Y, así y todo, el primer amor era irremplazable. Fuera lo que fuere que sucediera más tarde en la vida, no podría cambiar eso.
Singh dijo su último adiós, se ajustó el casquete sobre la cabeza, y volvió a reunirse con Freyda, Toby y Tigrette, a orillas del Océano Índico.
Ni siquiera la onda de choque lo perturbó.
44
Ley de Murphy
Aunque la genealogía del descubridor todavía es desconocida (el dedo del reproche generalmente apunta a los irlandeses), la «Ley de Murphy» es una de las más famosas en toda la ingeniería. La versión corriente reza: «Si algo puede salir mal, lo hará».
También hay un corolario, menos difundido, pero invocado a menudo con aún mayor sentimiento: «¡Aun si no puede salir mal, lo hará!».
Desde su comienzo mismo, la exploración del espacio brindó innumerables pruebas de la Ley, algunas tan extravagantes que parecían surgidas de la ficción: un telescopio de mil millones de dólares estropeado por un instrumento óptico de prueba defectuoso; un satélite puesto en la órbita equivocada porque uno de los ingenieros había cambiado algunos cables sin decírselo a sus colegas; un vehículo de prueba hecho estallar por los funcionarios de seguridad cuya luz de Funciona/No Funciona se había quemado…
Tal como demostraron investigaciones subsiguientes, no hubo algo malo con la ojiva termonuclear que se lanzó contra Kali. Era completamente capaz de liberar el equivalente de una gigatonelada de TNT (más o menos cincuenta megatoneladas). Los diseñadores habían hecho un trabajo perfectamente competente, con la ayuda de planos y equipos conservados en archivos militares.
Pero estaban trabajando bajo una tremenda presión y, quizá, no llegaron a darse cuenta de que construir la ojiva en la realidad no era la parte más difícil de la misión.
Hacer que llegara hasta Kali, y lo más rápido que fuera posible, era bastante directo. Había asequibilidad de cualquier cantidad de vehículos para transportarla, casi recién salidos de fábrica. Para la ocasión, a varios se los unió para formar un sobreimpulsor de primera etapa, y la final, que utilizaba una unidad plasmática de alta aceleración, continuó impulsando hasta unos pocos minutos antes del impacto, cuando se hizo cargo el sistema de guía final. Todo funcionó a la perfección…
Y ahí es cuando surgió el problema. El agotado equipo de diseño pudo haber extraído una lección de un incidente, olvidado ya hacía mucho, ocurrido en la Segunda Guerra Mundial, 1939-45:
En su campaña contra las naves japonesas, los submarinos de la Armada de Estados Unidos de Norteamérica confiaron en un nuevo modelo de torpedo. Ahora bien: de esta no se podía decir que fuera un arma nueva, ya que los torpedos se habían estado desarrollando durante casi un siglo. No habría parecido ser una tarea muy fascinante la de asegurarse de que la ojiva explosiva estallara cuando chocara contra el blanco.
Sin embargo, una y otra vez, furiosos comandantes de submarinos informaban a Washington que los torpedos no habían llegado a detonar. (No hay duda de que otros comandantes habrían hecho lo mismo, de no haber sido que sus abortados ataques desencadenaban su propia destrucción.) El cuartel central de la Armada rehusaba creerles. Su puntería debió de haber sido mala: al maravilloso torpedo nuevo se lo había ensayado extensamente antes de entrar en operación, etcétera…
Las tripulaciones de los submarinos tenían razón. El arma tuvo que regresar a la mesa de diseño: una avergonzada junta de investigaciones descubrió que el percutor que estaba en la nariz del torpedo se quebraba antes de poder llevar a cabo su bastante tonto trabajo.
El proyectil que se apuntó a Kali chocó, no a unos triviales pocos kilómetros por hora, sino que a más de cien kilómetros por segundo: a una velocidad así, un percutor mecánico era inúticlass="underline" la ojiva explosiva se estaba desplazando muchas veces más rápido de lo que la noticia del contacto, que se arrastraba a la velocidad del sonido en el metal, podría trasmitir su letal mensaje. Huelga decir que los diseñadores estaban perfectamente al tanto de eso, y habían empleado un sistema puramente eléctrico para detonar la ojiva explosiva.
Tuvieron una excusa mejor que la del Departamento de Artillería de la Armada de los Estados Unidos de Norteamérica: resultaba imposible someter al sistema a prueba en condiciones reales.
Así que nadie sabría jamás por qué falló el funcionamiento del proyectil.
45
El cielo imposible
«Si esto es el Cielo o el Infierno», se dijo el capitán Robert Singh, «se parece notablemente a mi cabina a bordo de la Goliath.»
Todavía estaba tratando de aceptar el increíble hecho de que aún estaba vivo, cuando recibió la muy placentera confirmación de David:
— Hola, Bob. No fue fácil despertarte.
—¿Qué… qué pasó?
Nadie jamás había programado a David para que vacilara como una persona humana: esa era una de las muchas mañas propias de la conversación que había aprendido por experiencia.
— Con franqueza, no lo sé. Es evidente que la bomba falló y no detonó. Pero algo muy extraño ha sucedido. Creo que es mejor que vayas al puente.
El capitán Singh, súbitamente devuelto al mando de la nave, sacudió violentamente la cabeza varias veces, y quedó algo sorprendido al descubrir que se mantenía unida a los hombros. Todo parecía estar perfecta, increíblemente normal. Hasta sintió una leve sensación de fastidio, aunque difícilmente de decepción: parecía un anticlímax haber desperdiciado tanta energía emocional, haber llegado a un acuerdo con la muerte, y, aun así, seguir estando vivo.
Cuando llegó al puente ya había aceptado la realidad de la situación. Su compostura no duró mucho tiempo.
La pantalla principal de observación todavía daba la ilusión de que nada había entre él y el familiar paisaje de Kali. Eso estaba inalterado, pero lo que se hallaba más allá de ese paisaje llenó al capitán Singh con uno de los pocos momentos de verdadero terror que hubiera conocido jamás. No cabía duda de que el peculiar estado emocional en el que se hallaba era en parte responsable. Aun así, nadie podía mirar el cielo que estaba por encima de la Goliath sin experimentar una abrumadora sensación de pavor:
Alzándose por encima del empinadamente curvo horizonte de Kali, trepando de modo perceptible, aun mientras Singh lo miraba, estaba el paisaje picado de viruela de otro mundo. Durante un instante, Robert Singh sintió que estaba de vuelta en Fobos, mirando, en lo alto, a la gigantesca cara de Marte. Pero esa aparición era todavía más grande, y Marte, por supuesto, estaba fijo para siempre en el cielo de Fobos, no desplazándose resueltamente hacia el cenit, como lo estaba haciendo este objeto imposible… ¿O era que se estaba acercando? Habían tratado de impedir que un nómada cósmico cayera sobre la Tierra. ¿Había otro a punto de chocar con Kali?
— Bob, Sir Colin quiere hablar contigo.
Singh se había olvidado por completo de sus compañeros. Al mirar en derredor se sorprendió al descubrir que la mitad de la tripulación se había reunido con él en el puente, y que también estaba contemplando el cielo con asombro.
— Hola, Colin — se forzó a decir: no resultaba fácil hablar con alguien que debería estar muerto—. ¿Qué ocurrió, por Dios?
— Espectacular, ¿no? — La voz del científico era calma y reconfortante—. Tuvimos una vista privilegiada desde aquí arriba, en el trineo. ¿No lo reconoce? Pues debería: ¡está mirando a Kali! La bomba puede haber sido un fiasco, pero así y todo tenía megatoneladas de energía cinética; suficientes como para hacer que Kali se escindiera como una amiba. E hizo un buen trabajo también. Espero que la Goliath no haya sufrido daños: la necesitaremos como hogar durante un tiempito más… pero, ¿cuánto más? Como señaló Hamlet, «Esa es la pregunta».