años luz de distancia—; es el peor caso de quemadura por frío que yo haya visto jamás. Pero le apliqué un anestésico localizado, y no va a tener que comprarse un nuevo par de pies.
Eso era en parte un consuelo, pero difícilmente compensaba la amargura de saber que había fracasado, a pesar de todos sus esfuerzos, cuando la victoria parecía estar tan al alcance de la mano. ¿Quién fue el que dijo, «Ganar no es lo que más importa; es lo único que importa»? Se preguntó si se molestaría siquiera en recoger su medalla de plata.
— Sus pulsaciones volvieron a la normalidad. ¿Cómo se siente?
— Terriblemente mal.
— Entonces puede ser que esto le levante el ánimo. ¿Está listo para una conmoción… una agradable?
— Haga la prueba.
— Usted es el ganador. ¡No, no trate de levantarse!
—¿Cómo? ¿Qué?
— La COI está furiosa, pero MIT se mata de risa: no bien terminó la carrera, confesaron que su Robert era, en realidad, Robot, Hominiforme para Aplicaciones Generales Mark 9. ¡Con razón él… eso… llegó primero! Por lo que el desempeño de usted fue aún más impresionante. Le están lloviendo las felicitaciones. Usted es famoso, lo quiera o no lo quiera.