El descubrimiento de Kali tuvo, para los Renacidos, nada menos que la fuerza de una revelación. Ahora conocían su destino, y se prepararon para vivir de acuerdo con su nombre.
Durante por lo menos un siglo, poca gente educada había creído en la Resurrección, y la profetisa Fátima Magdalena, inteligentemente, había evitado el tema. Ahora, decían los Renacidos, cuando el mundo se acercaba a su fin, era hora de tomar la idea en serio. Ellos podían garantizar la supervivencia… por un precio, claro está.
Millones de personas ya estaban planeando emigrar a la Luna o a Marte, pero ambos destinos ya estaban imponiendo cupos para evitar que les rebasaran sus limitados recursos. De todos modos, nada más que un pequeño porcentaje de la especie humana podría tomar esta vía de escape.
Los Renacidos ofrecían algo mucho más ambicioso: no simplemente la seguridad, sino la inmortalidad.
Anunciaban que habían alcanzado una de las largamente buscadas metas de la realidad virtuaclass="underline" podían grabar un ser humano entero — todos los recuerdos de su vida y el mapa actual del cuerpo que había experimentado esos recuerdos— en unos modestos diez a la catorce bits de espacio de almacenamiento. Sin embargo, la reproducción de lo grabado — la resurrección literal— todavía iba a precisar de décadas de investigaciones. Aun si tuviese algún sentido hacerlas, no habría manera de que se completaran antes de que llegara Kali.
Eso no era un problema: los Renacidos ya habían recibido la garantía de Dios. Todos los verdaderos creyentes podían hacerse emitir hacia Sirio a través del trasmisor que estaba en el Lado Oculto. El Cielo los estaba aguardando del otro lado.
Ese fue el momento en que las dudas subsistentes en la mayoría de la gente respecto de la cordura de los Renacidos se evaporaron: a pesar de su indudable desarrollo tecnológico, resultaba evidente que estaban tan locos como todos los otros milenarios que, con monótona regularidad, habían prometido salvar a sus circunstanciales discípulos cuando el mundo llegara a su fin el próximo martes.
De ahora en adelante, a los Renacidos se los podía considerar como una broma bastante enfermiza; sus payasadas no le interesaban a un planeta que tenía cosas más importantes por las que preocuparse. Fue un error comprensible… y desastroso.
IV
21
Vigilia
Astilleros Deimos afirmaba construirlas por kilómetro y permitirle al cliente que recortara la longitud que necesitaba. Cierto era que la mayor parte de los productos tenían un parecido básico de familia, y Goliath no era la excepción.
Su columna vertebral era un solo larguero triangular de ciento cincuenta metros de longitud y cinco metros de ancho de cada lado. Habría parecido increíblemente endeble para cualquier ingeniero nacido antes del siglo XX, pero la nanotecnología que lo había construido, literalmente átomo de carbono por átomo de carbono, le confirió una resistencia cincuenta veces superior a la del mejor acero.
A lo largo de ese espinazo de diamante sintético se fijaron los diversos módulos — la mayoría, fácilmente intercambiables— que componían la Goliath. Por mucho, los objetos más grandes eran los tanques esféricos de hidrógeno alineados en las tres caras del larguero, como arvejas en el exterior de una vaina. En comparación, los Módulos de Mando, Mantenimiento y Habitacional, en uno de los extremos, y las Unidades de Energía y Propulsión, en el otro, parecían ideas que se le hubieran ocurrido tarde a alguien.
Cuando se le asignó el mando de la Goliath, Robert Singh esperaba con ansia pasar unos pocos pacíficos y, de ser posible, hasta aburridos, años de servicio en el espacio, antes de jubilarse en Marte. Si bien sólo tenía setenta años, no cabía duda de que iba perdiendo ímpetu. Permanecer estacionado allí, en el Punto Troyano T 1, sesenta grados por delante de Júpiter, debía de ser casi una vacación. Todo lo que tenía que hacer era mantener felices a sus pasajeros, astrónomos y físicos, mientras llevaban a cabo sus interminables experimentos.
Porque la Goliath estaba clasificada como nave de investigaciones y el Presupuesto para Ciencia Planetaria le había asignado fondos en consecuencia. Lo mismo regía para la Hércules, a mil millones y cuarto de kilómetros de distancia, en el Punto T 2. Junto con el Sol y Júpiter, las dos naves definían un enorme diamante, que nunca cambiaba de forma sino que rotaba en torno del Sol una vez cada año joviano, correspondiente a cuatro mil trescientos treinta y tres días de la Tierra.
Como las naves estaban comunicadas con haces láser cuya longitud se conocía con una precisión mayor que un centímetro, eso constituía una disposición ideal para muchas clases de tareas científicas. Las onditas de perturbación del espacio-tiempo causadas por la colisión de agujeros negros — hazañas de ingeniería cósmica realizadas por supercivilizaciones (y quién sabe qué más)— se podían percibir con la serie de instrumentos que había a bordo de la Goliath y de la Hércules. Y como a receptores que había en ambas naves se los podía enlazar para formar un radiotelescopio con un diámetro efectivo de más de mil millones de kilómetros, ya habían podido hacer el levantamiento cartográfico de regiones lejanas del Universo con precisión nunca vista.
Y los investigadores que estaban a bordo de los Gemelos Troyanos tampoco dejaban de lado el vecindario cercano, en el que las distancias se medían en nada más que millones de kilómetros: habían observado centenares de los asteroides retenidos en esa inmensa trampa gravitatoria, y habían hecho breves expediciones para visitar muchos de los que estaban más próximos. En unos pocos años, se había aprendido más sobre la composición de esos cuerpos menores que en los tres siglos transcurridos desde que se los descubrió por primera vez.
La rutina sin sobresaltos, sólo quebrada por los cambios de personal y por los regresos regulares a Deimos para la inspección y puesta al día del equipo, duró más de treinta años, y poca gente recordaba el propósito para el que habían sido construidas la Goliath y la Hércules. Incluso sus tripulaciones raramente se detenían a pensar que estaban haciendo un servicio de centinelas, como los vigías que patrullaban las ventosas murallas de Troya tres mil anos atrás. Pero ahora se encontraban aguardando a un enemigo que Homero jamás habría imaginado.
22
Rutina
Aunque a la misión actual del capitán Singh, equidistante del Sol y de Júpiter, se la consideraba el trabajo más solitario del Sistema Solar, Singh raramente se sentía solitario. A menudo establecía el contraste entre su situación con la de los grandes navegantes del pasado, tales como Cook y el injustamente difamado Blight: a ellos se les había cortado toda comunicación con su base de operaciones y con la familia durante meses — a veces, años—, y se habían visto forzados a vivir en recintos atestados y carentes de higiene, en íntimo contacto con un puñado de colegas oficiales y una cantidad mayor de marineros con escasa educación y, frecuentemente, ingobernables. Aun dejando de lado peligros externos tales como tormentas, bajíos ocultos, ataques del enemigo e indígenas hostiles, la vida a bordo, en aquellos días, debió de haber sido una verdadera aproximación al Infierno.
Era verdad que a bordo de la Goliath no había mucho más espacio habitable que el que había existido en la Endeavour, de treinta metros de longitud, de Cook, pero la falta de gravedad significaba que se lo podía utilizar de modo mucho más eficaz. Y, claro está, las comodidades a disposición de tripulación y pasajeros eran incomparablemente superiores. Para su entretenimiento tenían inmediato acceso a todo lo que el arte y la cultura humanos hubieran producido… hasta pocos minutos atrás. El retardo temporal con la Tierra prácticamente era la única penuria que tenían que soportar.