Las obligaciones del doctor Angus Millar, en su calidad de jefe del Registro Civil del Centro Médico de Puerto Lowell, no eran exigentes precisamente. A diferencia de los colonos terrestres, los pobladores de Marte no tenían enfermedades nuevas y exóticas contra las que enfrentarse, y la mayor parte del trabajo de un médico consistía en habérselas con accidentes. Cierto era que algunos peculiares defectos óseos habían surgido en las segunda y tercera generaciones, debido, sin duda alguna, a la escasa gravedad, pero la cumbre médica confiaba en que podría lidiar con ellos antes de que se convirtieran en algo grave.
Merced al vasto tiempo libre que tenía, el doctor Millar era uno de los pocos astrónomos aficionados de Marte. En el curso de los anos había construido una serie de reflectores, bruñendo, puliendo y azogando los espejos mediante técnicas que miles de devotos elaboradores de telescopios habían perfeccionado en un lapso de siglos.
Al principio había pasado mucho tiempo observando el planeta Tierra, a pesar de los divertidos comentarios de sus amigos:
—¿Por qué molestarse? — habían preguntado—. Realmente está bastante bien explorada. Hasta se presume que alberga formas inteligentes de vida.
Pero quedaron en silencio cuando Millar les mostró el hermoso cuarto creciente azul que colgaba en el espacio, junto con la más pequeña, pero en idéntica fase, Luna, que flotaba al lado. Toda la historia, con la salvedad de los más recientes instantes, se encontraba ahí, en el campo visual del telescopio. No importaba cuán lejos se adentrara en el universo, la especie humana nunca podría cortar del todo los lazos con el planeta natal.
Sin embargo, los que criticaban sí tenían un argumento a favor: la Tierra no era tema muy gratificante de observación. Mucho de ella generalmente estaba cubierto por nubes y, cuando se encontraba en su punto de mayor proximidad, hacia Marte únicamente miraba la faz que se hallaba en la oscuridad de la noche, por lo que todos los detalles naturales eran invisibles. Un siglo antes, el «lado oscuro» de la Tierra había sido cualquier cosa menos eso, pues megavatios de electricidad se derrochaban perdiéndolos hacia el cielo. Aunque una sociedad más consciente de la necesidad de ahorrar energía había puesto coto a los peores abusos, la mayor parte de las ciudades de cualquier tamaño todavía se podían advertir fácilmente como refulgentes islas de luz.
El doctor Millar deseaba haber podido estar por ahí en la fecha terrestre del 10 de noviembre de 2084, para observar ese poco frecuente y hermoso fenómeno, el del tránsito de la Tierra de un extremo al otro de la faz del Soclass="underline" el planeta había parecido una mancha solar pequeña y perfectamente circular mientras se desplazaba con lentitud a través del disco del Sol pero, en el punto medio de su paso, una brillante estrella había resplandecido en su centro: baterías de láseres ubicados en la cara oscura de la Tierra estaban saludando, en el cielo de medianoche, al Planeta Rojo que ahora constituía el segundo hogar de la humanidad. Todo Marte había estado observando, y al acontecimiento todavía se lo rememoraba en tono de temor reverencial.
Había otra fecha en lo pasado, empero, por la que el doctor Millar sentía particular afinidad, debido a una coincidencia perfectamente trivial que no tenía interés más
que para el propio Millar: a uno de los cráteres más grandes de Marte se lo había bautizado con el nombre de otro astrónomo aficionado, del que daba la casualidad que compartía con Millar la fecha de nacimiento… sólo que dos siglos antes.
No bien buenas fotografías del planeta empezaron a llegar desde las primeras sondas espaciales, encontrar nombre para todos los miles de formaciones nuevas se transformó en un problema serio. Algunas elecciones fueron obvias: astrónomos, científicos y exploradores famosos, como Copérnico, Kepler, Colón, Newton, Darwin, Einstein. A continuación vinieron los autores relacionados con el planeta: Wells, Burroughs, Weinbaum, Heinlein, Bradbury. Y, después, una miscelánea lista de obscuros sitios y personas de la Tierra, algunos de los cuales no tenían más que sumamente tenues conexiones con Marte.
Los nuevos habitantes del planeta no siempre estaban felices con los nombres de localidades que les habían legado, y tenían que utilizar en su vida cotidiana: ¿quién, o qué, de la Tierra, y ni qué hablar de Marte, eran Dank, Dia-Cau, Eil, Gagra, Kagul, Surt, Tiwi, Waspam, Yat?
Los revisionistas siempre estaban creando agitación para conseguir nombres más adecuados y de sonido más agradable, y la mayoría de la gente estaba de acuerdo con ellos. Así que se estableció una comisión permanente para lidiar con el problema, aun cuando ese apenas era el más peliagudo de los que afectaban la supervivencia humana en Marte. Como todo el mundo sabía que él tenía tiempo libre de sobra y que estaba interesado en la astronomía, resultó inevitable que al doctor Millar se lo votara para que formara parte de la comisión.
—¿Por qué —se le preguntó un día— uno de los cráteres más grandes de Marte se debe llamar Molesworth? ¡Tiene un diámetro de ciento setenta y cinco kilómetros! ¿Quién demonios fue Molesworth?
Después de investigar un poco, y de enviar varios costosos faxes espaciales a la Tierra, Millar estuvo en condiciones de responder esta pregunta: Percy B. Molesworth fue un ingeniero en ferrocarriles y astrónomo aficionado británico que, a comienzos del siglo XX, trazó y publicó muchos dibujos de Marte. La mayor parte de las observaciones las hizo desde la isla ecuatorial de Ceilán, en la que murió en 1908, a la temprana edad de cuarenta y un años.
El doctor Millar estaba impresionado: Molesworth debió de haber amado Marte, y merecía su cráter. La trivial coincidencia de que hubieran nacido el mismo día, según el calendario terrestre, también le daba a Millar una sensación ilógica de parentesco y, en ocasiones, miraba hacia la Tierra a través de su propio telescopio, para encontrar la isla en la que Molesworth había transcurrido mucho de su corta vida. Como el Océano Índico generalmente estaba cubierto por nubes, Millar la halló nada más que una vez, pero esa fue una experiencia inolvidable. Se preguntó qué habría pensado el joven británico de haber sabido que algún día ojos humanos iban a contemplar su hogar desde Marte.
El médico ganó su batalla para salvar a Molesworth — a decir verdad, cuando presentó su alegato no hubo decidida oposición—, pero eso modificó su propia actitud hacia lo que no había sido más que un pasatiempo absorbente: quizá también él podría hacer un descubrimiento que llevara su nombre a través de los siglos.
Iba a alcanzar el éxito en grado mucho mayor que el que se hubiera atrevido a soñar.
Aunque en aquel entonces era un niño, el doctor Millar nunca olvidó el espectacular regreso del cometa Halley, en 2061. No hay duda de que eso tuvo algo que ver con el siguiente paso que dio: a muchos cometas, entre ellos algunos de los más famosos, los habían descubierto aficionados que, de esa manera, se habían asegurado la inmortalidad al imprimir su nombre en los cielos. Allá en la Tierra, pocos siglos atrás, la receta para triunfar había sido sencilla: un telescopio bueno (pero no especialmente grande), cielo límpido, el conocimiento profundo del cielo nocturno, paciencia… y una buena dosis de suerte.
El doctor Millar empezó con varias ventajas importantes sobre sus precursores terrestres: siempre contó con cielos límpidos y, a pesar de los sinceros esfuerzos de los que intentaban transformar Marte en otra Tierra, esos cielos habrían de mantenerse así durante las siguientes generaciones. Debido a su mayor distancia del Sol, Marte también era una plataforma de observación ligeramente mejor que la Tierra. Pero, y esto era lo más importante de todo, la búsqueda se podía automatizar en gran medida: ya no era necesario recordar de memoria los campos estelares, como habían hecho algunos de los veteranos, por lo que se podía reconocer un intruso en forma instantánea. Hacía mucho ya que la fotografía había vuelto anticuado ese método: sólo era necesario hacer dos tomas con algunas horas de diferencia entre una y otra y, después, compararlas, para ver si algo había cambiado de posición. Si bien eso se podía hacer en los ratos de ocio, sentado cómodamente dentro de una habitación y no tiritando en la fría noche, seguía siendo tedioso en extremo. El joven Clyde Tombaugh, allá por la década de 1930, literalmente había revisado millones de imágenes de estrellas antes de descubrir a Plutón.