A veces, si bien muy raramente, en el campo de conciencia de Robert Singh destellaba un «Mensaje de Error», y entonces tenía que repetir toda la secuencia: eso, por lo común, eliminaba el problema. Si no lo hacía, Singh sabía bien que no debía volver a intentarlo. Una vez, cuando necesitó adquirir rápidamente algunos conocimientos, operó la anulación manual del control automático, en un intento por esquivar el bloqueo electrónico: la recompensa fue una pesadilla de representación de imágenes, a las que siempre tenía más allá de su capacidad de comprensión adecuada, como los fosfenos que se producen como consecuencia de apretar los globos oculares, pero mucho más brillantes. Para el momento en que alcanzó el interruptor, había logrado una jaqueca que le partía la cabeza en dos… y pudo haber sido mucho peor. La «zombificación» irreversible debida a fallas de funcionamiento del Brainman ya no era tan frecuente como en los primeros tiempos del dispositivo, pero todavía ocurría.
Esta vez no hubo mensaje de error ni otra señal de advertencia. Todos los circuitos estaban equilibrados. Singh estaba listo para la recepción.
Aunque en algún remoto rincón de su mente sabía que, en realidad, estaba a bordo de la Goliath, al capitán Singh no le pareció incongruente, en modo alguno, estar mirando desde afuera su nave, que flotaba al lado de Kali. También le pareció bastante lógico, aun cuando se tratara de la ilógica lógica de un sueno, que ATLAS ya estuviera instalado en el asteroide, aun cuando «sabía» que, en la realidad, todavía estaba unido con la Goliath.
Los detalles de la simulación eran tan perfectos que podía ver las zonas de roca desnuda de Kali, en las que el chorro de los reactores del trineo espacial había hecho desaparecer el polvo de las edades. Eso era suficientemente real, pero la imagen de ATLAS y del enjambre de tanques de combustible todavía pertenecía al futuro… que, con optimismo, estaba a nada más que a unos días de distancia. Con la ayuda de David, todos los problemas de ingeniería inherentes al posicionamiento y al anclaje del impulsor de masa se habían resuelto, y no existían motivos para suponer que habría dificultad alguna para transformar la teoría en hechos concretos.
— Listo para comenzar la ejecución de una pasada — dijo David— ¿Qué punto de vista querrías?
— Polo norte de la eclíptica. Distantes diez UA. Muestra todas las órbitas.
—¿Todas? Hay cincuenta y cuatro mil trescientos setenta y dos cuerpos en ese campo visual. — La pausa mientras David revisaba su catálogo fue apenas perceptible.
— Lo siento. Quiero decir todos los planetas principales, y cualquier cuerpo que esté dentro de un radio de mil kilómetros de Kali… corrección: redúcelo a cien kilómetros.
Kali y ATLAS desaparecieron. Singh estaba mirando el Sistema Solar desde arriba, con las órbitas de Saturno, Júpiter, Marte, Venus y Mercurio visibles en forma de líneas delgadas y refulgentes. La posición de los planetas en sí estaba indicada mediante iconos diminutos, pero reconocibles: Saturno con sus anillos, Júpiter, con sus cinturones; Marte, con un minúsculo casquete polar; la Tierra, con un solo vasto océano; Venus, una medialuna blanca sin rasgos destacados; Mercurio, un disco picado de viruelas.
Y Kali era una calavera. Esa era la propia idea de David, y nadie la había discutido jamás con él. Probablemente había leído todo el artículo de la enciclopedia y visto una de las estatuas de la diosa hindú de la Destrucción, portando su siniestro collar.
— Concéntrate en el eje Kali-Tierra… Haz un acercamiento rápido… ¡Detente!
Ahora, el estado consciente de Singh estaba totalmente ocupado con esa fatídica sección cónica: la elipse de fatalidad que conectaba la posición actual de la Tierra y de Kali.
—¿Compresión del tiempo?
— Diez a la quinta.
Con ese índice, cada segundo representaba un día: Kali iba a llegar a la Tierra en cuestión de minutos, no de meses.
— Inicia pasada.
Los planetas empezaron a desplazarse, Mercurio avanzando velozmente por su pista interior, y hasta el lerdo Saturno se arrastraba como un caracol a lo largo de su órbita exterior.
Kali empezó a caer hacia el Sol, todavía desplazándose por acción exclusiva de la gravedad. Pero, en alguna parte del campo de conciencia de Singh, titilaban números, y lo hacían con tanta celeridad que se apiñaban y formaban una masa móvil borrosa. De pronto, se desplomaron hasta convertirse en cero y, en ese mismo instante, David dijo:
—¡Ignición!
«Es extraño», pensó Singh brevemente, «cómo algunas palabras seguían estando en uso mucho tiempo después que hubieran perdido su contexto originaclass="underline" 'ignición' se remontaba a un siglo cuando menos, a la era de los cohetes de propulsión química.» No había modo en que el chorro que impulsaba a ATLAS, o a cualquier otro vehículo que se desplazara en el ultraespacio, pudiera quemar: era puro hidrógeno y, aun si hubiese habido algo de oxígeno presente, habría estado demasiado caliente como para producir el fenómeno de la simple combustión, que tenía lugar a baja temperatura. Cualquier molécula de agua habría quedado disgregada instantáneamente en sus átomos componentes.
Aparecieron más cifras, algunas constantes, otras cambiantes con mucha lentitud. Lo que se exhibía de modo más destacado era la aceleración producida por el chorro de ATLAS en ese mundo fantasma, meras microgravedades sobre una masa del tamaño de Kali. Y ahí estaban las vitales delta, las modificaciones apenas mensurables que ahora se estaban introduciendo en las velocidad y posición del asteroide.
Los indicadores de días transcurridos titilaban velozmente. Los números aumentaban de modo regular. Mercurio había recorrido la mitad de su trayectoria alrededor del Sol, pero Kali no daba señales visibles de desviarse de su órbita natural. Tan sólo los deltas crecientes demostraban que perezosamente estaba cambiando de posición respecto de su antigua trayectoria.
— Quintuplicar acercamiento — ordenó Singh, mientras Kali dejaba atrás Marte. Los planetas exteriores desaparecían a medida que se ampliaba la imagen, pero el efecto de los días de empuje continuado de ATLAS todavía era indiscernible.
— Extinción — dijo David bruscamente. (¡Y otro término más remanente de la infancia de la astronáutica!). Las cifras que habían registrado empuje y aceleración disminuyeron inmediatamente hasta cero. A Kali, una vez más, la hacía revolear en torno del Sol la acción exclusiva de la gravedad.
— Acercamiento rápido diez. Reducir compresión temporal a un milésimo.
Ahora, únicamente la Tierra, la Tierra y Kali ocupaban el campo de conciencia de Singh. En esa escala ampliada, el asteroide parecía estar desplazándose a lo largo, no de una elipse sino de una línea casi recta… y era una línea que no se dirigía hacia la Tierra.
Singh sabía que no debía hacerse ilusiones por eso: Kali todavía tenía que pasar frente a la Luna y ésta, como si fuera un amigo pérfido que traiciona a un antiguo compañero, le daría a la órbita de Kali su último giro asesino.
Ahora, en esa etapa final del encontronazo, cada segundo representaba tres minutos de tiempo real. La trayectoria de Kali se estaba curvando visiblemente en el campo gravitatoria de la Luna… curvándose hacia la Tierra. Pero el efecto de los esfuerzos de ATLAS, si bien habían cesado hacía «semanas», también era evidente: la simulación exhibía dos órbitas, la original y la producida por la intervención humana.