Desde la muerte de Luie, las pruebas que demuestran que hubo un impacto importante, por lo menos de meteoro (o asteroide pequeño), se han acumulado, y se han identificado varios sitios posibles, siendo el favorito actual un cráter sepultado, de ciento ochenta kilómetros de extensión, que está en Chicxulub, en la península de Yucatán, América Central.
Algunos geólogos todavía luchan obcecadamente para conseguir una explicación puramente terrena para la extinción de los dinosaurios (como, por ejemplo, volcanes), y muy bien podría ser que la verdad esté en ambas hipótesis. Pero la Mafia de los Meteoros parece estar ganando la partida, aunque más no fuere porque la trama que plantean es mucho más dramática.
Sea como fuere, nadie duda de que en lo pasado se produjeron impactos de importancia… después de todo, hubo dos aciertos y uno que falló apenas, en este siglo: (Tunguska, 1908; Sijot-Alin, 1947; Oregón, 1972). La cuestión que se ha de decidir es, ¿cuán grave es el peligro y qué se puede hacer al respecto, en caso de que se pueda hacer algo?
Durante la década de 1980 hubo discusiones sobre el problema a todo lo largo y lo ancho de la comunidad científica, y el paso cercano del asteroide 1989 FC (que le erró a la Tierra por nada más que seiscientos cincuenta mil kilómetros) puso el asunto sobre el tapete. Como resultado, la Comisión de Ciencias, Espacio y Tecnología de la Cámara de Diputados norteamericana incluyó el párrafo siguiente en la Ley para Autorización de la NASA de 1990:
En consecuencia, la Comisión instruye a la NASA para que lleve a cabo dos estudios en forma de taller: el primero debería definir un programa para aumentar, de manera notable, la velocidad de descubrimiento de asteroides que crucen la órbita de la Tierra; este estudio habría de consignar los costos, cronograma, tecnología y equipo necesarios para la definición precisa de las órbitas de tales cuerpos. El segundo estudio definiría sistemas y tecnologías para alterar la órbita de tales asteroides o para destruirlos, si llegaran a representar un peligro para la vida en la Tierra. La Comisión recomienda la participación internacional en estos estudios y sugiere que se efectúen dentro del año de haber sido sancionada esta legislación.
Este puede resultar un documento histórico: quién habría creído, hace nada más que unos pocos años, que una Comisión del Congreso habría emitido una declaración semejante
Tal como se la instruyó, la NASA estableció un Taller Internacional para el descubrimiento de Objetos Cercanos a la Tierra, que tuvo varias reuniones en 1991. Los resultados se resumieron en un informe preparado por el Laboratorio de Propulsión por Chorro de Pasadena: «The Spaceguard Survey» (25 de enero de 1992): El párrafo inicial de su capítulo final reza:
La preocupación por el peligro de impacto desde el Cosmos dio pie a que el Congreso norteamericano le solicitara a la NASA que organizara un taller para estudiar las maneras de conseguir una aceleración importante de la velocidad de descubrimiento de asteroides próximos a la Tierra. Este informe bosqueja una red internacional de investigación con telescopios montados en tierra, lo que podría aumentar la tasa mensual de descubrimiento de esos asteroides, desde unos pocos hasta tantos como mil. Tal programa reduciría la escala de tiempo necesaria para levantar un censo casi completo de los asteroides grandes que crucen frente a la Tierra, llevándola desde varios siglos (con la velocidad actual de descubrimiento) a alrededor de veinticinco años. A este programa de estudio que se propone lo denominamos Investigación GUARDIÁN ESPACIAL, tomando el nombre del proyecto similar sugerido por cl escritor de ciencia ficción Arthur C. Clarke hace casi veinte años, en su novela Cita con Rama.
El Martillo de Dios no pudo haber sido escrito sin la masa de información que figuraba en la «Investigación GUARDIÁN ESPACIAL», pero la inspiración directa para la novela vino de una fuente por completo diferente, y muy inesperada.
En mayo de 1992, me sentí halagado al recibir una carta de Steve Koepp, jefe de redacción de la revista Time, en la que me pedía que escribiera un cuento corto de cuatro mil palabras «que diera a los lectores una instantánea de la vida en la Tierra durante el próximo milenio». Y añadió graciosamente: «Creo que esta sería la primera vez que nuestra revista publica ficción (intencionalmente, por lo menos)».
Resultó que esta información no era del todo exacta. Los editores de Time más tarde me comunicaron, como disculpándose, que la mía no era la primera nota de ficción que hubieran solicitado: allá por 1969 publicaron un cuento de Alexander Solyenitsin. Me sentí honrado por haber seguido tan distinguidos pasos.
La sugerencia de Time fue, huelga decirlo, una oferta que no pude rechazar. Planteaba un interesante desafío, y no recuerdo haber tenido una demora de más de cinco milisegundos antes de darme cuenta de que el tema perfecto ya estaba al alcance de la mano. Más que eso, era mi deber mostrar lo que se podía hacer respecto de la amenaza de los asteroides. Al crear una profecía que se cumplía sola, hasta pude haber salvado el mundo… aunque nunca me enteraría…
Así que escribí El martillo de Dios y como exhalación lo llevé a Time, donde Steve Koepp justificó su existencia al hacer algunas sugerencias muy perspicaces, noventa por ciento de las cuales acepté de (bastante) buena gana. Apareció en el número especial de la revista, Beyond the Mear 2000, publicado a fines de septiembre y que llevaba la fecha otoño de 1992 (Vol. 140, № 27).
Antes de eso, empero, yo había viajado a Gran Bretaña para las ligeramente prematuras celebraciones de mi septuagésimo quinto cumpleaños (después de tres décadas de vivir a menos de mil kilómetros del ecuador, nada me hará volver al Reino Unido en diciembre). Entre los que participaron en el programa que mi hermano Fred había organizado en mi ciudad natal, Minehead, estaba uno de los miembros de Investigación GUARDIÁN ESPACIAL, el doctor Duncan Steel. Había venido desde el otro lado del mundo, desde el Observatorio Angloaustraliano, en Coonabarabran, Nueva Gales del Sur, para presentar un trabajo que demostraba, con pavorosas diapositivas en color, lo que podría ocurrir en el caso de un impacto de Importancia.
Probablemente fue alrededor de esa época que acepté el hecho de que Martillo era, en realidad, una novela comprimida… y que no tenía más alternativa que descompri-mirla. Como tenía otros seis libros y varias docenas de programas de TV en órbita, me sentía renuente a cargarme con esta molestia adicional, pero, finalmente, decidí cooperar con lo inevitable.
El primer borrador estaba casi completo, cuando recibí una carta del doctor Steel, ahora de vuelta en Coonabarabran, que traía algunas noticias aterradoras:
Hasta el jueves pasado, si alguien me hubiese preguntado cuándo un asteroide o cometa iba a chocar con la Tierra, habría podido ponerme la mano sobre el corazón y contestar que ninguno de los objetos actualmente conocidos iba a chocar con nuestro planeta en un futuro previsible (esto queriendo decir un siglo o dos). Este va no es el caso…
Junto con la carta del doctor Steel estaba la Circular 5636, de fecha 15 de octubre de 1992, emitida por la Oficina Central de Telegramas Astronómicos, que es parte del Observatorio Astrofísico Smithsoniano, Cambridge, Massachussets. Informaba sobre el redescubrimiento, el 26 de septiembre, del cometa Swift-Tuttle, originalmente descubierto por dos astrónomos norteamericanos en 1862, y después perdido, no por descuido sino por una razón mucho mas interesante.