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El método fotográfico había durado más de un siglo, antes de que se lo reemplazara por la electrónica: una sensible cámara de televisión podía recorrer el cielo y guardar la imagen estelar resultante, para después regresar y volver a mirar más tarde. En cuestión de segundos, un programa de computadora podía hacer lo que a Clyde Tombaugh le había tomado meses: pasar por alto todos los objetos estacionarios y «clavarle banderillas» a cualquier cosa que se hubiera desplazado.

En realidad, no era tan sencillo. Un programa ingenuo volvería a descubrir centenares de asteroides y satélites conocidos, por no mencionar los millares de pedazos de basura espacial fabricada por el hombre. A todos esos objetos se los debía comparar con catálogos, pero también eso se podía realizar en forma automática. Cualquier cosa que sobreviviera ese proceso de filtrado probablemente iba a ser… interesante.

El equipo físico para investigación automática y sus programas no eran especialmente costosos pero, al igual que con muchos artículos no esenciales de alta tecnología, no se los podía conseguir en Marte. Así que el doctor Millar tuvo que esperar varios meses antes de que una de las empresas terrestres proveedoras de material científico se los pudiera despachar… nada más que para descubrir, como suele ocurrir con tanta frecuencia, que no había venido un componente esencial. Después de un áspero intercambio de faxes espaciales, el problema quedó resuelto. Por fortuna, el médico no tuvo que esperar a que arribara la próxima nave correo: cuando el proveedor desembuchó de mala gana los detalles del circuito, los expertos locales lograron conseguir que el sistema entrase en operación.

Funcionaba a la perfección. La mismísima noche siguiente, el doctor Millar quedó encantado al descubrir Deimos, quince satélites de comunicaciones, dos naves de trasbordo en tránsito, y el vuelo que llegaba desde la Luna. Por supuesto, sólo había explorado una pequeña parte del cielo (aun en torno de Marte, el espacio se estaba poblando en demasía. Con razón le habían ofrecido un precio bastante bueno por el equipo: le sería virtualmente inútil debajo de las nubes de desechos espaciales que ahora giraban en órbita alrededor de la Tierra.

En el curso del año siguiente, el médico descubrió dos asteroides nuevos, de menos de cien metros de ancho, e intentó bautizarlos Miranda y Lorna, en honor de su esposa y hija. La Unión Astronómica Interplanetaria aceptó el último, pero señaló que Miranda era un famoso satélite de Urano. El doctor Millar, claro está, sabía eso tan bien como la UAI, pero creyó que valía la pena intentarlo en aras de la armonía doméstica. Finalmente accedieron a que fuese Mira: no era factible que alguien confundiera un asteroide de un centenar de metros con una estrella roja gigante.

A pesar de varias falsas alarmas, Millar no encontró algo nuevo durante otro año y ya estaba a punto de rendirse, cuando el programa informó sobre una anomalía: había observado un objeto que parecía estar desplazándose, pero con tanta lentitud que no podía tener certeza, dentro de los límites de error. Sugirió hacer otra observación después de un lapso más prolongado, para resolver la cuestión en un sentido o en otro.

El doctor Millar miró el diminuto punto de luz. Pudo haber sido una estrella tenue, pero los catálogos mostraban que nada había en ese lugar. Para decepción suya, no había vestigios de la aureola borrosa que habría indicado que se trataba de un cometa. «Nada más que otro remaldito asteroide», pensó. «Casi ni vale la pena molestarse en perseguirlo.» Sin embargo, Miranda pronto habría de darle una nueva hija: sería lindo tener un regalo para el día de su nacimiento…

Era un asteroide, situado justamente más allá de la órbita de Júpiter. El doctor Millar dispuso la computadora para que calculara la órbita aproximada del cuerpo, y quedó sorprendido al descubrir que Myrna, como había decidido llamarlo, se acercaba bastante a la Tierra. Eso hacía que fuera algo más interesante.

Millar nunca pudo conseguir que le reconocieran el nombre. Antes que la UAI pudiese aprobarlo, observaciones adicionales le calcularon una órbita mucho más precisa.

Y, entonces, solamente fue posible un nombre: Kali, la Diosa de la Destrucción.

Cuando el doctor Millar descubrió Kali, el asteroide ya se estaba dirigiendo hacia el Sol — y hacia la Tierra— a una velocidad inaudita. Aunque el asunto tenía ahora una cierta importancia académica, todos querían saber por qué GUARDIÁN ESPACIAL, con todos sus recursos, había sido derrotado por un observador aficionado de Marte que usaba un equipo en gran parte casero.

La respuesta, como se acostumbra en estos casos, fue una combinación de mala suerte y de la ya conocida terquedad de los objetos inanimados.

Kali era extremadamente mortecino para su tamaño, siendo uno de los asteroides más oscuros que jamás se hubieran descubierto. Era obvio que pertenecía a la clase de los carbonosos: su superficie era, en sentido casi literal, hollín y, durante los últimos años, el telón estelar de fondo a través del cual se había estado desplazando, había sido una de las partes con más apiñamiento de la Vía Láctea. Visto desde los observatorios de GUARDIÁN ESPACIAL, se habría perdido en un fulgor de estrellas.

El doctor Millar, desde su punto de referencia en Marte, fue afortunado: deliberadamente había apuntado el telescopio hacia una de las regiones celestes con menor densidad de cuerpos… y sucedió que Kali estaba ahí. Algunas semanas antes o después. y no habría llegado a verlo.

Innecesario es decir que, durante las indagaciones que originó esto GUARDIÁN ESPACIAL volvió a revisar sus teraoctetos de observaciones. Cuando se sabe que ahí hay algo, es mucho más fácil encontrarlo.

A Kali se lo había registrado tres veces, pero la señal estaba cerca del umbral de ruido y, por eso, no había conseguido poner en acción el programa automático de búsqueda.

Mucha gente agradecía el descuido: pensaba que descubrir antes a Kali tan sólo habría prolongado la agonía.

III

15

La profetisa

¿No es hora de que admitas Juan, que Jesús debe haber sido un hombre común y corriente como Mahoma (la Paz sea con él)? Sabemos algo que los redactores de los Evangelios no sabían aunque parezca perfectamente obvio cuando piensas al respecto: la parición por una virgen sólo podría producir una mujer nunca un varón. Por supuesto, el Espíritu Santo puede haber ideado un segundo milagro. Quizá tengo prejuicios pero creo que eso habría sido… bueno pues… alardear. Hasta de mal gusto.

Profetisa Fátima Magdalena (Segundo Diálogo con el Papa Juan Pablo IV, ed. Padre Mervyn Fernando, SJ, 2029)