Un día después, acelerando a un décimo de la gravedad terrestre, la Goliath avanzaba pesadamente, dejando atrás el segundo de los satélites más grandes, el apaleado Calisto. Pero transcurrió casi una semana antes que, finalmente, escapara del territorio de Júpiter, cruzando las alocadamente erráticas órbitas de los diminutos gemelos situados más afuera, Pasifae y Sinope. Para ese entonces se estaba desplazando con tanta celeridad, que ni siquiera el Sol la podría llamar para que regresara. Abandonaría el Sistema Solar por completo si no podía volver a refrenar su velocidad, y comenzaría una travesía interminable por entre las estrellas.
Pero ningún comandante de espacionave pudo haber deseado tener un viaje tan plácido. La Goliath y ATLAS llegaron a su cita con Kali doce segundos antes de lo planeado.
— Visité docenas de asteroides — le dijo Sir Colin Draker a su invisible público, situado a quinientos millones de kilómetros en dirección del Sol—, y, aun ahora, no hay manera en que yo pueda juzgar su tamaño nada más que mirándolos. Sé con exactitud lo grande que es Kali, pero fácilmente podría autoengañarme pensando que podría abarcarlo con los brazos extendidos.
«El problema es que no existe, en absoluto, la sensación de escala, nada que brinde a los ojos algún indicio. Como podrán ver ustedes, hasta donde alcanza la vista está cubierto con cráteres poco profundos debidos a impactos meteoríticos. El grande ese, a la izquierda del centro, realmente mide cincuenta metros de extremo a extremo, pero tiene exactamente la misma apariencia que los pequeños que lo rodean; los más pequeños que ustedes alcanzan a ver tienen unos centímetros de diámetro.
«¿Podrías darme un acercamiento, David? Gracias. Ahora nos estamos acercando, pero no hay verdaderas diferencias en el panorama. Los minicráteres que estamos viendo ahora tienen el mismo aspecto que el de sus hermanos mayores. Detén el acercamiento ahí, David. Aun si usáramos una lupa, la imagen seguiría sin cambiar demasiado: cráteres poco profundos de todos los tamaños posibles, llegando hasta los que fueron formados por partículas de polvo.
«Ahora, retrocede hasta mostrar la totalidad de Kali otra vez. Gracias. Como pueden ver, virtualmente no hay colores, no, cuando menos, para el ojo humano. Es casi negro. Se podría conjeturar que es un trozo de carbón… y no habrían errado por mucho: los estratos exteriores es tan constituidos por carbono en un noventa por ciento.
«En el interior, empero, es diferente: hierro, níquel, silicatos; diversos hielos: agua, metano, bióxido de carbono. Resulta evidente que tuvo una historia muy complicada y, de hecho, estoy casi seguro de que es un agregado de dos cuerpos de composición muy diferente, que chocaron de manera bastante suave y, después, quedaron adheridos.
«Puede ser que hayan advertido que, mientras yo estaba hablando, ante la vista de ustedes aparecieron algunos cráteres nuevos. El día de Kali es bastante breve — tres horas, veinticinco minutos. Y el hecho de que esté rotando hace que nuestro trabajo sea aún más peliagudo…
«¿Podemos ver el otro lado, David? Concéntrate en la referencia de rejilla K5. Eso es…
«Observen el cambio de paisaje… si es que se puede llamarlo así. Esas acanaladuras debieron de haber sido causadas por otra colisión y, esta vez, una bastante violenta. Diez mil millones de años atrás, Kali debió de haber estado en una parte muy ajetreada del Sistema Solar. Vean ese valle, arriba a la derecha: lo hemos bautizado Gran Canon. Tiene no menos de diez metros de profundidad, pero, si ustedes no conocieran la escala de referencia, fácilmente podrían imaginar que estaban en Colorado…
«Así que tenemos un mundito vapuleado, con la forma de una pesa de gimnasia o de un maní, y con una masa de dos mil millones de toneladas. Y, por pura mala suerte, se está desplazando según una órbita retrógrada o sea, en dirección opuesta a la de todos los demás planetas. Nada muy fuera de lo común — Halley hace precisamente lo mismo—, pero eso quiere decir que va a chocar de frente con la Tierra… lo que constituye el peor caso posible, claro. Así que tenemos que desviarlo. Si no lo hacemos, entonces no sólo nuestra civilización sino también nuestra especie pueden quedar borradas de la faz del planeta.
«Ahora, al impulsor de masa ATLAS se lo desprendió de la Goliath — toma panorámica de ATLAS, por favor, David—, y estamos dedicados a la delicada tarea de instalarlo en Kali. Por suerte, la gravedad del asteroide es tan débil — de alrededor de un décimo de la terrestre—, que ATLAS posa nada más que unas pocas toneladas. No dejen que eso los engañe, empero: todavía tiene toda su masa, y su cantidad de movimiento, así que hay que desplazarlo muy, muy lenta y cuidadosamente…
Créanlo o no, las herramientas principales para el trabajo son anticuadas grúas y poleas, fijadas en Kali.
«Dentro de unas horas, ATLAS estará listo para que se inicie su disparo. Naturalmente, su efecto sobre Kali será casi demasiado pequeño como para que se lo pueda medir, una fracción de una microgravedad. Me parece que alguien de los medios de prensa dijo que sería como si un ratón empujara un elefante. Muy cierto… pero ATLAS puede seguir empujando durante días, y a Kali lo tenemos que desplazar nada más que unos centímetros aquí, alrededor de Júpiter, para que le yerre a la Tierra por miles de kilómetros.
«E incluso nada más que cien sería tan bueno como un año luz.
27
Ensayo final
«¡Un sij calvo! ¿Cómo habrían reaccionado mis hirsutos ancestros, allá en la India, ante una apostasía de esta naturaleza? Y si supieran que me hice depilar para siempre el cuero cabelludo… bueno, sería afortunado si escapara vivo «
Este pensamiento invariablemente pasaba velozmente por la mente de Robert Singh, cada vez que se acomodaba en la coronilla el apretado casquete, ajustaba las correas de sujeción y comprobaba que las almohadillas cubreojos excluían el ingreso de toda luz. Después, se sentaba en oscuridad y silencio absolutos, aguardando a que el dispositivo automático de secuencias se hiciera cargo.
Primeros se producía el más tenue de los sonidos, tan bajo que casi se podían oír las vibraciones separadas. Todavía en el límite de la percepción, el sonido ascendía octava tras octava, hasta desvanecerse en el borde de la audición. En verdad, más allá de ella pues, aunque Singh nunca se había preocupado por verificarlo, estaba completamente seguro de que el mecanismo de sus oídos nunca podría responder a las frecuencias que ahora estaban fluyendo directamente hacia el interior de su cerebro.
Volvía el silencio, y Singh aguardaba a que comenzara la secuencia, mucho más compleja, de visión-calibración.
Primero había puro color. Singh podría haber estado flotando en el centro de una esfera perfectamente desprovista de caracteres distintivos y con su superficie interna pintada con el rojo más intenso. No existía el más mínimo vestigio de patrones o estructuras, y los ojos dolían cuando se intentaba encontrar alguno. No, eso no era del todo correcto: los ojos no entraban en absoluto en el circuito.
Rojo, anaranjado, amarillo, verde… los familiares colores del arco iris, pero con la pureza nítida del láser. Seguía sin haber imágenes de clase alguna: nada más que un campo cromático ininterrumpido.
Al fin, empezaban a aparecer imágenes. Primero, una rejilla abierta, que se llenaba velozmente con reticulaciones que cada vez se volvían más finas, hasta que ya no se las podía diferenciar. A esto lo reemplazaba una secuencia de formas geométricas, que rotaban, se ampliaban, se contraían, se metamorfoseaban unas en otras. Aunque Singh había perdido toda sensación de tiempo, el programa entero de calibración duraba menos de un minuto Cuando una «albura» sin sonidos lo envolvió como una tempestad antártica de nieve, supo que el proceso de exploración en secuencia se había completado y que el sistema de control del Brainman quedaba satisfecho en cuanto a que sus circuitos neurológicos estaban adecuadamente equilibrados como para recibir las salidas de datos.