Mirelle estaba fascinada y, no obstante, perpleja por el encuentro nocturno entre el terrestre y el marciano, cada uno un fantasma para el otro. Un día habría de entender que aquél fue un encuentro fugaz entre dos eras, a través de un abismo de tiempo. A la niña le encantaron las gráciles naves para la arena que planeaban sobre los desiertos; los pájaros como llamas, que fulguraban en las frías arenas; las arañas doradas que lanzaban su tela en tenues capas; los botes que derivaban, como flores de bronce, a lo largo de los amplios canales… y lloró cuando las ciudades de cristal se desmoronaron ante los invasores de la Tierra.
«Del Marte que nunca fue… al Marte que será», rezaba el cartel en la entrada de la última galería. El capitán Singh no pudo evitar sonreír ante ese «Será», tan típicamente marciano en su confianza en sí mismo: en la vieja y cansada Tierra, habría sido «Puede ser».
La exposición final era casi anticuada por su sencillez y, aun así, eficaz. Se sentaron en la cuasi obscuridad, detrás de una ventana panorámica, mirando un mar de bruma, mientras el lejano Sol asomaba por detrás de ellos.
— Valle del Mariner, el Laberinto de la Noche, tal como es hoy — dijo una suave voz, alzándose por sobre una cortina de música apacible.
La bruma se desvaneció debajo del Sol naciente; no era más que el más tenue de los vapores. Y ahí estaba la vasta extensión de cañones y acantilados del más poderoso valle del Sistema Solar, neto y evidente contra el horizonte, con nada del suavizamiento por la distancia que daba sensación de perspectiva a vistas similares del mucho más pequeño Gran Cañon del Oeste de Norteamérica.
Era austeramente hermoso, con sus rojos, ocres y carmesíes, no tan hostil para la vida como absolutamente indiferente para con ella. En vano el ojo buscaba el más mínimo indicio de azul o verde.
El Sol corrió con celeridad por el cielo; las sombras fluyeron como mareas de tinta sobre el fondo del cañon. La noche cayó; las estrellas centellearon brevemente, y fueron desterradas por otro amanecer.
Nada había cambiado… ¿o sí lo había hecho? ¿Es que el horizonte ya no exhibía bordes tan afilados?
Otro «día», y ya no podía haber dudas: los ásperos contornos del terreno se estaban suavizando; los distantes acantilados y cicatrices ya no estaban definidos de modo tan neto. Marte estaba cambiando…
Los días, semanas, meses — quizás hasta eran décadas en realidad—, pasaron como un parpadeo. Y ahora los cambios eran espectaculares.
El débil matiz salmón del cielo había dado paso a un azul pálido y, por fin, se estaban formando nubes, no tenues brumas que se desvanecían con el alba. Y descendiendo hasta el piso del Cañon, manchones de verde se estaban diseminando por allí donde otrora sólo había existido roca estéril. No había árboles aún, pero líquenes y musgos estaban preparando el camino.
Súbitamente, mágicamente, aparecieron charcos de agua, calmos e inalterados bajo el Sol, que no hervían instantáneamente transformándose en vapor, como lo habrían hecho en el Marte de hoy. A medida que se desplegaba la visión del futuro, los charcos se convirtieron en lagos y se fusionaron formando un río; los árboles brotaron bruscamente a lo largo de sus márgenes. Para los ojos de Robert Singh, acondicionados a la Tierra, los troncos parecían ser tan delgados que no podía creer que tuvieran más de una docena de metros de altura. En realidad —¡si es que a esto se lo podía llamar realidad! — , probablemente sobrepasarían la altura de las secoyas más elevadas: cien metros como mínimo, con esa escasa gravedad.
Ahora el punto de referencia cambió: estaban volando hacia el este, a lo largo del Valle del Marineó salieron por la Sima del Amanecer y se dirigieron hacia el sur, hacia la gran llanura de Hellas, las tierras bajas de Marte. Ya no era más terreno descubierto.
Mientras contemplaba el océano sonado de una era futura, un torrente de emociones inundó la mente de Robert Singh, y lo hizo con una potencia tan abrumadora que, durante unos instantes, casi perdió su autocontrol. El Océano Hellas desapareció: Singh estaba de vuelta en la Tierra, caminando por esa playa africana orlada de palmeras, con el pequeño Toby, Tigrette caminando detrás, muy cerca, con sus pasos silenciosos. ¿Eso realmente le ocurrió a él, érase una vez, o fue un pasado falso, los recuerdos prestados de otra persona?
Por supuesto, Singh no tenía verdaderas dudas, pero la imagen retrospectiva fue tan intensa que le dejó una remembranza ardiéndole en la mente. Sin embargo, la sensación de tristeza prontamente dio paso a una especie de nostálgico contentamiento. No tenía remordimientos, ya que tanto Freyda como Toby estaban bien y felices (¡ya era hora de que volviera a llamarlos!), con vastas familias que cuidar. Sí lamentaba, empero, que Mirelle y Martin nunca fueran a poder experimentar el gozo de tener amigos no humanos como Tigrette: las mascotas de la clase que fuera eran un lujo que Marte aún no se podía permitir.
El viaje hacia el futuro terminó con una fugaz vista del Planeta Marte desde el espacio —¿cuántos siglos o milenios, contando desde hoy? — , sus polos ya no más coronados con calotas de bióxido de carbono congelado, cuando la luz solar, reflejada hacia ellos por espejos de cien kilómetros de ancho puestos en órbita, puso término a su invierno de duración inmemorial. La imagen se disolvió para ser reemplazada por las palabras «Primavera 2500».
«Me pregunto… espero que así sea, aunque nunca lo sabré», pensó Robert Singh, mientras caminaba en silencio. Hasta Mirelle parecía estar desusadamente apaciguada, como si hubiera estado tratando de desenmarañar lo real de lo imaginario en lo que acababa de ver.
Mientras pasaban por la esclusa de aire hacia el marciauto con sobrepresión que los había traído desde el hotel, la exhibición ofreció una sorpresa finaclass="underline" se oyó el retumbar de truenos lejanos — un sonido que únicamente Robert Singh había oído alguna vez en la vida real—, y Mirelle lanzó un chillido breve cuando una lluvia de finas gotitas cayó sobre ellos desde un rociador situado en lo alto.
— La última lluvia que cayó sobre Marte tuvo lugar hace tres mil millones de anos… y no trajo vida a los terrenos sobre los que cayó. La próxima vez será diferente. Adiós, y gracias por venir.
Robert Singh despertó en las primerísimas horas de su última noche antes del despegue, y permaneció acostado en la oscuridad, tratando de rememorar los aspectos sobresalientes de su visita. A algunos, contados entre ellos los tiernos momentos vividos unas horas atrás, los había grabado para reproducirlos en el futuro: le habrían de servir de apoyo en los meses venideros.
La alteración del ritmo de su respiración debió de haber perturbado a Charmayne: giró de costado hacia él y le apoyó un brazo en el pecho. No por primera vez, sonrió Singh, mientras recordaba cuán incómodo podría ser ese gesto en el planeta natal.
Durante varios minutos ninguno habló. Después, Charmayne dijo, soñolienta:
—¿Recuerdas ese relato de Bradbury que buscamos, aquel en el que esos bárbaros de la Tierra usaban las hermosas ciudades de cristal para la práctica de tiro al blanco?
— Claro que sí: «Y la Luna seguirá siendo así de brillante». No pude dejar de notar que la acción se situaba en 2001. El autor fue un poco demasiado optimista, ¿no?
— Bueno, ¡por lo menos vivió hasta ver que los hombres llegaban hasta allá! Pero no pude dejar de pensar, después que salimos de DisneyMarte: ¿no nos estamos comportando exactamente de la misma manera, destruyendo lo que hemos encontrado?