— Acercamiento diez. Compresión temporal cien.
Ahora, un segundo era igual a casi dos minutos, y la Tierra llenaba el campo de conciencia de Singh. Pero el minúsculo Cono con forma de calavera se mantenía del mismo tamaño. En esta escala, Kali todavía era demasiado pequeño como para mostrar un disco visible.
La Tierra virtual parecía increíblemente real, desgarradoramente bella. Imposible creer que no era más que la creación de megaoctetos soberbiamente organizados. Allá abajo —¡aunque más no fuera, en la memoria de David! — estaba el resplandeciente casquete blanco de la Antártida, el continente de Australia, las islas de Nueva Zelanda, la costa de China. Pero, dominándolo todo, estaba el azul intenso del Pacífico… nada más que veinte generaciones atrás había sido un desafío tan grande para la especie humana como los abismos del espacio lo eran hoy.
— Acercamiento diez. Mantener seguimiento de Kali.
La curva azul del horizonte estaba brumosa por la atmósfera, y se fusionaba imperceptiblemente con la absoluta negrura. Kali todavía estaba cayendo en dirección a ella, atraída hacia abajo, y también acelerada, por el campo gravitatoria de la Tierra… casi como si el planeta estuviera instigando su propio suicidio.
— Aproximación máxima dentro de un minuto.
Singh concentró la atención en los números que todavía titilaban dentro de su visión periférica. El mensaje que traían era más preciso, aunque menos dramático, que el que daba la imagen simulada. El más importante de todos, la distancia entre Kali y la superficie de la Tierra, todavía estaba disminuyendo.
Pero la velocidad de disminución en sí estaba menguando. Kali cada vez tardaba más en cubrir cada nuevo kilómetro hacia la Tierra.
Y entonces, la cifra se estabilizó:
523. . 523. . 522. . 522. . 522. . 523. . 523. . 524. . 524. . 525. .
Singh se permitió el lujo de respirar: Kali había llegado hasta su aproximación máxima, y se estaba retirando.
ATLAS pudo cumplir la tarea. Ahora sólo restaba hacer que el mundo real coincidiera con el virtual.
28
Fiesta de cumpleaños
— Nunca esperé —dijo Sir Colin— pasar mi centésimo cumpleaños fuera de la órbita de Marte. De hecho, cuando yo nací, nada más que un hombre de cada diez podía tener la esperanza de llegar a esa edad. Y una mujer de cada cinco… lo que siempre me pareció injusto.
(Abucheos amistosos provenientes de las cuatro mujeres de la tripulación; gemidos, de los hombres. Un presumido «La Naturaleza sabe lo que hace», proveniente de la médica de la nave, la doctora Elizabeth Tarden.)
— Pero heme aquí, en estado razonablemente bueno, y me gustaría agradecerles a todos los buenos deseos. Y, en especial, a Sonny, por ese maravilloso vino añejo que acabamos de beber, ¡el Château Loqueseaquchayasido, 2005!
— 1905, profe, no 2005. Y tiene que agradecérselo a los programas para la cocina, no a mí.
— Bueno, pero tú eres la única persona que sabe lo que hay en ellos. Nos moriríamos de hambre si olvidaras qué botones hay que apretar.
De los geólogos de cien años de edad no se podía esperar que se colocaran correctamente el equipo, por lo que Singh y Fletcher revisaron dos veces el traje espacial de Drake antes de acompañarlo en la salida por la esclusa de aire. A los desplazamientos en la inmediata vecindad de Kali estaban muy simplificados por medio de una red de sogas, sostenidas por varillas de un metro de alto metidas dentro de la deleznable corteza exterior de Kali. La nave ahora parecía una araña ubicada en el centro de su tela.
Los tres hombres avanzaban con cuidado, desplazando una mano después de la otra, en dirección de un pequeño trineo espacial, que aparecía empequeñecido por los tanques esféricos de propulsante dispuestos en línea para su ulterior conexión con ATLAS.
— Parece como si algún lunático hubiera construido una refinería de petróleo en un asteroide — fue el comentario del profe cuando vio lo que los trabajadores humanos-más-los-robots de Fletcher habían logrado en un plazo tan asombrosamente corto.
Torin Fletcher, habituado a trabajar en Deimos, era el único hombre que verdaderamente podía manejar un trineo espacial en la aún más tenue gravedad de Kali:
— Hay que tener cuidado — le había prevenido a los que ahora habrían de montar en el vehículo— un caracol con artritis podría alcanzar la velocidad de escape aquí. No deseamos desperdiciar ni tiempo ni masa de reacción remolcándolos de vuelta si ustedes decidieran dirigirse hacia Alfa del Centauro.
Con bocanadas de gas apenas perceptibles, Fletcher levantó el trineo de sobre la superficie del asteroide y comenzó la pausada circunnavegación de ese mundo, mientras Draker exploraba ávidamente las regiones de Kali que nunca había visto a ojo desnudo. Hasta ahora se había visto forzado a depender de muestras traídas por miembros de la tripulación y, aunque el examen a distancia mediante cámaras móviles era invalorable, seguía sin poder reemplazar a la experimentación en condiciones reales, ayudada por expertos martillazos. Draker se había quejado de que nunca se podía alejar de la Goliath más que unos metros, porque el capitán Singh se rehusaba a correr riesgos con su pasajero más célebre y no podía separar a alguien de sus tareas para que lo cuidara afuera de la nave. (¡Como si yo necesitara que se me cuide!) Pero un centésimo cumpleaños anulaba esas objeciones, y el científico era como un niño en sus primeras vacaciones lejos de casa.
El trineo planeaba sobre la superficie de Kali a un cómodo paso de hombre… siempre y cuando un hombre pudiera caminar sobre ese micromundo. Sir Colin seguía escudriñando, como si hubiera sido un antiguo radar de exploración, de horizonte a horizonte (a veces, distante cincuenta metros), en ocasiones murmurando para sí mismo. Después de menos de cinco minutos llegaron a las antípodas. Tanto la Goliath como ATLAS estaban ocultos por la mole de Kali, cuando Draker preguntó:
—¿Podemos detenernos aquí? Me gustaría bajar.
— Por supuesto, pero le conectaremos un cabo, por si tuviéramos que traerlo de vuelta.
El geólogo lanzó un resoplido de disgusto, pero se sometió a la indignidad. Después, se separó suavemente del ahora inmóvil trineo y se relajó en caída libre.
No resultaba sencillo darse cuenta de que en verdad caía con esa reducidísima gravedad. Pasaron casi dos minutos antes de que chocara con Kali, desde una altura de todo un metro, desplazándose a una velocidad apenas percibible por el ojo desnudo.
Colin Draker se había parado sobre muchos asteroides. A veces, como en el caso de gigantes como Ceres, era fácil darse cuenta de que la fuerza de gravedad arrastraba hacia abajo, aun cuando de modo débil. Ahí, se necesitaba poner en juego toda la imaginación; el más leve desplazamiento, y Kali perdería su poder de tracción.
Así y todo, sir Colin, final e indiscutiblemente, estuvo de pie sobre el más afamado — o disfamado— asteroide de toda la historia. Aun con sus conocimientos científicos, a Draker le resultaba difícil aceptar el hecho de que ese fragmento diminuto, erráticamente curvado, de desecho cósmico representaba para la Humanidad una amenaza mayor que todas las ojivas con explosivo atómico acumuladas durante la Era de la Locura Termonuclear.
La rápida rotación de Kali los estaba llevando hacia la noche y, cuando los ojos se adaptaron miraron las estrellas surgir en derredor, siguiendo exactamente los patrones de ubicación que vería un observador situado en la Tierra, pues todavía estaban tan cerca del planeta natal que el universo exterior parecía estar sin cambio alguno. Sin embargo, había un solo objeto extraño y sorprendente, que aparecía bajo en el cielo: una brillante estrella amarilla que no era, como todas las demás estrellas, un punto de luz carente de dimensiones.