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— No me importa que me llamen «marciano nuevo» — le dijo a Charmayne—, mientras sonrían cuando lo dicen.

— Lo harán, querido — respondió ella— con tus músculos de terrícola eres mucho más fuerte que la mayoría de la gente de por aquí.

Eso era cierto, pero Singh no sabía durante cuánto tiempo se mantendría así: a menos que hiciera sus ejercicios en forma más rigurosa que lo que sospechaba que los haría, pronto se adaptaría a Marte.

Lo que no estaba exento de ventajas: los marcianos sostenían que su mundo, y no Venus, debía de haberse llamado «planeta del amor». La gravedad uno de la Tierra era absurda, si no peligrosa. Las costillas rotas, los calambres y la interrupción de la circulación sanguínea, efectos del peso todos estos, no eran más que algunos de los peligros que tenían que enfrentar los enamorados en la Tierra. La gravedad lunar, de un sexto de la terrestre, era un gran progreso, pero los expertos consideraban que no era la suficiente para obtener un buen contacto.

Y en lo concerniente a la muy alabada gravedad cero del espacio, después que hubo desaparecido la novedad inicial, se convirtió en algo un tanto fastidioso: había que pasar demasiado tiempo preocupándose por los problemas de la puesta en contacto y de la atracada.

El tercio de g que tenía Marte estaba en el punto justo.

Al igual que todos los inmigrantes nuevos, Robert Singh transcurrió sus primeras semanas haciendo la Gran Excursión Marciana: Monte Olimpo, Valle del Mariner, los Acantilados de Hielo del Polo Sur, las Tierras Bajas de Hellas… en aquel entonces, Hellas se había hecho popular entre los jovencitos audaces, a quienes gustaba hacer alarde de cuánto tiempo podían sobrevivir sin el equipo de respiración. Para ahora, la presión atmosférica era apenas la suficiente para tales hazañas, aunque el nivel de oxígeno todavía era demasiado bajo como para sustentar la vida. El engañosamente denominado récord de «aire abierto» se encontraba, en esos momentos, en algo más de diez minutos.

La reacción inicial de Singh ante Marte fue de leve decepción. Había efectuado tantos viajes virtuales sobre el paisaje marciano, frecuentemente en velocidades estimulantes, y con empleo de mejoramiento de imágenes, que la realidad era, en ocasiones, un desengaño. El problema que se planteaba con las formaciones más famosas del planeta era el tamaño mismo que tenían: eran tan enormes que sólo se las podía apreciar desde el espacio, no cuando realmente se estaba parado sobre ellas.

El Monte Olimpo era el mejor ejemplo. A los marcianos les gustaba decir que tenía el triple de la altura de cualquier montaña de la Tierra, pero el Himalaya o las Rocallosas eran mucho más impresionantes porque eran mucho más empinados. Con una base de seiscientos kilómetros de ancho, Olimpo era más una enorme ampolla en el rostro de Marte que un monte: noventa por ciento de él no era otra cosa que una llanura de suave declive.

Y el Valle del Mariner, salvedad hecha de sus secciones más estrechas, tampoco llegaba a cumplir con lo que decía la promoción turística. Era tan ancho que, desde su centro, ambas paredes estaban por debajo del horizonte. Si esa no hubiera sido precisamente la clase de falta de tacto que siempre hacía que los marcianos nuevos se metieran en problemas, Singh podría haber hecho menospreciativas comparaciones con el mucho más pequeño Gran Cañón del Colorado.

Al cabo de unas semanas, empero, comenzó a apreciar sutilezas y hermosuras que explicaban la apasionada devoción de los colonos (ésta era otra palabra que tenía que cuidarse de no mencionar jamás) por su planeta y, aunque Singh sabía perfectamente bien que la superficie habitable de Marte era casi la misma que la de la Tierra debido a la ausencia de océanos, continuamente se sentía sorprendido por su escala: dejando de lado el hecho de que Marte sólo tenía la mitad del diámetro de la Tierra, sí era un mundo grande…

Y era cambiante, si bien con mucha lentitud. Líquenes y hongos mutados estaban descomponiendo las rocas oxidadas e invirtiendo la muerte por herrumbre que había acometido al planeta hacía ya eternidades. Tal vez, el invasor terrestre de mayor suceso fue una modificación del «cacto ventana», una planta de epidermis resistente que parecía como si la Naturaleza hubiera empezado a diseñar un traje espacial. Los intentos por plantarlo en la Luna habían fracasado, pero estaba floreciendo en las tierras bajas marcianas.

En Marte todo el mundo tenía que trabajar para ganarse la vida y, aunque Robert Singh había hecho una importante transferencia de haberes desde su saludable cuenta de la Tierra, no era la excepción de esa regla… ni quería serlo: todavía tenía décadas de vida activa por delante y deseaba utilizarlas al máximo, en tanto pudiera pasar la mayor parte de tiempo posible con su nueva familia.

Ese era otro motivo para venir a Marte: todavía era un mundo vacío y en él se le permitiría tener dos hijos. Su primera hija, Mirelle, nació dentro del año transcurrido desde que Robert arribó al planeta; Martin lo hizo tres años después. Pasaron otros cinco años antes que el capitán Robert Singh experimentara el más mínimo deseo de «respirar espacio» o, por lo menos, espacio lejano. Estaba demasiado contento con su familia y su trabajo.

Naturalmente, hacía frecuentes viajes a Fobos y Deimos, por casi siempre en relación con sus sumamente importantes (y bien remuneradas) obligaciones como inspector de naves para Lloyd's de la Tierra. No había mucho para hacer en Fobos, el satélite más cercano y más grande, salvo inspeccionar la Escuela de Adiestramiento para Aprendices Espaciales, donde los cadetes lo contemplaban con considerable temor reverencial. Por su parte, Robert disfrutaba reuniéndose con ellos: eso lo hacía sentir treinta… bueno, veinte… años más joven, y también lo mantenía en contacto con los últimos progresos en tecnología espacial.

En una época, a Fobos se lo había considerado una fuente invalorable de materias primas para los proyectos de construcción en el espacio, pero los conservacionistas marcianos, quizá sintiéndose culpables por la continua transformación de su propio planeta en otra Tierra, se las arreglaron para evitar esto. Aunque el diminuto satélite negro como el carbón era tan poco llamativo en el cielo nocturno que pocas personas llegaban a advertirlo, «¡No exploten Fobos con excavadoras!» había sido una consigna eficaz.

Por fortuna, el más pequeño, y más distante, Deimos era, en algunos aspectos, una alternativa mejor. Si bien en promedio tenia poco más de una docena de kilómetros de ancho, podía abastecer durante siglos los astilleros locales con la mayoría de los metales que necesitaban, y a nadie le importaba realmente si la diminuta luna desaparecía en el curso de los próximos mil años. Más aún: su campo gravitatorio era tan tenue que sólo se necesitaba un buen empujón para lanzar los productos y ponerlos en camino de los centros de procesamiento.

Al igual que todos los puertos activos desde el comienzo de los tiempos, Astropuerto Deimos era una mescolanza desordenada. La primera vez que Robert Singh posó los ojos sobre la Goliath fue en el astillero 3 de Deimos, donde se la estaba sometiendo a la inspección y el reequipamiento quinquenales. A primera vista no había nada fuera de lo común en la nave; no era más fea que la mayoría de las espacionaves diseñadas para adentrarse en el espacio lejano. Con una masa vacía de diez mil toneladas y una longitud total de ciento cincuenta metros, no era particularmente grande y su característica más importante era invisible: los motores de alta fusión de los cohetes que, de modo normal, utilizaban hidrógeno como fluido operativo, pero que podían funcionar con agua de ser necesario, eran mucho más poderosos que lo que se necesitaba para una nave de ese tamaño. Salvo por las pruebas que duraban nada más que unos segundos, nunca se los había hecho funcionar haciéndoles dar pleno impulso.