— Nunca creí que llegaría a oír a una legítima hija de Marte hablar así. Pero es que no estamos sólo destruyendo, estamos creando… ¡Dios mío!
—¿Qué pasa?
— Eso acaba de recordármelo: Kali no es únicamente la Diosa de la Destrucción. También crea un mundo nuevo a partir de los despojos del antiguo.
Un largo silencio. Después:
— Eso es, precisamente, lo que los Renacidos nos dicen todo el tiempo. ¿Sabías que establecieron una misión aquí mismo, en Puerto Lowell?
— Bueno, son lunáticos inofensivos. No creo que molesten a alguien. Felices sueños, querida. Y la próxima vez que vayamos a DisneyMarte llevaremos a Martin. Lo prometo.
25
Estación Europa
Robert Singh tuvo poco para hacer en el rápido tramo que iba desde Deimos/Marte hasta Europa/Júpiter, salvo estudiar los constantemente cambiantes planes para contingencias que GUARDlÁN ESPACIAL seguía trasmitiéndole, y llegar a conocer a los nuevos miembros de su tripulación.
Torin Fletcher, ingeniero principal de los Astilleros Deimos, debía supervisar las operaciones de reabastecimiento de combustible cuando la combinación Goliath ATLAS llegara a la playa de tanques que estaba en órbita de Europa. Las decenas de miles de toneladas de hidrógeno que se iban a bombear a bordo estarían en forma de fango, una mezcla de líquido y sólido, más densa que el líquido puro y, por eso, con menos necesidad de espacio para almacenamiento. Aun así, el volumen total era más que el doble del que tenía el fatídico Hindenburg, cuyo llameante destino de destrucción cerró la breve era del trasporte mediante vehículos más livianos que el aire… en la Tierra, al menos. Pequeñas aeronaves de carga se empleaban a menudo en Marte, y habían demostrado ser valiosas para las investigaciones que se realizaban en la atmósfera superior de Venus.
Fletcher era fanático de las aeronaves, y ponía lo mejor de sí para convertir a Singh:
— Cuando empecemos la exploración de Júpiter en serio — decía— y no nos limitemos a dejar caer sondas sobre el planeta, ahí es cuando la aeronave volverá por sus fueros. Ahora bien, puesto que la atmósfera está compuesta principalmente por H2, tendrá que ser una aeronave llena con hidrógeno caliente. ¡No es problema! ¡Imagínalo: navegar en torno de la Gran Mancha Roja!
— No, gracias — le había respondido Singh—. No con una gravedad diez veces superior a la de Marte.
— Los terraquitos lo podrían soportar, en posición supina. O sobre camastros de agua.
— Pero, ¿por qué preocuparse? No hay superficie sólida, no existe sitio alguno sobre el que posarse. Los robots pueden hacer todo lo que queramos sin necesidad de arriesgar seres humanos.
— Esa es, precisamente, la clase de argumento que esgrimía la gente cuando comenzó la Era Espacial. ¡Y mira dónde estamos ahora! Los hombres y las mujeres irán a Júpiter porque… eh, bueno… porque está ahí. Pero si no te gusta Júpiter, ¿qué te parece Saturno? Casi la misma gravedad que la Tierra, ¡y piensa sólo en el panorama!: navegar en las altas latitudes, donde se pueden ver los anillos. Algún día esa va a ser una importante atracción turística.
— Resulta más barato enchufarse un Brainman. Toda la felicidad y nada de la peligrosidad.
Fletcher rió cuando Singh citó el famoso lema comerciaclass="underline"
— Tú no crees en eso, claro.
Tenía razón, pero Singh no tenía intención alguna de reconocerlo: el elemento de peligrosidad era lo que diferenciaba la realidad de sus imitaciones, no importaba lo perfectas que pudieran ser. Y la buena disposición para asumir riesgos — en verdad, para acogerlos con beneplácito, si tenían una magnitud razonable— era lo que le daba gusto a la vida y hacía que valiera la pena vivirla.
Otro de los pasajeros destinados a Europa estaba absorbido por una tecnología que ahí parecía aún más fuera de lugar que la aeronáutica: la de los sumergibles para grandes profundidades. En todo el Sistema Solar, Europa era el único mundo, además de la Tierra, que poseía océanos, herméticamente aislados debajo de una capa de hielo que los protegía del espacio. El calor producido por los inmensos flujos de gravitación de Júpiter, las mismas fuerzas que excitaban a la actividad a los volcanes del vecino IO, evitaban que el océano, que abarcaba todo el globo del satélite, se congelara.
— Donde se encontrara agua en estado líquido, cabía la esperanza de que hubiera vida. La doctora Rani Wijeratne había pasado veinte años explorando el abismo del satélite Europa, tanto en persona como por medio de sondas robot. Aunque nada había encontrado, no se sentía desalentada.
— Estoy segura de que está ahí —decía—. Sólo espero poder encontrarla antes que microbios terrícolas escapen de nuestros desperdicios y le ocupen el lugar.
La doctora Wijeratne también era del todo optimista en cuanto a las perspectivas para la vida en sitios mucho más alejados del Sol… en la gran nube de cometas situada mucho más allá de Neptuno:
— Ahí afuera hay toda el agua, todo el carbono, todo el nitrógeno y todas las demás sustancias químicas — le agradaba decir—. En cantidades millones de veces superiores a las de los planetas. Y debe de haber radiactividad, lo que significa calor y una rápida tasa de mutaciones. Las condiciones pueden ser las ideales para el origen de la vida, allí, en los cometas lejanos.
Parecía una lástima que la doctora fuese a desembarcar en Europa y no continuara hasta Kali. Sus debates animados y afables, pero sin tapujos, con el profesor Sir Colin Draker, FRS,[7] habían brindado abundante entretenimiento a los demás pasajeros. El famoso astrogeólogo era el único científico a bordo que todavía quedaba de la dotación original de la Goliath, que era lo suficientemente eminente como para anular cualesquier orden de regresar a casa.
— sé más sobre asteroides que cualquier hombre vivo en la actualidad — argumentaba con indisputable precisión—. Y Kali es el asteroide más importante de la historia. Quiero ponerle las manos encima, como regalo de mi centésimo cumpleaños para mí mismo… y en nombre de la ciencia, claro está.
En cuanto a las formas de vida cometarias sugeridas por la doctora Wijeratne, Draker no tenía duda alguna:
—¡Tonterías! Hoyle and Wickremasinghe sugirieron eso hace más de un siglo, pero nadie lo tomó en serio jamás.
— Pues entonces es hora de que lo hagan. Y, puesto que los asteroides — algunos de ellos, en todo caso— son cometas muertos, ¿alguna vez ha buscado usted fósiles? Podría valer la pena hacerlo.
— Con franqueza, Rani, se me ocurren otras maneras mucho mejores de pasar el tiempo.
—¡Oh, los geólogos! ¡A veces pienso que ustedes mismos son todos fósiles! ¿Recuerda cómo se reían del pobre Wegener y su teoría de la deriva continental, y cómo después, cuando murió y ya no representó un peligro, lo convirtieron en su santo patrono?
Y así todo el tiempo… durante todo el trayecto hasta Europa.
Europa, el más pequeño de los cuatro satélites galileanos de Júpiter, era el único mundo del Sistema Solar al que se podía confundir con la Tierra… si se estaba lo suficientemente cerca. Cuando el capitán Singh miraba hacia la interminable vastedad de bandejones de hielo que se extendía debajo de él, resultaba fácil imaginar que realmente estaba en órbita de su planeta natal.
La ilusión se esfumó prontamente cuando volvió la vista hacia Júpiter: pasando a la carrera a través de sus fases cada tres días y medio, el gigantesco mundo dominaba el cielo, aun cuando hubiera menguado hasta convertirse en una delgada media luna evanescente. Para entonces, ese arco de luz acunaba un disco enorme y negro, que tenía veinte veces el diámetro de la Luna en el cielo de la Tierra, empañando las estrellas y, en esos momentos, eclipsando al distante Sol. Y el lado nocturno de Júpiter raramente estaba oscuro del todo: tormentas eléctricas más grandes que continentes terrestres destellaban de un lado para otro, como si fueran un intercambio de armas termonucleares… y con igual energía. Anillos de luz auroral adornaban generalmente los polos como cortinajes, y géiseres de fosforescencia brotaban de las inexploradas — quizá, para siempre inexplorables— profundidades del planeta.