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Y cuando estaba cerca de su fase plena, el planeta era aún más impresionante. Después, los intrincados rizos y volutas de los cinturones de nubes, marchando eternamente paralelos con el ecuador, se podían ver en su multicolor gloria. Junto con ellos se desplazaban islas descoloridas y ovales, parecidas a amibas de mil kilómetros; a veces parecían impelerse con tanta premeditación a través del paisaje de nubes que los rodeaba, que resultaba fácil creer que eran enormes seres vivos. Más de una extravagante epopeya espacial se había basado, precisamente, sobre esa hipótesis.

Pero quien se robaba el espectáculo era la Gran Mancha Roja. Aunque su tamaño había sufrido variaciones en el trascurso de los siglos, en ocasiones desapareciendo casi por completo, ahora era más conspicua que lo que nunca antes lo había sido desde que Cassini la descubrió en 1665. Como la vertiginosa rotación, cada diez horas, de Júpiter hacía que recorriera toda la faz del planeta, parecía como un gigantesco ojo inyectado en sangre que estuviera mirando hacia el espacio con malignidad.

No era de sorprender, pues, que los trabajadores ubicados en Europa tuvieran el turno más corto de trabajo, y la tasa más elevada de colapso nervioso, de todo el personal destinado al planeta. Las cosas habían mejorado un tanto cuando las instalaciones se mudaron hacia el centro del Lado Oculto, donde Júpiter estaba perpetuamente escondido. Y, aun aquí, los psicólogos informaban que algunos pacientes creían que ese ojo ciclópeo, que no parpadeaba, los observaba a través de tres mil kilómetros de roca sólida…

Examinándolos, quizá, mientras robaban el tesoro de Europa: el satélite era la única fuente importante de agua — y, por eso, de hidrógeno— dentro de la órbita de Saturno. Aunque había cantidades todavía mayores en las nubes de cometas que estaban mucho más allá de Plutón, aún no resultaba económico extraerlas. Algún día, quizá. Mientras tanto, Europa proporcionaba la mayor parte del propulsante para el comercio del Sistema Solar.

Por añadidura, el hidrógeno europano era superior al que provenía de la Tierra: gracias a eternidades de bombardeo desde los campos de radiación alrededor de Júpiter, el hidrógeno contenía un porcentaje mucho mayor del isótopo más pesado, deuterio. Con tan sólo un poco más de enriquecimiento, proveía la mezcla necesaria para suministrar energía a una unidad de fusión.

Ocasionalmente — no a menudo—, la Naturaleza cooperaba con la Humanidad.

Ya resultaba difícil recordar cómo era la vida antes de Kali. El instante de peligro todavía estaba a meses de distancia, pero casi todo pensamiento y toda actividad se concentraban en él. Y, para pensar, Robert Singh a veces se recordaba a sí mismo, con ironía, «¡que tomé este trabajo porque quería un puesto poco exigente, antes de retirarme con el rango de capitán titular!».

No era frecuente que tuviese tiempo para una introspección así, pues la otrora rutina regular de la nave ahora había quedado reemplazada por lo que el primer oficial denominaba «crisis planeadas». Y aun así, en vista de la complejidad de la Operación ATLAS, todo marchaba con razonable suavidad. No se producían demoras de importancia, y el programa sólo estaba dos días atrasado respecto de lo que una vez había parecido ser un cronograma imposible.

Una vez que Goliath/ATLAS se hubieron establecido en órbita temporaria, el prolongado proceso de llenado de sus tanques con doscientas mil toneladas de fango de hidrógeno-deuterio, a trece grados por encima del cero absoluto, comenzó de veras. Las plantas electrolíticas de Europa podían producir esa cantidad en una semana, pero conseguir ponerla en órbita ya era otra cuestión. Por pura mala suerte, a dos de las naves cisterna europanas se las estaba sometiendo a reparaciones de importancia que no se podían efectuar localmente: se las había remolcado de vuelta a Deimos.

Y por eso, aun si todo marchaba sin complicaciones, se tardaría casi un mes para llenar los cavernosos tanques. Durante ese lapso, Kali iba a aproximarse cien millones de kilómetros más a la Tierra.

V

26

Impulsor de masa

Muy poco de la Goliath original era visible ahora: la totalidad de uno de los flancos estaba oculto debajo de los tanques y los módulos de propulsión de ATLAS una masa compacta de tuberías, de casi dos metros de largo. La mayor parte de lo que quedaba de la nave también estaba escondido por su propio conjunto de tanques. «No vamos a poder ver mucho», dijo Singh para sus adentros, «hasta que no nos deshagamos de algunos de nuestros tanques vacíos… y mucha aceleración tampoco, a pesar de todos los mejoramientos introducidos en los motores, con toda esa masa adicional.»

Resultaba difícil creer que el futuro de la humanidad muy bien podría depender de ese torpe montón de hierros. Se lo había diseñado y armado teniéndose un solo objetivo en mente: hacer bajar en Kali un poderoso impulsor de masa, y hacerlo lo más rápidamente posible. Goliath no era más que el transporte, el camión de carga interplanetario; ATLAS era la carga de importancia vital que tenía que llegar a su destino a tiempo y en buen estado.

Conseguir ese objetivo entrañaba una cantidad extraordinaria de transigencias: si bien era esencial alcanzar Kali con la mínima demora, la velocidad sólo se podía adquirir a costa de la carga útil; si Goliath quemaba demasiado hidrógeno para llegar a Kali, podría no quedar suficiente combustible como para desviar al asteroide de su funesta trayectoria, y todo el esfuerzo habría sido en vano.

Para acortar el tiempo de la misión sin utilizar propulsante, se había sopesado brevemente la posibilidad de recurrir al clásico “empujón de la gravedad», utilizado por las primeras espacionaves que exploraron el Sistema Solar exterior: la Goliath podría lanzarse en picada hacia Júpiter y, cuando pasara rozando al gigantesco planeta, podría robarle algo de su cantidad de movimiento. Sin embargo, se abandonó el plan a regañadientes debido al riesgo que entrañaba: había demasiados escombros en la órbita de Júpiter. Los tenues anillos se extendían justo hasta los límites de la atmósfera, y aun el fragmento más pequeño podría perforar los tanques de hidrógeno, construidos con mucha liviandad. Sería la ironía máxima que una diminuta microluna joviana frustrara la misión.

A diferencia del despegue desde una superficie planetaria, el comienzo de una transferencia orbital no tenía lo más mínimo de espectacular. No había, claro está, sonido, y ni siquiera una indicación visible de las pasmosas energías que estaban en juego: el chorro de plasma que impulsaba a la Goliath era demasiado caliente como para emitir las débiles radiaciones que puede percibir el ojo humano; lo que hacía era dejar su firma a través de las estrellas, dentro del sector ultravioleta lejano del espectro. Para los espectadores que observaban desde el complejo situado en el satélite Europa, la única indicación de que la Goliath había empezado a desplazarse era la nubecita de desechos que dejaba detrás de sí: fragmentos de blindaje antitérmico, material descartado de embalaje, trozos de hilo y cinta… toda la basura que en un proceso de construcción importante dejaban hasta los obreros más cuidadosos. No fue el más grandioso de los comienzos para una empresa tan noble, pero la Goliath y su carga útil, ATLAS, ya estaban en camino, llevando las esperanzas y los miedos de toda la especie humana.