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Y entonces, de modo increíble, los números volvieron a descender a cero. Segundos después, sonaron tres audioalarmas simultáneas.

Todos las pasaron por alto: no había nada que se pudiera hacer. Todas las miradas estaban clavadas en Kali… y en el impulsor ATLAS.

Los grandes tanques de propulsante se estaban abriendo como flores en una película en cámara lenta, derramando las miles de toneladas de masa de reacción que pudo haber salvado la Tierra. Jirones de vapor flotaron delante de la faz del asteroide, velando su superficie llena de cráteres con una atmósfera evanescente.

Después, Kali continuó inexorablemente su trayectoria.

31

Trama

En primera aproximación, se trataba de un problema elemental de dinámica: se conocía la masa de Kali con un error menor que el uno por ciento, y la velocidad que habría tenido cuando se topara con la Tierra se conocía con una precisión de hasta doce lugares decimales. Cualquier niño en edad escolar podría resolver la ecuación resultante 1/2MV², para la energía, y transformarla en megatones de explosivo.

El resultado era unos inimaginables dos millones de millones de toneladas, una cifra que seguía careciendo de significado cuando expresaba, como mil millones de veces, la bomba que destruyó Hiroshima. Y en esa ecuación, la gran incógnita, de la que millones de vidas podrían depender, era el punto de impacto. Cuanto más se acercaba Kali, menor el margen de error pero, hasta unos pocos días previos al encontronazo, el epicentro de impacto no se podía acotar hasta un valor mejor que unos miles de kilómetros, estimación de la que muchos consideraban que era peor, antes que inútil.

De todos modos, el epicentro probablemente sería el mar antes que tierra firme, ya que tres cuartos de la superficie de la Tierra eran agua. Las opiniones más optimistas suponían un impacto en medio del Pacífico: de ser allí, habría tiempo para evacuar las islas más pequeñas antes de que olas de kilómetros de alto las borraran del mapa.

Naturalmente, si Kali caía en tierra firme, no habría esperanza para todos aquellos que estuvieran en un radio de centenares de kilómetros. Quedarían vaporizados al instante y, pocos minutos después, todo edificio situado dentro de una zona del tamaño de un continente sería aplastado por la onda de choque. Aun los refugios subterráneos probablemente se derrumbarían, aunque algunos sobrevivientes afortunados podrían salir después de entre los escombros.

Pero, ¿serían afortunados? Una y otra vez, los medios de prensa repetían la pregunta planteada por los escritores del siglo XX respecto de la guerra termonuclear: «¿Los vivos envidiarían a los muertos?».

Este muy bien podría ser el caso: los efectos posteriores del impacto podrían ser todavía peores que las consecuencias inmediatas, ya que los cielos estarían oscurecidos por el humo durante meses, hasta años. La mayor parte de la vegetación del mundo y, quizá, lo que quedara de su vida silvestre, no lograría sobrevivir a la falta de luz solar y a la lluvia entremezclada con el ácido nítrico producido cuando cl meteorito ardiente fusionara megatoneladas de oxígeno e hidrógeno en las capas inferiores de la atmósfera.

Incluso con alta tecnología, la Tierra podría volverse esencialmente inhabitable durante décadas, ¿y quién querría vivir en un planeta devastado? La única seguridad radicaba en el espacio.

Pero para todos, salvo una minoría, ese camino estaba cerrado: no había naves suficientes como para transportar más que a una pequeña fracción de la especie humana hasta la Luna, aunque más no fuera… y tendría muy poco sentido hacerlo: los asentamientos lunares se las verían en figurillas para dar cabida a más de unos pocos centenares de miles de huéspedes inesperados.

Tal como había hecho para casi todo el cuarto de billón de seres humanos que la habían habitado, la Tierra les serviría tanto de cuna como de sepultura.

VI

32

La sabiduría de David

El capitán Singh se sentó, a solas, en la cabina grande y bien amueblada que había sido su hogar durante más tiempo que cualquier otro sitio del Sistema Solar. Todavía estaba aturdido, pero la advertencia de ASTROPOL, muy tardía como había sido, tuvo algo de efecto para levantar la moral a bordo de la nave. No mucho, pero cada poquitito ayudaba.

Por lo menos, no era culpa de ellos; habían cumplido con su deber. ¿Y quién pudo haber imaginado que fanáticos religiosos pudieran desear la destrucción de la Tierra?

Ahora que estaba forzado a pensar en lo previamente impensable, quizá no era tan sorprendente después de todo. Casi todas las décadas, durante todo el transcurso de la historia humana y autoproclamados profetas habían predicho que el mundo llegaría a su fin en una fecha dada. Lo que sí era sorprendente, y hacía que se perdieran las esperanzas sobre la cordura de la especie, era que, por lo común, esos fanáticos recogían miles de adherentes, que vendían todas sus ya-no-necesarias posesiones y aguardaban en algún sitio fijado que se los llevara al cielo.

Aunque muchos de los milenaristas fueron impostores, la mayoría había creído sinceramente en sus propias predicciones y, de haber poseído el poder, ¿podría dudarse de que, si Dios no hubiera llegado a cooperar, ellos habrían reorganizado las cosas de modo de cumplir con sus propias profecías?

Bueno, los Renacidos, con sus excelentes recursos tecnológicos, sí tenían el poder. Todo lo que se necesitaba era unos pocos kilos de explosivo, algo de programación bastante inteligente para computadora… y cómplices en Deimos. Incluso uno solo habría sido suficiente.

«Qué lástima», pensaba Singh con melancolía, «que el informador no hubiera hablado hasta que fue demasiado tarde. Quizás hasta fue adrede, un intento por quedar bien con Dios y con el Diablo: 'he satisfecho mi conciencia, pero no traicioné mi religión'.»

¡Qué importaba ahora! El capitán Singh apartó la mente de lamentos inútiles. Nada podía alterar lo pasado y ahora él tenía que hacer las paces con el Universo.

Había perdido la batalla para salvar su planeta natal. El hecho de que estuviera perfectamente a salvo, en cierto modo lo hacía sentirse peor; la Goliath no corría el menor peligro y todavía le quedaba una amplia cantidad de propulsante como para reunirse con los conmovidos sobrevivientes de la Humanidad que se hallaban en la Luna o en Marte.

Bueno, su corazón estaba en Marte, pero algunos de los miembros de la tripulación tenían seres queridos en la Luna: tendría que someter el asunto a votación.

Las órdenes para el mando de la nave nunca habían incluido una situación como esa.

— Todavía no entiendo — dijo el jefe de ingenieros Morgan— por qué esa cuerda explosiva no se descubrió en la comprobación final previa al vuelo.

— Porque era fácil de ocultar… y nadie habría soñado siquiera con buscar algo así —contestó su número dos—. Lo que me sorprende es que haya fanáticos Renacidos en Marte.

—¿Pero por qué lo hicieron? Me es imposible creer que incluso esos Coquitos de los crislámicos quieran destruir la Tierra.

— No se puede discutir con la lógica de ellos… si es que se aceptan las premisas que emplean: Dios-Alá nos está haciendo pasar una prueba, y no debemos interferir. Si Kali yerra, bien; si no lo hace, pues entonces esa es parte de su plan más grande. Quizás hemos estropeado la Tierra de tal manera, que ya es hora de empezar desde cero. Recuerden ese antiguo dicho de Tsiolkovski: «La Tierra es la cuna de la Humanidad, pero no se puede vivir en la cuna para siempre». Kali podría ser una delicada insinuación de que es hora de que nos vayamos.